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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (8 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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—No. —Fue Vermillar el que protestó—. No pienso bajar más. —Miró a Anelin—. Mata tú al Carnicero, o que lo mate Groff, o Riess si puede, pero acabará tan muerto sin mí que conmigo. Regreso.

—Por la escalera —dijo tercamente Groff—. No permitiré deserciones.

Vermillar no cejó.

—Mi abuelo es hijo del Gusadulto —dijo—. Haré lo que me plazca.

Hizo la señal del gusano a Anelin y a Riess y luego, antorcha en mano, inició el regreso.

Groff no hizo movimiento alguno para detenerlo.

—Por la escalera —repitió en cuanto la luz de Vermillar desapareció detrás de una curva de la pared.

Se apresuraron a obedecerle.

Abajo. La peor de todas las direcciones posibles. Abajo. Hacia el lugar donde yacían los grounos. Abajo. Lejos de la luz. Pero bajaron, y Anelin recordó que las escaleras, incluso en el mejor de los momentos, le disgustaban. Tuvo suerte a ese respecto. Riess, que sostenía la antorcha, se vio forzado a ir en la cabeza.

Al pie de la escalera había un estrecho rellano con dos puertas enladrilladas, otra boca de entrada al silencioso y frío pozo y otra escalera. Abajo. Otra escalera más. Abajo. Y otra escalera más. Finalmente salieron.

—Apaga la antorcha —dijo Groff.

Riess obedeció.

Se hallaban apiñados en un extremo de un estrecho puente metálico que daba acceso a una cámara cavernosa cien veces más grande que la Cámara de Obsidiana. Lejos, muy lejos y en lo alto había un vasto techo de hojas de vidrio (todas del tamaño de la que había detrás del hoyo del Gusadulto, pensó Anelin) dispuestas formando una celosía de negro metal. El sol asomaba por encima del techo, con sus océanos de fuego y sus llanuras de ceniza, y por eso no hacía falta la antorcha.

Había otros puentes, vio Anelin: cinco. Finos filamentos extendidos de una negra pared a la otra, sobre un estanque de cierto líquido viscoso que se agitaba y producía ruidos bajo los pies de los visitantes. Y había un sexto puente, o lo había habido, pero destrozado ya, y la retorcida faja de su tramo colgaba sobre la inquieta negrura.

Había un olor. Fuerte, profundo y morbosamente dulce.

—¿Dónde estamos? —musitó Riess.

—La Cámara de la Última Luz —dijo bruscamente Groff—. O así se denomina en el saber de los caballeros broncíneos. Pero los cazadores la llaman la pared grouna. Es el último lugar, y el más profundo, que el sol puede atisbar. El Gusano Blanco lo creó para mantener a los grounos alejados de las madrigueras de sus hijos, afirman algunos.

Anelin se acercó a la baranda del puente.

—Interesante —comentó con despreocupación—. Así entonces, ¿no hay otras vías de ascenso para los grounos?

—Ya no —le explicó Groff—. En otro tiempo. Pero los caballeros broncíneos las sellaron con ladrillos y sangre. O eso dicen. —Apuntó el hacha hacia las sombras del otro lado del puente—. Adelante.

El tramo era estrecho, de anchura apenas suficiente para que dos hombres caminaran lado a lado. Anelin avanzó con cierta vacilación, y se agarró a la barandilla para apoyarse. Se deshizo en su mano, un fragmento de tubería metálica carcomida por el orín. Anelin contempló los restos, retrocedió y los lanzó hacia el líquido.

—La humedad —comentó Groff, sin mostrar preocupación—. El mismo puente tiene agujeros debido a la oxidación, así que miren dónde pisen.

Su voz era severa e inflexible.

De esta forma Anelin se encontró avanzando lentamente otra vez, paso a paso, con sumo cuidado, sobre el remolineante líquido que precedía al abismo de tenue luz roja. El puente crujió y se movió bajo sus pies, y más de una vez Anelin creyó que algo cedía al adelantar su precavida bota, viéndose obligado a retroceder con rapidez y pisar en otra parte. Riess fue detrás de él, aferrado a la inservible barandilla en cuanto había barandilla que agarrar. Groff caminó alegremente por los lugares que los otros habían comprobado.

