Canción de Nueva York (16 page)

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Authors: Laura Connors

Tags: #Romántico

BOOK: Canción de Nueva York
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Maya se quedó quieta en la oscuridad, desnuda y helada de frío, mirando fijamente el móvil de Paul. El cielo estaba cubierto por una capa de nubes negras y hacía frío, aunque no llovía. Maya regresó al garaje, se sentó en el asiento trasero del Cadillac y se tapó con la manta.

Unas palabras pronunciadas por Trudy en el Bianca acudieron a su mente. «Antes has dicho que entraba en modo rarito después de recibir un mensaje, ¿no? Bien, ¿le has mirado el móvil?».

Mientras hacían el amor, Maya había creído oír varias veces el sonido característico del móvil de Paul al recibir un mensaje. También le habían llamado dos veces por teléfono. Sabía que estaba mal mirar el móvil, pero después de lo que había ocurrido, un poder irresistible le empujaba a hacerlo. Además, si Paul no tenía nada que ocultar no pasaría nada. Maya se decidió y pulsó la pantalla táctil.

Primero comprobó el listado de llamadas. En las enviadas no encontró nada extraño, casi todas eran a ella, al hospital y alguna a Cindy. Al comprobar las llamadas recibidas, el corazón le dio un vuelco. Las últimas dos llamadas no se correspondían con el número del hospital. Eran de una tal Sarah K. Paul le había mentido.

Maya no supo muy bien qué pensar pero, involuntariamente, se le hizo un nudo en el estómago. Nunca le había oído hablar de ninguna Sarah K. Que ella supiese, no era una compañera de trabajo ni tampoco sabía de ninguna amiga ni familiar de Paul que se llamase así. Pero entraba dentro de lo posible que fuese una enfermera u otra empleada del hospital a la que ella no conocía, y que le hubiera llamado desde su móvil particular. Maya volvió a buscar en las llamadas enviadas, y para su alivio, no encontró ninguna que fuese para Sarah K.

Entonces pasó a comprobar la bandeja de entrada de los mensajes. Quería comprobar los dos mensajes recibidos mientras hacían el amor. El primero era de Cindy, la joven y guapa compañera de Paul. Se trataba de un mensaje estrictamente profesional, no había nada que pareciese extraño o fuera de lugar. Al comprobar el emisor del segundo mensaje, se le hizo un nudo en el estómago. Era de Sarah K. Maya abrió el mensaje y lo leyó.

«Paul, necesito verte. Estoy en tu casa, es muy urgente».

Sus manos se aflojaron y el móvil se le cayó al suelo. Paul le había mentido. Le había dicho que le habían llamado del hospital, pero en realidad había sido la tal Sarah. Durante la breve conversación que mantuvieron al teléfono, Paul le había dicho a Sarah que no se preocupase, que iba inmediatamente hacia allí. Pero no se dirigía al hospital. Según el mensaje de Sarah, esta le esperaba en casa de Paul.

Un sentimiento de rabia creció en su interior. Se sentía traicionada. Traicionada y furiosa. Maya comprobó el resto de mensajes pero no encontró ninguno más de Sarah. No tenía pruebas, pero era muy probable que Paul la estuviese engañando con aquella… con aquella zorra. Sabía que su propio comportamiento durante todos esos años no había estado a la altura. Se equivocó al dejar a Paul e irse a los Ángeles. Se equivocó al no contestar ninguna de sus cartas, pero ella nunca le había engañado con nadie, nunca. Maya se llevó las manos a la cara y gritó. Aquello no iba a quedar así. Maya quería ver la cara de estúpido que se le iba a quedar a Paul cuando la viese aparecer en la puerta de su casa. Quería ver a la tal Sarah y comprobar su reacción. Tal vez ella tampoco supiese nada del doble juego de Paul.

Maya se vistió, rabiosa, y abrió el garaje. Había dejado su coche en la ciudad, pero el Cadillac que había alquilado le permitiría llegar a casa de Paul. Aunque había estado allí muy pocas veces, sabía perfectamente cómo llegar. Maya condujo como una loca hacia la ciudad. Estaba a una media hora de viaje, y si se daba prisa les podría coger con las manos en la masa. Mientras conducía, un torrente de ideas inundó su mente. Ahora comprendía por qué Paul nunca se quedaba a dormir con ella. Había descubierto el motivo por el que nunca la llevaba a su casa ni tampoco quería que le fuese a buscar al hospital. Había averiguado el origen de aquellos momentos de ausencia que le asaltaban a Paul de vez en cuando. No estaban provocados por el miedo a lo que pudiera pasar entre ellos, sino a la culpa. Paul debía sentirse culpable y sucio en aquel doble juego. Había otra mujer en la vida de Paul, y ella era solo una… una… ¡Qué más daba! ¡Dios, cómo podía haber sido tan estúpida!

