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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (12 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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Prosiguió el examen de la lóbrega cámara. Y, una tras otra, localizó las salidas.

Había tres, una en cada pared. Una cuarta salida, tal vez, estaba por debajo de él, pero el ángulo hacía imposible verla. Las puertas de las tres eran dobles, y tenían apariencia metálica. La de la derecha era la más próxima; estaba debajo de la figura de la theta. Anelin distinguió los rasgos, con enorme vaguedad. Vio varas, gruesas barras de metal atravesadas en la puerta, bloqueándola. Cerrojos.

Oxidados desde hace tiempo, pensó Anelin. ¿Desde cuándo? Imposible moverlos. Sin embargo, ¿qué otra respuesta había? Las demás salidas eran madrigueras de gusano. Incluso las que parecían desocupadas estarían negras como los rediles grounos a pocos metros de la cámara. Se arriesgaba a toparse con un gusano devorador en la oscuridad. Cualquier cosa era preferible a eso.

Pero si se quedaba allí, acabaría muriéndose de hambre, o los gusanos repararían por fin en su presencia. Tenía que avanzar o retroceder.

Sabía lo que le esperaba detrás. El agujero del gusano muerto era bastante seguro, pero al otro lado sólo había la vasta cámara y los grounos, la infinita y vacía negrura. Jamás encontraría el túnel que le había llevado hasta allí. Nunca regresaría.

Anelin suspiró. Había estado mucho tiempo a oscuras. Estaba cansado, y era consciente de un cambio que yacía como un peso sobre sus hombros. Se había olvidado del Carnicero y del asunto de la venganza. Estaba condenado, hiciera lo que hiciera. Los grounos, los Maestros Cambiadores, el Tercer Pueblo…, ¿qué importancia tenía todo eso?

Una vez, en una mascarada que casi no recordaba, Anelin se había calificado de librepensador. Pero las antiguas frases de adoración volvieron a su mente, la rutina burlonamente oscura que el Gusadulto entonaba muy a menudo, con enorme fatiga. Siempre le había parecido rara, absurda en parte. Pero en ese momento fue como si las frases le hablaran. Bailaron macabras danzas en su cabeza y brotaron burbujeantes en sus labios. En voz desesperada, Anelin empezó a esbozarlas con los labios, muy quedamente, como habría hecho Riess (el viejo, gordo y muerto Riess) de haber estado en su lugar.

—El Gusano Blanco tiene muchos nombres —dijo sin moverse—, y los hijos de los hombres los han maldecido todos en los siglos anteriores a nosotros. Pero nosotros somos los gusahijos, y no los maldecimos. Es imposible enfrentarse a él. Suyo es el poder final del universo, y el hombre sensato acepta su llegada, y danza y se deleita en el poco tiempo que resta.

»Alaben, entonces, al Gusano Blanco, cuyo nombre es Yaggalla. Y no se aflijan, aunque nuestras luces ardan oscuras y mueran.

»Alaben, entonces, al Gusano Blanco, cuyo nombre es Podredumbre. Y no se aflijan, aunque nuestra energía mengüe y se agote.

»Alaben, entonces, al Gusano Blanco, cuyo nombre es Muerte. Y no se aflijan, aunque el círculo de la vida se estreche y todas las cosas perezcan.

»Alaben, entonces, al Gusano Blanco, cuyo nombre es Entropía. Y no se aflijan, aunque el sol se apague.

»Un final se acerca. Celebren festines. Los barcos se han ido. Beban. Los tiempos de lucha han acabado. Bailen. Y alaben, alaben al Gusano Blanco.

Silencio. Anelin observó las largas y pálidas larvas. Qué estúpido era prolongar las cosas. Los tiempos de lucha habían terminado. Avanzaría.