A mitad del cruce, el puente empezó a oscilar…, lento al principio, con mayor rapidez después. Anelin se quedó inmóvil, agarró la barandilla y miró a Groff por encima del hombro. El caballero broncíneo lanzó una maldición.

—Tres son demasiado —dijo—. ¡Deprisa!

No atreviéndose a correr, Anelin echó a andar con la máxima rapidez posible, y con ello la oscilación del puente empeoró. Caminó con mayor celeridad, y escuchó detrás a los otros. En determinado momento, hubo un repentino chasquido y un crujido, seguido por un grito de dolor. Y entonces Anelin echó a correr, y recorrió prácticamente a saltos los últimos metros hasta el semicírculo de roca que sujetaba el puente al extremo más próximo de la cámara. Sólo entonces, a salvo, volvió la cabeza. Riess había topado con una parte oxidada; su pierna derecha había atravesado el metal. Groff estaba ayudándole a salir.

—¡Manténlo quieto! —gritó el caballero broncíneo, y Anelin volvió al rocoso precipicio y estabilizó el tembloroso puente lo mejor que pudo.

Groff llegó enseguida junto a él, sosteniendo al renqueante Riess. El cuero que vestía le había salvado de una herida grave, pero los mellados bordes del metal le habían rasgado la pierna, y había sangre.

Mientras Groff lo atendía, Anelin miró a su alrededor. La plataforma de roca donde se encontraban estaba bordeada por oscuras formas, grandes cajas cuadradas situadas a lo largo del borde igual que una hilera de putrefactos dientes. Anelin se acercó a una. Era metal, dañado por el orín y el desuso, y salpicado de una decena de minúsculas ventanas de vidrio. Detrás de las ventanas no había más que polvo. También había agujeros en las cajas, y varias de ellas estaban aplastadas. Anelin no logró explicárselo.

Riess estaba de nuevo en pie, con aspecto de aturdimiento.

—Se me ha caído la antorcha —dijo.

—Hay otras a nuestra disposición —repuso Groff—. No podríamos haber usado la nuestra, de todas maneras. El Carnicero habría visto la luz. No, debemos entrar a oscuras en los rediles de los grounos, y esperar a ver la luz de la antorcha de él. Entonces seguiremos esa luz.

—¿Qué? —dijo Anelin—. Pero Groff, eso es una locura. Habrá grounos en la oscuridad, es posible.

—Es posible —replicó Groff—. No es probable, no tan cerca de la luz, tan cerca de la pared grouna. Los cazadores, en mi época e incluso antes, debían adentrarse más para encontrar una presa. Los rediles superiores están vacíos. Pero no iremos más lejos.

Señaló hacia la amplia puerta negra que les aguardaba en el punto donde la plataforma se unía a la pared.

Anelin sacó su estilete y avanzó rígidamente, para no parecer un cobarde. Si algún grouno acechaba en la negrura, él estaría preparado.

Pero no había nada. Tenuemente, con la luz que todavía manaba de la cámara, Anelin vio el perfil de tres madrigueras, la segunda más oscura que la primera, y la tercera más que la anterior.

—La de la izquierda conduce abajo —dijo Groff—, a las partes más ricas de los rediles. La del centro ha perdido los ladrillos y está abandonada. Aguardaremos allí. Podemos vigilar el puente, ocultos en la oscuridad, y seguir la antorcha del Carnicero cuando pase.

Los guió hacia delante y todos tomaron asiento en la polvorienta piedra para aguardar. La entrada de la Cámara de la Última Luz estaba frente a ellos, como una tenue ventana roja. Todo lo demás era negro y silencioso. Groff permaneció inmóvil, con el hacha en el regazo y las piernas cruzadas bajo el cuerpo. Riess se agitó. Anelin apoyó la espalda en la pared, para que ningún grouno se arrastrara por detrás, y jugueteó con el estilete.