¿Pero qué estaba diciendo? No podía ser, todo esto era una locura. Maya conocía perfectamente a Paul y sabía que él no era así. Sería incapaz de hacerle algo semejante a ella ni a nadie. Paul era un hombre bueno e íntegro, la mejor persona que había conocido en su vida. Tenía que tratarse de un malentendido, estaba segura de ello. Tenía que verle cuanto antes y aclarar lo que pasaba. En cuanto hablase con él, se daría cuenta de que todo había sido fruto de sus celos y su imaginación desatada.

El viento arreció y las nubes comenzaron a descargar una lluvia fina pero persistente que comenzó a empaparla. Maya había salido del garaje a toda prisa y había olvidado subir la capota del coche. Su único abrigo consistía en una gabardina no demasiado gruesa. Pulsó el botón de subida automática de la cubierta y un pequeño chirrido cortó sus pensamientos. Aquel mecanismo no funcionaba. Lo pulsó varias veces más con el mismo resultado. Maya maldijo. Su gafe parecía haber vuelto en el momento más inoportuno.

Al llegar al edifico donde vivía Paul, estaba totalmente empapada. No encontró ningún hueco libre para aparcar, así que después de dar una vuelta a la manzana, dejó el coche de mala manera junto a unos cubos de basura, al otro lado del edificio.

Maya se dirigió hacia el acceso principal del inmueble. Se trataba de un bloque de apartamentos de varias plantas con un recibidor muy amplio en el que había un portero las veinticuatro horas del día. Al girar la esquina, Maya observó a una pareja que estaba a punto de tomar un taxi, frente a la puerta del edificio. Ella era alta y bastante delgada. Maya no la pudo ver bien porque llevaba un gorro o un pañuelo en la cabeza. En cambio a él le vio perfectamente. Se trataba de Paul.

Maya se quedó pasmada unos segundos, viendo cómo él le abría la puerta y le cedía el paso galantemente. Paul se metió en el vehículo tras ella y cerró. Maya reaccionó demasiado tarde, cuando el vehículo estaba arrancando.

—¡Paul! —gritó.

Corrió con todas sus fuerzas hacia el coche, con la intención de echarse encima de él si hiciese falta. Pero el taxi hizo un cambio de sentido y se alejó por la calle, perdiéndose entre la lluvia y la oscuridad. Ni siquiera la habían visto. Maya no pudo contener las lágrimas de impotencia. De nuevo las dudas la carcomieron. La montaña rusa de emociones por la que estaba pasando era demasiado para ella. Quería confiar en él, tenía que hacerlo. Pero, ¿quién era aquella mujer y a dónde iban? Maya se secó las lágrimas y trató de tranquilizarse. Entonces una voz sonó a su espalda, junto a la entrada del edificio.

—Señorita, ¿le ocurre algo? —dijo un hombre vestido con traje azul y una gorra a juego. Era el portero del edificio.

—N… no —contestó Maya, titubeante—. No es nada.

El hombre se acercó a ella con un paraguas y la protegió de la lluvia.

—He oído que llamaba al doctor Miller —dijo el portero—. ¿Es usted… del hospital?

Una lucecita se encendió repentinamente entre el manto de tinieblas que había cubierto el cerebro de Maya.

—Sí. Soy la doctora Kowalsky —mintió—. Paul…, el doctor Miller, se ha dejado su teléfono móvil en el hospital —dijo mostrándole el teléfono al portero.

Este hizo ademán de recogerlo, pero Maya lo retiró suavemente.

—Quería hacerle una pregunta —dijo—. ¿Sabe quién era la mujer que acompañaba al doctor Miller?

El hombre la miró con desconfianza.

—Me pareció que era su hermana, Gina —aclaró Maya—. Estudié con ella en la Facultad de Medicina y hace años que no la veo.

—¡Ah! Claro. Pues no, doctora Kowalsky, no era su hermana —dijo el portero sonriendo—. Se trataba de la señorita Sarah Kerrigan, la prometida del doctor Miller.

—¿La… la prometida?

—Claro, ¿no lo sabe? Se casan dentro de una semana. ¡Y me han invitado a la boda! —dijo el hombre, sonriendo con orgullo.

Capítulo 17

John Walls se encontraba plácidamente tumbado en la inmensa cama de una de las habitaciones del hotel Walldorf Astoria, con un lector digital en sus manos. Como las últimas tres noches, leía absorto una novela de misterio llamada
Castigo de Dios.
Era de uno de sus autores favoritos, un escritor español poco conocido llamado César García. La trama era una sucesión de engaños, asesinatos, vueltas y giros inesperados que le mantenían en vilo cada noche. Estaba ansioso por terminarla y saber quién era el asesino.

En ese momento sonó el teléfono, sacándole de la lectura.