Trató de buscar un asidero en los hongos que bordeaban la madriguera del gusano, pero el punto al que se agarró no era firme, y se deshizo en su mano. No quedaba nada más que saltar, y confiar en que sus piernas no crujieran y se partieran, confiar en que la tentadora alfombra de abajo demostrara ser tan cómoda como parecía. Anelin se volvió y se agachó. Miró por entre sus pies y, cuando el suelo le pareció bastante despejado de serpenteante vida, saltó.

Y cayó al suelo estrepitosamente, a pesar del hecho que intentó flexionar las piernas bajo el cuerpo. La alfombra era espesa, capas y capas de hongos que acabaron cubriéndole hasta la cintura, y suavizó su caída, pero sus pies resbalaron, y Anelin tropezó y cayó en un revoltijo de purpúreas hebras. Al levantarse, nervioso pero ileso, trozos de relucientes hongos se aferraban a sus ropas, negras como una madriguera.

De pronto concluyó su inmunidad. Un gusano tan grande como su pierna se deslizó hacia él, con la boca ondulándose rítmicamente. Anelin levantó la pierna y arremetió con la bota al atacante, con la máxima violencia posible. Su lesionado tobillo le recordó enérgicamente que no debía hacer tales cosas. Pero el gusano fue impulsado hacia la viviente maraña púrpura y quedó aplastado en el suelo. Su piel no parecía tan gruesa ni tan fuerte como la de sus primos de menor tamaño.

Otros gusanos estaban moviéndose bajo los hongos, pálidos culebreos que Anelin apenas vio. Uno de los gigantes había reparado ya en su presencia y avanzó hacia él sobre el dormido cuerpo de otro. Anelin miró alrededor rápidamente. Se acercaban gusanos por todas partes.

Pero la pared sólo estaba a unos metros. Y la cuarta puerta, la que él había implorado que estuviera allí. Estaba cerrada y cubierta de hongos como las otras, pero él no tendría que pisar cien gusanos para alcanzarla.

Se abrió paso hacia la puerta, y notó un agudo y doloroso impacto en el mismo momento que chocaba con el metal. Un pequeño devorador estaba taladrándole el muslo. Anelin lo arrancó de su pierna, lo hizo girar por encima de su cabeza y lo lanzó dando vueltas al otro lado de la cámara, donde se aplastó con una salpicadura contra el tanque. Se volvió de nuevo hacia la salida, y empezó alocadamente a sacar hongos. Había tres cerrojos. Con el canto de la mano golpeó desde abajo el superior, una, dos, tres veces, y la pesada barra metálica se movió por fin unos centímetros. Otro golpe, y el óxido que la mantenía fundida a los soportes cedió y la barra quedó suelta en las manos de Anelin.

Dio media vuelta, sosteniendo la barra de metal a modo de maza, y la dejó caer con fuerza sobre el devorador más cercano. El golpe partió la piel, pero poco, muy poco. Era un gusano viejo, del tamaño de Anelin. La piel supuró, y el cuerpo se movió hacia un lado, chocando con otro animal un poco mayor. El gusano no murió.

Anelin no podía hacer frente a los gusanos. Blandió la maza una vez más y se volvió de nuevo hacia la puerta. El cerrojo central se soltó después de tres fuertes golpes. La barra inferior resultó ser una ilusión: se desintegró en escamas de orín carcomidas por los hongos en cuanto Anelin la envolvió con sus manos. Frenético, golpeó la barra metálica entre los soportes hasta que se desprendieron los fragmentos, y la puerta quedó expedita. Algo le mordió. Chilló y tiró de las aldabas, y éstas se soltaron en sus manos, pero la puerta sólo se movió un centímetro. Después arañó como un loco el metal, se rompió una uña, e introdujo las manos en la fina grieta negra hasta que logró agarrar la puerta. Notó los monstruos a su espalda. Con todas sus fuerzas, tiró hacia atrás.