No pasó mucho tiempo antes que ellos empezaran a oír sonidos, suaves murmullos y flojos ruidos, igual que desagradables voces de grounos que se agrupaban para atacarles. Pero el túnel representaba una sólida ceguera, y cuanta más atención prestó Anelin, más confuso e indistinto se hizo el ruido. ¿Pasos? ¿O tan sólo la respiración de Groff? ¿O quizá era el sonido del líquido que se agitaba, no muy lejos? Anelin aferró con más fuerza su arma.

—Groff —le advirtió, pero el otro se limitó a hacerle callar.

Anelin recordó habladurías… Que los grounos veían en la oscuridad más completa, que caminaban en perfecto silencio con sus blandas patas blancas y que envolvían con sus seis largas extremidades a los
yaga-la-hai
extraviados… Y entonces empezó el otro ruido. Flojo al principio, más fuerte después. Eso no podía ser un error. Era un sonido suave e irregular, aumentaba y decrecía, lleno de ahogos y sollozos. Groff también lo oyó. De pronto, en silencio, el caballero se puso de pie. Anelin se situó junto a él de un salto, Riess los imitó después.

El puente osciló poco a poco en la ventana roja situada ante ellos. Alguien se acercaba.

El ruido se intensificó, y se volvió más humano. Una voz, una voz verdadera, deformada por el miedo. Y entonces Anelin oyó palabras.

—… Por favor…, otra vez a la oscuridad no…, grounos…, ellos…, no podemos hacerlo…

Y poco después, con gran claridad, todos escucharon:

—Mi abuelo era hijo del Gusadulto.

Los vieron. Vermillar estaba cruzando el puente. Detrás de él, sosteniendo un largo cuchillo apenas visible, iba el Carnicero, rechoncho y espantoso con su ropaje de piel de grouno.

—¡Silencio! —dijo el Carnicero, y Vermillar se tambaleó hacia la seguridad de la roca y miró temerosamente la negra puerta abierta ante él.

De repente, Anelin notó la mano de Groff en su pecho, empujándole, empujándole.

—Atrás —musitó el caballero (¡oh, tan quedamente!) y esta vez Anelin se adentró gustoso en las sombras.

Pasaba algo. Pasaba algo muy, muy grave.

Ni Vermillar ni el Carnicero llevaban antorchas.

—Levántate —dijo el Carnicero—. Levántate y camina. No pienso llevarte en brazos.

Vermillar se levantó torpemente, gimoteando.

—No —dijo—. Está oscuro, no veo. No.

El Carnicero le pinchó con el cuchillo.

—Adelante y a la izquierda —dijo—. Ve palpando si no puedes ver, animal. Ve palpando.

Y Vermillar entró en el túnel, tocando a tientas la pared, sollozando, y pareció mirar a Anelin antes de girar a la izquierda. Pero el Carnicero no miró una sola vez en esa dirección cuando pasó cerca, sin dejar de aguijonear a Vermillar con su arma.

Anelin creyó estar una hora entera en la negrura del túnel central, pero sólo pudieron ser minutos. Por fin el sonido de las protestas y lamentos de Vermillar menguó hasta ser tan solo ruido por debajo del grupo. En ese momento habló Groff.

—Ninguna antorcha —dijo, y hasta su severa voz parecía temblar—. Los ojos de ese hombre están poseídos por un grouno.

—¿Vamos a regresar? —dijo Riess.

—¿Regresar? —La figura de Groff se perfilaba con la roja luz de la entrada—. No. No. Pero nosotros debemos ver. Una antorcha, necesitamos una antorcha. Los alcanzaremos. Sabemos en qué dirección han ido, y el biznieto del Gusadulto se lamentaba mucho.

—¿Para qué quiere él a Vermillar? —dijo Anelin, en un susurro.

Su ingenio le había abandonado.

—Puedo conjeturarlo —dijo Groff—. Pero ya lo veremos.

