Maya miró a su alrededor y lo comparó con el carísimo restaurante donde había comido recientemente con John. Prefería mil veces la pequeña y sencilla
trattoria
italiana a la ostentación y ceremonia del restaurante de lujo. Aquí se encontraba mucho más cómoda.
—Me encanta el sitio y me gusta la lasaña.
—Por eso te he traído aquí, era tu plato favorito.
—Mentiroso. No era mi plato favorito, era el único que sabías cocinar —dijo Maya riendo—. La lasaña recalentada en el microondas era tu plato estrella —recordó.
—Y he mejorado con el tiempo. Soy el auténtico rey de los platos recalentados y del microondas.
—Me encantaría probarlos algún día —dijo Maya.
Paul sonrió pero no dijo nada. A Maya le hubiese gustado que hubiera aprovechado la ocasión para invitarla alguna vez a casa, pero tampoco le dio más importancia. Durante la cena, hablaron de cómo les había ido la vida durante aquellos años, aunque, en realidad, ella habló mucho más que Paul. Maya le contó lo duro que habían sido los primeros años en Los Ángeles y lo mal que lo pasó al principio en el nuevo bufete. También le contó cómo había conocido a su marido e incluso le describió la boda. Paul parecía tranquilo y divertido y no paraba de preguntarle por pequeños detalles. En ocasiones le tomaba el pelo o se burlaba de algo, sobre todo de cosas relacionadas con la boda de princesa que había tenido.
—En realidad yo no quería una gran boda, pero Michael era muy tradicional en ese aspecto.
—Sí, seguro sufriste mucho disfrazada de blanco y subida en un coche de caballos —rio Paul—. Me lo puedo figurar.
—Con lo que sufrí fue con los tacones de aguja que llevaba. Cuando llegó la hora del baile tenía los dedos destrozados y tuve que bajarme de los zapatos. Michael es muy alto, y aunque baila muy bien, no pudo sacar gran cosa de mí, ya sabes la magnífica danzarina que estoy hecha.
—Mejor que Ginger Rogers —dijo Paul sonriendo.
Paul movió las piernas por debajo de la mesa tocando sin querer los pies de Maya, que jugueteaban por debajo de la mesa inconscientemente. Los dos se miraron a los ojos. Maya sentía el contacto cálido bajo la mesa. Quería acercarse aún más, sentirle más cerca, pero Paul se echó ligeramente hacia atrás y le pidió disculpas.
—Perdona, Maya. Te he dado sin querer —dijo.
—No ha sido nada. No te preocupes.
De nuevo Maya sintió que una pequeña barrera invisible se interponía entre ellos. Tenía la impresión de que Paul quería aproximarse y abrirse a ella, pero algo le estaba conteniendo. Probablemente Trudy tuviese razón. Le había hecho mucho daño a Paul en el pasado y no sería nada fácil que volviese a confiar en ella.
Después del pequeño incidente continuaron cenando y la charla volvió a animarse poco a poco. Maya intentó que Paul le hablase más de su vida, pero él lograba siempre encontrar un hueco por el que escaparse y acababan hablando de ella otra vez. Solo en lo tocante a su trabajo Paul parecía sentirse más cómodo y comunicativo. Era médico en el Departamento de Oncología del Hospital Presbiteriano de Nueva York, y pese a lo duro que podía llegar a ser su trabajo, estaba enamorado de lo que hacía y hablaba de ello con pasión. Maya podría haber estado toda la noche escuchando sus anécdotas, aunque muchas eran historias difíciles y a menudo tristes. Debido a su trabajo, Paul había visto cómo muchos de sus pacientes habían perdido la lucha contra el cáncer y no le había quedado más remedio que acostumbrarse a vivir con la muerte como compañera. Pero cada vez que uno de sus pacientes salía adelante y vencía a la enfermedad, se compensaban con creces todos los malos momentos. Paul vivía por y para su trabajo, descuidando casi todas las demás facetas de su vida. Las horas pasaron volando mientras Paul le contaba sus experiencias, algunas de las cuales hicieron que Maya no pudiese contener las lágrimas. Paul no trató de consolarla, simplemente la miraba con gesto de comprensión y le sujetaba la mano con fuerza.
Al salir del restaurante, varias horas después, una cortinilla de lluvia fina pero constante les recibió. Paul, neoyorquino previsor, había traído un paraguas. Lo abrió y los dos se acomodaron apretados bajo la tela protectora.
—¿Quieres que pidamos un taxi o prefieres dar un paseo? —le preguntó Paul.
—Podríamos ir andando. No hace demasiado frío.
—Creía que tanto tiempo en las cálidas playas de California te habría dejado la piel más sensible —dijo Paul.
—No te lo vas a creer, pero allí vi menos el sol que en Nueva York. Entraba a trabajar por la mañana y no salía hasta bien entrada la noche. Y los fines de semana tenía que preparar casos y más casos. Tengo la impresión de que he desperdiciado quince años de mi vida entre las paredes de un juzgado —dijo Maya con una nota de amargura.
—No digas eso. La abogacía es tu vida.