Los goznes chirriaron y el metal crujió, mientras que la capa de hongos perjudicaba a Anelin al mantener cerrada la puerta. Pero se movió, ¡se movió! Cinco centímetros, diez, luego veinte de pronto. Era suficiente para él. Se irguió. Contuvo la respiración y pasó muy encogido a la silenciosa oscuridad del otro lado. Después se echó al suelo, rodó y se agitó sin cesar hasta que el gusano que se aferraba a su cuerpo fue simplemente una viscosa pasta que le cubría las ropas.

Tras levantarse, Anelin encendió una cerilla. No miró el infierno purpúreo más allá del estrecho boquete que había abierto.

Se hallaba en una cámara muy pequeña, de sólido metal, redonda, oscura. Ante él había otra puerta, también metálica, y redondeada. En el centro había una rueda.

La cerilla se apagó. Los hongos continuaban pegados a sus sucias ropas y a su fino cabello rubio, y había más diseminados por el suelo, fulgurando débilmente. Anelin tiró de la rueda. Nada. Trató de hacerla girar, pero no se movió. En la parte posterior había una varilla metálica, en una rendija. También la vara se negó a moverse, hasta que Anelin se apoyó con todo su peso y logró hacerla caer. Después pudo hacer girar la rueda, aunque dio la vuelta poco a poco y con dificultad.

Anelin estaba empapado en sudor, y el metal estaba mojado por la humedad de sus palmas. Pero no estaba oxidado, comprobó de pronto. Era oscuro, fuerte y frío, igual que algo recién sacado de las forjas de los caballeros broncíneos.

Después se encontró al otro lado, y tiró de la puerta para cerrarla. La oscuridad era total una vez más. Los pequeños fragmentos de hongo que llevaba pegados al cuerpo se convirtieron en ojos de gusano en la negrura. Pero mejor eso que arriesgarse de nuevo a la cámara de los devoradores.

Nuevamente las cerillas. La caja de fósforos resonó desesperadamente cuando Anelin la agitó. Contó las cerillas que quedaban palpándolas con los dedos. Una decena, como mucho. Sus dedos perdieron la cuenta una y otra vez, y quizá contaron la misma cerilla en dos ocasiones. Anelin tomó una, y agradeció la confianza de su luz.

Se hallaba a menos de medio metro de un grouno.

Anelin se movió, hacia atrás, de un salto. No hubo ruido alguno. Avanzó de nuevo, sosteniendo la llama ante él a modo de arma. El grouno seguía allí. Congelado. Y había algo entre los dos. Anelin lo tocó. Vidrio. Sintiéndose infinitamente más tranquilo, movió la cerilla de arriba abajo. Encendió otra, y continuó su examen.

¡Toda una pared llena de grounos!

Anelin consideró brevemente la idea de romper el vidrio y comerse uno de los grounos encarcelados, pero la desechó. Era obvio que los animales estaban disecados. Probablemente estaban allí desde antes que él naciera. Y eran grounos anormales, por cierto. Machos y hembras se alternaban, y todos los componentes de la larga hilera estaban despellejados en parte, tenían un trozo de piel arrancado para revelar el interior. Una zona distinta en cada grouno, además. También había estatuas y cráneos de grouno, y un esqueleto con seis extremidades. El último ejemplar era el más notable. Aunque descoloridas, sus ropas eran tan finas y elegantes como las de cualquier
yaga-la-hai
. Llevaba en la cabeza un casco metálico, como el de un caballero broncíneo, todo negro como una estrecha abertura roja que se curvaba por delante a modo de ojos. Y el grouno sostenía algo con lo que parecía apuntar. Un raro tubo, hecho con el mismo metal negro. Lo más extraño de todo era que tanto el casco como el tubo estaban adornados con thetas doradas.

Anelin empleó cuatro cerillas para examinar la hilera de grounos, con la esperanza de encontrar algo que le fuera útil. Le quedaban pocos fósforos, pero era una tontería guardarlos. Al no encontrar nada, cruzó la sala con los brazos extendidos en busca de la otra pared. Tropezó con una mesa, la rodeó y chocó con otra. Las dos estaban vacías. Finalmente palpó vidrio otra vez.

