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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (9 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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Los ruidos iban por delante del grupo. Siempre.

Groff sólo habló una vez, cuando se detuvieron al final de un túnel enladrillado y se disponían a descender otro de los redondeados pozos negros.

—No quedan grounos —murmuró, más para él mismo que para sus acompañantes—. En estos lugares pululaban en otra época, y ahora no hay nada. —Sacudió la cabeza, y su semblante reflejaba preocupación—. El Carnicero está bajando mucho.

Ni Anelin ni Riess replicaron. Localizaron los peldaños y empezaron a bajar. Luego aparecieron más túneles.

Por fin, sin embargo, parecieron haber perdido el rastro. Al principio el ruido estaba por delante de ellos (los sollozos de Vermillar, que no cesaban), pero de pronto el sonido se apagó. Groff murmuró algo, y los tres retrocedieron al último recodo y eligieron otra madriguera. Pero sólo se habían adentrado unos pasos en la negrura cuando perdieron por completo el sonido. Retrocedieron de nuevo, y tomaron un tercer camino, que resultó ser silencioso y enladrillado.

—Éste era el buen camino —insistió Groff en cuanto volvieron de nuevo a la encrucijada—, el camino que siguió él, aunque el ruido disminuyera.

Se pusieron en marcha otra vez y oyeron de nuevo a Vermillar, pero nuevamente el ruido comenzó a debilitarse después de seguirlo breve trecho.

Groff se volvió y recorrió pausadamente el túnel.

—Vengan —dijo, y Riess corrió al lado del caballero con la antorcha.

Groff se hallaba cerca de un conducto de aire, cuyo hálito envolvía al grupo. La llama de la antorcha danzaba. Anelin vio que el conducto no tenía rejilla. Groff metió una mano después.

—Una cuerda —musitó.

De pronto, Anelin comprendió que los sonidos procedían del pozo.

Groff aseguró el hacha a su cinto, tomó la cuerda con sus dos manazas y se lanzó al oscuro abismo.

—Síganme —les ordenó.

Después, una mano tras otra, desapareció abajo.

Riess miró a Anelin con ojos asustados, interrogándole.

—Seda de araña, sin duda —dijo Anelin—. Resistirá. Apaga la antorcha y baja detrás.

Y también él asió la trémula cuerda.

El pozo estaba caliente, pero no tanto como imaginaba Anelin; no quemaba. Además, era más estrecho que lo que él pensaba. Cuando se cansó, apoyó las rodillas en un lado y la espalda en el otro, y descansó un momento. La cuerda tenía vida propia, ya que Groff descendía por debajo y Riess por encima de Anelin, pero era resistente, nueva y fácil de sujetar.

Por fin, sus pies dejaron de tocar pared. Habían llegado a otro nivel, y faltaba otra rejilla. Groff agarró a Anelin y le ayudó a salir, y los dos ayudaron al inquieto y jadeante Riess.

Se hallaban en una pequeña encrucijada, donde tres túneles se unían en las enormes puertas metálicas de una gran cámara. Pero Anelin comprobó de un vistazo que la cuerda era la única entrada al lugar; las tres madrigueras estaban cerradas con ladrillos. Ver resultaba fácil, ya que las puertas de la cámara estaban abiertas y la luz manaba en abundancia.

Observaron desde las sombras cerca del conducto de aire, Groff acuclillado con el hacha en la mano, Anelin con el espadín desenvainado.

La cámara era espaciosa, tal vez del tamaño de la Cámara de Obsidiana; ahí acababa todo parecido. En el interior, el Carnicero había instalado un trono y encendido dos antorchas, ambas inclinadas en sus brazos en lo alto del respaldo. La fluctuante luz se confundía con un brillo extraño, un reluciente fulgor purpúreo que procedía de enormes globos incrustados de hongos a lo largo de los muros. Vermillar estaba a la vista, sollozando de forma incoherente, maniatado a una cama de ruedas cerca del Carnicero. De vez en cuando su cuerpo se estremecía al debatirse irregularmente entre los grilletes que lo apresaban, pero el Carnicero hacía caso omiso de estos esfuerzos.