—A veces no lo tengo tan claro. Cuando me marché creí que todo sería distinto. Creía que podría hacer cosas importantes, ayudar a mucha gente y aportar mi granito de arena para que todo fuese mejor. Pero si echo la vista atrás veo muy poco de todo eso. Muchas veces pienso en dejarlo todo y emprender una nueva vida, hacer algo distinto y mejor.
—¿Y qué harías?
—No lo sé —dijo pensativa—. ¿Recuerdas el último verano que pasamos en New Bedford? Estuvimos navegando dos semanas con tu primo Kevin en su pequeño velero.
—Cómo no me voy a acordar. Gracias a tu buena suerte tengo una cicatriz de diez centímetros en la cabeza —dijo Paul, sonriendo.
Maya recordó lo sucedido mientras una sonrisa aparecía también en su rostro. El primo de Paul les había enseñado a manejar el velamen del barco, pero como siempre, el azar quiso jugarle a Maya una mala pasada. Maya se escurrió en el suelo resbaladizo e instintivamente se agarró a una cuerda que había junto al mástil, haciendo que la vela cambiase de dirección repentinamente. El pobre Paul se encontraba en la trayectoria de la traicionera vela, con tan mala suerte, que recibió un fuerte golpe en la cabeza. Estuvo inconsciente varias horas y se le hizo un chichón tan grande como una pelota de béisbol.
—Me gustaría volver a experimentar esa sensación de libertad —dijo Maya—. Sin ataduras, sin más problemas que navegar y evitar romperle la crisma al resto de la tripulación.
Paul rio.
—¿Y por qué no lo haces? Seguro que tienes ahorrado lo suficiente para comprarte un barco, uno no demasiado grande, y a ser posible a motor.
—No lo sé —dijo Maya, pensativa—. Tal vez algún día lo haga.
—Mientras lo vas pensando te vendría bien un buen curso de patrón de barco —dijo Paul.
—También tengo que empezar a buscar una buena tripulación —añadió Maya—. Así que si estás interesado, busco marineros recios y duros de mollera. Tú has demostrado serlo, al menos lo segundo.
—No te niego que suene muy bien —dijo Paul—. Tendré que pensármelo… si el sueldo es bueno.
Maya era totalmente consciente de que estaban bromeando, pero por un momento se imaginó a sí misma junto a Paul, a bordo de un pequeño barco, surcando el mar rumbo a un destino desconocido. Pero era consciente de que no eran más que tonterías propias de una adolescente… ¿O no?
Durante el resto del paseo, continuaron charlando de cosas triviales, aunque Maya no era capaz de quitarse un pensamiento de su cabeza, algo que la intranquilizaba enormemente. Sabía que antes o después tendría que abordar un tema muy espinoso y no estaba segura de cómo saldría parada. Era consciente de que tenía que darle a Paul una explicación de por qué no había contestado a ninguna de sus cartas en todo aquel tiempo. Estaba retrasando ese momento por puro temor. Intuía que ese muro de contención que aparecía entre ella y Paul cada vez que se acercaban era producto de aquello. Aunque Paul ni siquiera lo había mencionado, Maya creía que debía explicarle lo que había sucedido. Pero simplemente tenía miedo a lo que pudiese suceder.
Al divisar la fachada de la casa de Trudy, Maya se armó de valor y se detuvo. Paul se paró también y se quedaron los dos quietos bajo la lluvia, protegidos bajo el paraguas.
—Quería hablarte de algo muy importante —dijo Maya.
—¿De qué se trata?
Maya titubeó. No podía dar marcha atrás. Tenía que decírselo. La lluvia había arreciado a su alrededor, salpicándoles los zapatos y mojándole las medias, pero ella ni siquiera lo notaba.
—Seguro que te preguntas por qué no… no respondí a ninguna de tus cartas.
—Maya, no tienes por qué darme ninguna explicación —dijo Paul tranquilamente.
—No. Necesito dártela —dijo Maya.
—Pues adelante.
Paul la miró fijamente y se sintió traspasada por sus ojos verdes. Le costó hablar, pero lo consiguió.
—Cuando recibí tu primera carta, poco después de llegar a Los Ángeles, la leí más de cien veces —dijo Maya—. Llevaba poco tiempo en la ciudad y estaba muy afectada por nuestra ruptura. Esa misma noche me fui al aeropuerto, decidida a volver a Nueva York. Y entonces, mientras estaba en la terminal esperando para coger el vuelo, cometí un grave error. Me dejé llevar por el orgullo. Me obligué a probarme a mí misma y lo hice a tu costa. La idea de volver a casa con el rabo entre las piernas al poco tiempo de haberme ido era demasiado para mí. Así que cuando todo el mundo estaba embarcando en el avión, di media vuelta y me marché del aeropuerto. Después de eso estuve una semana en mi apartamento sin poder salir. Quería convencerme a mí misma de que había hecho lo correcto, de que mi fuerza había ganado a mis debilidades. Ahora veo lo equivocada que estaba.
Paul seguía mirándola sin decir nada, pero se le veía tranquilo.