Esa pared estaba llena de gusanos.

Igual que los grounos, estaban muertos, o disecados, o enjaulados en el vidrio. Anelin no se preocupó de averiguarlo, ya que no se movían. Un devorador de más de un metro dominaba el conjunto, aunque había decenas de otras especies. Casi todos eran desconocidos para Anelin, pese a que había comido gusanos desde que nació. Tenían un detalle en común: su aspecto peligroso. Muchos de ellos poseían dientes, que a él le parecieron muy inquietantes. Algunos llevaban algo similar a aguijones en la cola.

Anelin examinó el resto de la cámara, que era larga y estrecha, forrada de metal, al parecer insensible al tiempo y rematada por una puerta enorme y con ruedas en ambos extremos. Muchas mesas estaban dispersas allí, y sillas metálicas, pero nada de interés para él. En un momento dado topó con algo que tenía la forma de una antorcha, pero de metal y con cabeza de vidrio, totalmente inservible. Quizá podía llenar la parte de vidrio con los hongos que brillaban, pensó Anelin. Metió el objeto bajo su brazo. También encontró otras cosas, abultadas columnas y formas de metal y de vidrio, vagamente similares a las que había visto diseminadas en el borde del puente de la Cámara de la Última Luz, y en el salón del trono del Carnicero. No logró comprender su finalidad.

Finalmente, con todas sus cerillas prácticamente agotadas, Anelin volvió a la pared de los grounos. Algo le irritaba, algo se agitaba en lo más hondo de su cerebro. Contempló de nuevo el último grouno de la hilera, y luego el tubo. Lo sostenía casi igual que un arma, decidió Anelin. Y llevaba una letra theta. Podía ser útil. Asió el soporte metálico del objeto que prácticamente era una antorcha y golpeó el grueso cristal con una serie de fuertes mazazos. El vidrio se agrietó, crujió y siguió crujiendo, pero no se rompió. Por fin, cuando empezaban a dolerle los brazos, Anelin abrió una brecha con las manos, apartando astillas de algo que no era realmente vidrio y que continuaron estando enloquecedoramente unidas. Asió el tubo del grouno, y empezó a toquetear las diversas barras y manijas.

Pocos minutos después, Anelin se deshizo del tubo con disgusto. Inútil, fuera lo que fuese.

Algo seguía preocupándole. Encendió otro fósforo y examinó al encasquetado grouno. Algo raro había allí…

Lo descubrió. El casco, la abertura rojiza. ¡Pero si un grouno no tenía ojos! Anelin agrandó el boquete que había abierto en la pared de algo parecido a vidrio, y sacó el casco de la cabeza del grouno muerto.

Aquel grouno tenía ojos.

Acercó mucho la cerilla. Ojos, cierto. Pequeños y negros, muy hundidos en las húmedas cuencas, pero definitivamente ojos. No obstante, aquel grouno era el único de la pared que poseía ojos. El más próximo, una gruesa hembra, no tenía ojos, igual que los demás.

La cerilla se apagó. Anelin se puso el casco.

Había luz por todas partes.

Anelin gritó, dio vueltas, movió la cabeza de arriba abajo. ¡Veía! ¡Podía ver la habitación entera, de un vistazo! ¡Sin cerillas, sin antorchas! ¡Veía!

Las paredes relucían, muy tenuemente, tenían un color rojo ahumado. Las columnas metálicas (ocho, vio Anelin) eran de un anaranjado brillante, si bien las figuras de metal continuaban en sombras. Las puertas eran oscuras, pero una luz amarillenta se filtraba por el borde de la que él había cruzado. Vibraba. El mismo ambiente parecía despedir una luz suave, un fulgor espectral que Anelin tuvo dificultad en definir. Los grounos y los gusanos muertos, unos frente a otros, se hallaban en hileras igual que estatuas grises, tiznadas, perfiladas por la iluminación que las rodeaba.

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