El resto de la cámara, bajo la curiosa mezcla de luz, no se parecía a nada que Anelin conociera. Las paredes eran metálicas, carcomidas por el tiempo, carcomidas por el orín, y sin embargo brillantes en diversos puntos. Paneles de vidrio salpicaban los altos y oscuros flancos; un millón de minúsculas ventanas, casi todas rotas, hacían guiños a las llamas. A lo largo de los muros laterales, gruesas burbujas transparentes se hinchaban obscenamente cerca del techo. Algunas estaban cubiertas de vegetación que goteaba y relucía; otras estaban resecas y rotas; y otras parecían llenas de un fluido que se movía débilmente. Un abismo de sombras y caos yacía entre las paredes. Había una decena de camas con ruedas como la ocupada por el maniatado Vermillar, cuatro inmensos pilares que se alzaban hasta el techo entre una telaraña de cuerdas y barras metálicas, un grueso tanque como los usados por los
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para criar gusanos comestibles, montones de ropa (algunos limpios, otros cubiertos de moho) y armas y extraños objetos, estuches de metal con inexpresivos ojos de vidrio… En el centro estaba el trono del Carnicero, un alto asiento de piedra verdinegra. Una letra theta de cierto metal increíblemente brillante aparecía hundida en el respaldo, justo por encima de la cabeza del Carnicero.

El Carnicero había cerrado los ojos, y estaba recostado en su trono. Descansando, tal vez, pensó Anelin. Vermillar siguió haciendo ruidos; gimoteos, gruñidos y sonidos de ahogo, palabras sin ningún sentido.

—Está loco —musitó Anelin a Groff, seguro del hecho que el ruido de Vermillar apagaría las palabras—. O no tardará en estarlo.

—Sí —dijo Riess mientras se arrastraba para acercarse a su amigo—. ¿Cuándo vamos a rescatarle?

Groff volvió la cabeza para mirar a Riess.

—No haremos eso —dijo el caballero broncíneo, en voz baja y categórica—. Nos abandonó. No tiene derecho a exigir mi protección. Es mejor que los
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miren y observen, para ver qué hace el Carnicero con el biznieto de un Gusadulto.

Su tono no daba motivo a ruegos o discusiones.

Anelin se estremeció, y se apartó de Groff, que de nuevo observaba atentamente sin hacer el más mínimo movimiento. Anelin se había perdido un momento, había confiado y obedecido al hombre de más edad, sólo porque Groff era caballero, porque Groff conocía los rediles de los grounos. De pronto Anelin recordó su orgullo y su venganza.

Riess se acercó a él.

—Anelin —le dijo, con voz temblorosa—. ¿Qué podemos hacer?

—Vermillar se lo ha buscado —musitó Anelin—. Pero lo rescataremos, si podemos.

Anelin no tenía la menor idea respecto a cómo hacerlo… Una cosa era que Groff se enfrentara al Carnicero con su enorme hacha, pero si el caballero no quería colaborar…

Groff los miró por encima del hombro. Sonrió.

Anelin vio sobresaltado que el Carnicero, en el interior, se había puesto en pie. Estaba desnudándose, despojándose de su traje de piel de grouno blanco como la leche y de su capa de incoloro pelo de grouno. Volvió su ancha espalda hacia el grupo, una musculosa extensión de abigarrada carne, mientras echaba la ropa sobre un brazo del trono y buscaba algo en un montón de otras ropas.

—Groff —dijo con firmeza Anelin—, debemos salvar a Vermillar, por más inútil que sea. Él me divierte. Nosotros somos dos, y tu estás solo, y necesitas nuestra ayuda.

Riess, detrás de él, emitía tenues ruidos de ahogo. Groff volvió a mirarlos, y suspiró.

—¿Alguno de ustedes conoce el camino de regreso? —se limitó a preguntar.

Anelin guardó silencio. Él no conocía el camino de regreso, comprendió. Se perderían en la oscuridad.

—Riess… —empezó a decir en un susurro.

El Carnicero se puso ropa limpia y se volvió de nuevo hacia Vermillar. Un cuchillo aparecía en su mano. Tenía un aspecto distinto. Llevaba un ropaje de fino cuero, y sobre sus hombros estaba plegada una larga capa de rizado pelo que fulguraba con suavidad como oro tejido a la luz de la hoguera. Murmuró algo guturalmente, con una voz igual que la usada por los grounos en todas las historias que había escuchado Anelin.