—Después de eso conseguí reponerme un poco, sobre todo gracias al trabajo. No hacía más que trabajar y trabajar para mantener la cabeza ocupada durante todo el día. Al llegar a casa, estaba tan rendida que me quedaba dormida en el sofá del salón. Mi objetivo principal era lograr expulsarte de mi mente. Estuve a punto de destruir tu carta cientos de veces, de tirarla por la ventana, quemarla o romperla en mil pedazos, pero no lo hice. Así que pasó un año en el que no hice más que trabajar y dormir poco, pero finalmente creí que lo había superado. Y entonces, en el mismo día que el año anterior, llegó tu segunda carta.
Maya se secó una gota de lluvia que se le había desprendido del pelo y bajaba por su mejilla. Paul se mantenía imperturbable.
—Al ver tu nombre en el sobre, decidí no abrirlo —prosiguió Maya—, pero solo aguanté unas pocas horas. Cuando al leer la carta comprobé que era idéntica a la anterior me volví a derrumbar. Llamé a Trudy y le conté lo que había ocurrido. Me aconsejó que te llamase y que aclarase las cosas, pero de nuevo me pudo el orgullo. Y así pasaron otros cuatro años y otras cuatro cartas más, esperando a recibir tus mensajes pero a la vez con miedo a que llegasen. Durante todo ese tiempo, mi vida sentimental fue un desastre. Tuve varias relaciones pero al poco tiempo decidía terminar con ellas. Sabía que no tenía un motivo real por el que hacerlo y me engañaba a mí misma buscando falsas excusas o defectos en mis parejas. Inconscientemente los comparaba contigo, con lo que habíamos tenido tú y yo, y no podía evitar extrañarte.
Maya se quedó unos segundos callada, esperando alguna reacción por parte de Paul, que seguía manteniendo su silencio. La lluvia caía a su alrededor envolviéndoles en una campana líquida y aislándoles de todo lo demás.
«Ahora viene lo peor», pensó Maya.
—Fue entonces cuando conocí a Michael, mi exmarido. Al principio ni siquiera me fijé en él. Era un hombre atractivo, pero le veía solamente como a un compañero de trabajo más. Salimos de copas alguna noche con la gente de la oficina y después decimos empezar a salir nosotros solos. Fuimos varias veces al cine, al teatro o a cenar…, y poco a poco nuestra relación se fue haciendo más estrecha, hasta que llegó un momento en el que nos enamoramos casi sin darnos cuenta.
Paul no se movió ni dijo nada, pero apretó la mandíbula y su ceño se frunció involuntariamente.
—Me casé con Michael convencida de que estaba haciendo lo correcto. Hacía meses de tu última carta y en ese momento no monopolizabas mis pensamientos. Por eso creí que no volvería a sentir esa excitación los días previos a la llegada de tu carta ni estaría nerviosa. Pero me equivoqué. Meses después, cuando llegó tu carta, me volví a derrumbar. Sentí que estaba engañando a Michael, que le estaba traicionando con tu recuerdo y traté de serle fiel. Guardé todas las cartas en el fondo de un cajón y lo cerré con llave y allí permanecieron mucho tiempo, hasta que llegó el año siguiente y vuelta a empezar. Aunque no te lo creas, cada trece de febrero era para mí un suplicio… y una liberación.
Maya suspiró. Recuperar todos aquellos recuerdos, vertidos ahora de golpe, regurgitados, le producía un dolor casi físico. Pero tenía que continuar.
—Los años siguientes, hasta que me separé de Michael, fueron los peores. Él me quería, y quería lo mejor para mí. Yo me obligaba a quererle, a hacer un esfuerzo porque nuestra relación saliese adelante. Pero él notaba que algo no iba bien, que poco a poco, yo me iba distanciando irremisiblemente. Michael luchó para retenerme, hizo muchos esfuerzos y sacrificios, incluso me pidió que lo dejásemos todo y nos dedicásemos a viajar y a disfrutar de la vida juntos. Y eso me hacía sentir aún peor. Él lo daba todo y yo no tenía nada que ofrecer. Nunca le hablé de ti, Paul. Nunca le hablé de tus cartas. Ahora sé que tenía que haberlo hecho. Tenía que haber afrontado la verdad, pero no fui capaz.
Un viento frío comenzó a soplar arrastrando la lluvia contra la pareja, empapándolos, aunque ninguno de los dos pareció notarlo.
—Después del divorcio llegaron dos cartas más, que esperé y recibí con el mismo miedo y la misma esperanza de siempre —siguió Maya—. Las abría y las leía de nuevo, aunque conociese de memoria cada una de las palabras, como si las hubiese escrito yo misma mil veces. No sé cuántas veces descolgué el teléfono y comencé a marcar tu número, pero nunca llegaba a llamarte. La vergüenza me atenazaba después de tantos años. Me decía a mí misma que no era justo refugiarme en ti ahora que había fracasado en mi matrimonio. Me sentía totalmente avergonzada.
Paul la contemplaba fijamente, pero la expresión de su rostro se había suavizado. Ambos estaban completamente empapados, quietos bajo la lluvia.
—Ya sabes por qué no contesté ni una sola vez a tus cartas —continuó Maya—. Primero fue por orgullo, después por la culpa y luego por vergüenza.