—Mierda —dijo, dejando el aparato a un lado.

Antes de irse a la cama siempre apagaba el teléfono móvil para que nadie le molestase, y en los meses que llevaba en aquel hotel, nadie le había llamado tan tarde a la habitación. John descolgó el auricular, molesto por la interrupción.

—¿Quién es? —preguntó, cortante.

—Buenas noches, señor Walls. Le llamo de recepción. Disculpe que le moleste tan tarde, pero hay aquí una… señorita que pregunta insistentemente por usted.

—¿Por mí?

—Así es, señor. Quiere subir como sea a su habitación. Hasta ahora he conseguido que desista de su empeño, pero no me ha quedado más remedio que llamarle. Verá, señor, está montando… una escena.

—¿Quién es? ¿Le ha dicho cómo se llama?

—Dice que se llama Maya, señor, y que es muy amiga suya.

—¡Maya! —exclamó sorprendido John.

—Entonces, ¿la conoce, señor?

—Sí, la conozco.

—¿Qué quiere que hagamos, señor? No para de repetir a voz en grito que es usted un gran piloto de cazas y que además tiene un buen… trasero. Está bastante ebria, señor. Y está empapada de los pies a la cabeza.

—Súbanla a mi habitación discretamente, por favor. Y suban también una cafetera con café bien cargado. ¡Ah¡ Y sal. Suban sal.

—Como desee, señor Walls.

John se puso unos pantalones y una camisa, y se dirigió al salón de la habitación. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué le habría ocurrido a Maya? La había visto ayer, al recoger a Trudy en el Bianca, y la había encontrado tan normal como siempre.

John se miró al espejo y se arregló el cabello. Desde que era muy joven, había tenido mucho éxito con las mujeres. Era un hombre atractivo, educado y muy atento, y tenía una cuenta corriente con muchos ceros en su haber. No sabía cuál de sus virtudes pesaba más a la hora de conquistar a las mujeres, y francamente, tampoco le importaba demasiado. Pero con Maya las cosas habían sido muy distintas. ¡Maya era una mujer distinta! Desde que la conoció en el avión hacia Nueva York, John le había dedicado mucho tiempo en sus pensamientos, sobre todo para el escaso éxito que había tenido su inversión. Había intentado acercarse a ella una y otra vez, y al principio creyó que la conseguiría, pero después de varias semanas se dio cuenta de su error. Maya parecía estar enamorada de otra persona, de un médico de poca monta llamado Paul. Así que, cuando su amiga Trudy se le puso en bandeja, no pudo decir que no. Trudy era una mujer con un físico espectacular y una amante increíble. Además, derrochaba vitalidad y era ocurrente y muy graciosa, pero había algo que impedía que John la tomase en serio. Ese algo se llamaba Maya, y en esos instantes subía borracha y empapada a su habitación. «La noche se presenta interesante», pensó John, sonriente.

A los dos minutos, llamaron a su puerta. Al abrir se encontró de frente con una Maya chorreando agua, apoyada sobre el hombro del recepcionista.

—¡John! —dijo Maya con voz etílica—. ¡Has venido!

—He creído que sería mejor que la acompañase yo mismo, señor Walls —dijo el recepcionista—. El café y la sal están en camino.

—Ha hecho muy bien. Tome —dijo, alargándole dos billetes de cien dólares al recepcionista—. Y procure que nadie nos moleste.

—Por supuesto, señor Walls.

—Y tú, ven conmigo —dijo sosteniendo a Maya por la cintura y ayudándola a entrar en la habitación.

—¿Para qué has pedido café? No me gusta el café… prefiero champán. ¿Tienes? Seguro que sí.

—Claro que tengo —dijo John cerrando la puerta—. Pero primero tienes que cambiarte, estás empapada.

—Buena idea.

Maya se quitó la gabardina y la tiró en medio del recibidor.

—Y ahora la blusa y la falda —dijo riendo.

—Espera, mejor cámbiate en el baño. Te dejaré una de mis batas para que estés más cómoda.

John la cogió del brazo y la arrastró hacia el interior de la habitación.

—Vaya, menuda chabola tienes —dijo Maya—. En esa cama deben entrar más de cuatro mujeres.

John la obligó a entrar en el cuarto de baño.

—Quítate toda la ropa —ordenó John.

—Eso suena muy bien. ¿Es una invitación?

—Lo sería, si no estuvieses borracha —dijo John, dejándola a solas en el baño.

Maya rio estruendosamente mientras se desvestía.

—No estoy tan borracha, no creas —dijo desde el baño—. Hasta el quinto
gin-tonic
ni lo he notado. ¡Guau! ¡Menuda ducha! Parecen las cataratas del Niágara. Me voy a meter debajo.

—De acuerdo, te vendrá bien para despejarte. Pero ten cuidado y siéntate en el banco, estarás mejor.

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