Vermillar, de pronto, estaba asombrosamente cuerdo.

—¡No! —exclamó—. ¡No! ¡Mi abuelo era hijo del Gusadulto!

El Carnicero le rebanó el cuello, y se hizo a un lado ágilmente cuando la sangre brotó a chorros y el cuerpo se retorció. Recogió parte de la sangre en una copa y la bebió con obvia satisfacción. El resto oscureció la cama y corrió por el suelo. Una gota avanzó hacia los gusahijos como si supiera que estaban al acecho en las sombras.

Cuando Vermillar quedó completamente inmóvil, el Carnicero aflojó los grilletes y se echó el cadáver a su ancha espalda. Anelin lo contempló, paralizado por el terror, y de pronto pensó en las muchas veces que el Carnicero había caminado entre los
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, portando un cadáver de grouno precisamente de esa forma.

Groff miró rápidamente alrededor cuando el Carnicero se dirigió hacia allí. Ninguna madriguera ofrecía siquiera la promesa de un escondite.

—Abajo, por la cuerda —musitó en tono apremiante el caballero.

—¿Abajo? —inquirió Riess.

—No —dijo Groff—. Demasiado tarde. Nos sorprenderá bajando y cortará la cuerda. —Se alzó de hombros, se irguió y levantó el hacha—. No importa. Sabemos todo cuanto necesitamos. Él no es de los
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, como sospechaban los más allegados al Gusadulto. Lleva carne a hombres y grounos, este Carnicero.

Anelin se situó junto a Groff, espadín en mano, y se balanceó nerviosamente sobre las puntas de sus pies. Riess, tembloroso, sacó su daga. El Carnicero apareció en el umbral, con el cadáver de Vermillar al hombro.

Los tres gusahijos estaban ocultos en las sombras, en la parte más oscura de la encrucijada, mientras que el Carnicero acababa de salir de una cámara bien iluminada. Eso no representaba ventaja alguna. El Carnicero los descubrió sin más problemas.

—Vaya —dijo, y alzó los hombros para que el cadáver de Vermillar se deslizara hasta el suelo con un sordo ruido. El cuchillo, largo y recién limpiado de sangre, apareció en su mano—. Vaya —repitió—. ¿Es que ahora los
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bajan hasta aquí?

—Algunos —repuso Groff al tiempo que levantaba un poco el hacha.

Anelin se sentía extrañamente aturdido y confiado. El ansia de sangre recorría su cuerpo. Cobraría su venganza, y también la de Vermillar. El Carnicero no podía competir con Groff. Era muy rechoncho y deforme, mientras que el caballero broncíneo era prácticamente un gigante, invulnerable incluso sin armadura. Además, él estaba allí, y también Riess, aunque éste apenas contaba.

—¿Qué quieren? —dijo el Carnicero, con la voz débil y ronca que Anelin recordaba tan bien después de la mascarada.

—Silenciar tu lengua de guardantorchas —espetó Anelin, antes que Groff pudiera responder.

El Carnicero lo miró por primera vez, y rió entre dientes.

—¿A quién llevas carne ahora? —preguntó Groff.

El Carnicero rió entre dientes de nuevo.

—A los grounos, naturalmente.

—¿Eres un hombre? ¿O una nueva clase de grouno?

—Las dos cosas. Ninguna de las dos. He recorrido a solas túneles oscuros durante mucho tiempo. Nací como guardantorchas, sí. Pero de una clase especial. Al igual que los grounos, veo en la oscuridad total. Al igual que los
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, puedo ver y vivir con luz. Las dos clases de carne son agradables. —Mostró una hilera de amarillentos dientes—. Soy flexible.

—Una pregunta más, antes de matarte —dijo Groff—. Al Gusadulto le gustaría saber por qué.

El Carnicero se echó a reír. Su grueso cuerpo se estremeció y la capa de dorados rizos danzó sobre sus hombros.