Dio órdenes, y los tres empezaron a recorrer la breve extensión de la madriguera, buscando a tientas soportes de antorcha. Riess sólo encontró un conducto de aire, pero las manos de Anelin rodearon por fin un conocido puño de bronce. Contenía una antorcha.

Mientras Riess la encendía, Anelin se volvió hacia Groff.

—Un puño, obra de los
yaga-la-hai
, aquí, en los rediles de los grounos. ¿Cómo es eso, Groff?

—No siempre han sido rediles de grounos. Los gusahijos excavaron estas madrigueras, hace un millón de años. Los grounos los expulsaron arriba en una gran guerra, o eso dicen. Los rediles que han pertenecido siempre a los grounos son distintos. Ahora los grounos se apiñan abajo, y los
yaga-la-hai
arriba. Ambos fueron creados numerosos y fuertes, y tanto ellos como nosotros hemos decaído, como decaen todos los seres, grandes y pequeños, a la vista del Gusano Blanco. Por eso estos túneles, la Cámara de la Última Luz y nuestro Túnel Inferior están vacíos a pesar del hecho que en otro tiempo estuvieron atestados.

Riess, que sostenía la antorcha, hizo la señal del gusano.

—Vamos —dijo Groff—. La madriguera avanza en línea recta un buen trecho, baja sin cesar pero finalmente se abre, y no debemos perder a los otros.

Emprendieron la marcha, Riess con la antorcha, Groff con el hacha y Anelin estilete en mano, y fueron a buen paso. La madriguera estaba sumamente desolada: una alargada y ancha extensión de conductos de aire de ardientes bocas y rotos puños de bronce que aferraban simplemente aire. En dos ocasiones toparon con huesos, sin que Anelin supiera si eran de grouno o de hombre. El resto era oscura nada. Por fin, al llegar a una encrucijada donde numerosos túneles se unían y ramificaban, oyeron de nuevo los sollozos de Vermillar, y supieron qué dirección elegir.

Continuaron caminando largo rato y perdieron dos veces el rastro del sonido en el laberinto de madrigueras interconectadas, pero en ambas ocasiones volvieron rápidamente sobre sus pasos en cuanto los sollozos empezaron a apagarse. Estaban en los rediles de los grounos, comprendió Anelin con un estremecimiento, en los auténticos rediles, y él se hallaba allí, descendiendo hacia lo infinito. Sus ojos azules se abrieron y se aguzaron, y contemplaron todo a la fluctuante luz de la antorcha: los negros cuadrados que le hacían señas de los túneles que cruzaban, los interminables y oxidados puños, hilera tras hilera, la alfombra de tierra, gruesa en algunos lugares y extrañamente ausente en otros. También ruidos, oyó Anelin, igual que cuando estaban aguardando al Carnicero: suaves murmullos y más suaves pisadas, gruñidos, el susurrar de vientos increíblemente fríos en los túneles no elegidos, y un tenue retumbo distante no parecido a nada imaginado por él. ¿Ruidos auténticos, fantasmas, fiebres de un cerebro nervioso…? Anelin no lo sabía. Sólo sabía que los escuchaba, de tal modo que las vacías madrigueras parecían llenarse de siniestra e invisible vida.

No hubo conversación alguna. Descendieron y dieron vueltas hasta que Anelin perdió la cuenta de los giros. Bajaron retorcidas escaleras de piedra, subieron enmohecidas escalerillas en vacíos pozos llenos de ecos (siempre con el temor a que los peldaños se partieran), cruzaron amplias rampas inclinadas y vastas galerías que engullían la luz de la antorcha, y cámaras amuebladas donde todo el mobiliario estaba cubierto de polvo y podredumbre rica en gusanos. Recorrieron una sala de alto techo muy parecida a un cultivo de setas; pero allí los conductos de agua estaban secos y vacíos, y los alargados y hundidos tanques de cultivo sólo contenían hongos de hediondo olor que despedían un color verde tenue y diabólico. Otra sala que encontraron estaba llena de cortinas, pero todas los cortinajes eran harapos grises que se deshacían al tocarlos.

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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