—¡El Gusadulto! Eres tú el que quiere saber, Groff, no tu estúpido amo. ¿Por qué? Porque entre los
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soy menos que un hombre, porque entre los grounos soy menos que un grouno. Soy el primero del Tercer Pueblo. Los
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decaen, igual que los grounos, pero yo me mezclo entre los dos y planto mi semilla —miró a Anelin— en personas como Caralí, y en las grounas. Pronto habrá otros como yo. Por eso lo hago. Y para saber. Sé más que vuestro Gusadulto, o que ustedes, más que el Gran Grouno. Vuestro mundo es una mentira, pero yo he visto y oído a todos los que viven en la Casa del Gusano, y no creo en nada de eso. El Gusano Blanco es una mentira, ¿lo sabían? Y el Gusadulto. Creo que hasta sé cómo se llegó a eso. Una historia interesante. ¿Quieren que se las cuente?

—El Gusadulto es la carne viviente del Gusano Blanco —dijo Riess en voz aguda, casi histérica—. Los sacerdotes le dan la forma del Gusano Blanco, lo purifican, lo hacen más apto para dirigir.

—Y menos apto para vivir —dijo el Carnicero—. Hasta que el dolor lo vuelve loco o las operaciones lo matan. ¿Tú, Groff? ¿Tú crees eso? ¿Y tú, librepensador? Ya ves. Te recuerdo.

Anelin se sonrojó y blandió su espadín. Groff era una feroz estatua barbuda de broncínea carne.

—Así consta en el saber de los caballeros broncíneos —dijo Groff—, y nosotros recordamos cosas que el Gusadulto ha olvidado.

—Me asombra que el Gusadulto recuerde algo —contestó el Carnicero—. Pero yo también he hablado con caballeros, conozco su saber «secreto», he escuchado relatos de una guerra muy antigua. Los grounos recuerdan mejor. Tienen leyendas sobre la llegada de los
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, que cambiaron las madrigueras altas. Los grounos son el Primer Pueblo, ¿saben? A los gusahijos los llaman el Segundo Pueblo. Fui un gran enigma para ellos al principio, con mis cuatro extremidades y mis ojos que ven, no perteneciendo ni al Primero ni al Segundo. Pero les llevé carne y aprendí su idioma, y les hablé del Tercer Pueblo. Se mofan de los secretos de los grounos, y en realidad ellos están tan corrompidos como ustedes, pero saben cosas. Recuerdan a los Maestros Cambiadores, sus grandes enemigos y los mejores amigos de los
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, que lucían la letra theta como distintivo, y que en épocas muy antiguas crearon las arañas, los gusanos y otras mil cosas. Aquí, donde vivo yo, los Maestros Cambiadores esculpían y daban forma a la materia de la vida, para que los
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pudieran vivir. Aquí dieron forma a las sanguijuelas que afligen a los grounos, al devorador de luz que los conduce hacia arriba, hacia la muerte, si lo persiguen, y a los enormes gusanos devoradores blancos que se multiplican y crecen de forma más terrible día tras día. Ustedes, todos ustedes, han olvidado estas cosas, pero los Maestros Cambiadores fueron dioses más grandes que vuestro Gusano Blanco. Los grounos se asustan de la theta. Por buenos motivos. Los
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no recuerdan esta sala y los grounos han olvidado dónde está, pero yo la descubrí, y poco a poco conocí sus secretos. Aquí conocí la historia del Gusadulto. Después que los grounos llevaran la oscuridad a las madrigueras y mataran a casi todos los Maestros Cambiadores, quedó uno de éstos. Pero había perdido toda su magia, y se desesperó. A pesar de todo, él era el soberano. Los
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lo siguieron. Y él recordaba que los gusanos, mil especies de gusanos, habían sido la mejor arma del hombre contra los grounos, y sabía que los gusanos prosperaban mejor que los hombres aquí. Por todo eso, el último Maestro Cambiador instruyó a los sacerdotes-cirujanos en algunas artes y ordenó que lo transformaran en un gran gusano. Después murió. ¿Entienden? Él quería crear el Tercer Pueblo. Era un Maestro Cambiador, pero insignificante, un animal. Desde entonces, se da forma de gusano a todos los gobernantes de los
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. Pero no existe el Tercer Pueblo. Con una excepción: yo. Conforme vaya conociendo más secretos de los Maestros Cambiadores, crearé el Tercer Pueblo, y sus miembros no serán como el Gusadulto.

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