Read Islas en la Red Online

Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red

BOOK: Islas en la Red
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Laura y David Websters son dos yuppies del siglo XXI, cuyas ansias de progresar están tamizadas por su lealtad a la empresa a la que pertenecen, Rizome, que como todos los grandes imperios comerciales que dominan el mundo, se ha convertido en un benévolo patriarcado a la japonesa, familiar y protector hacia sus empleados.

El término de la guerra fría y la abolición de los arsenales nucleares ha alejado definitivamente de la Tierra la amenaza apocalíptica de un holocausto global; pero la omnipresencia de la informática y la instantaneidad de las comunicaciones a través de la Red global han visto la eclosión de otro fenómeno: los piratas de datos, instalados en paraísos como la isla de Granada o Singapur, que dominan por completo el mundo de la información.

Y así, tras una reunión secreta en el Albergue de Laura y David de los tres grupos más importantes de piratas de datos en un intento de conciliación proporcionado por Rizome, y el asesinato de uno de ellos, Laura y Davod se verán lanzados a una epopeya que los llevará primero a la isla de Granada, luego al Sudeste de Asia y finalmente a África, en busca de un medio de evitar que la información global se convierta no en un medio hacia una mayor libertad, sino en otra arma mortal

Bruce Sterling

Islas en la Red

ePUB v1.0

Alias
25.08.12

Título original:
Islands in the Net

Bruce Sterling, 1988.

Traducción: Domingo Santos

Ilustraciones: Desconocido

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

1

El mar se extendía rielante y tranquilo, una extensión verde arcillosa de cálido lodo. Los botes langostineros pescaban a la rastra en el horizonte.

Los pilotes se alzaban arracimados, como dedos ennegrecidos, a unos metros mar adentro en la suave resaca. Las casas de la playa de Galveston se habían acurrucado sobre estos zancos embreados. Los percebes se arracimaban ahora allí, las gaviotas trazaban círculos y chillaban. Este tranquilo golfo de México era un gran alimentador de huracanes.

Laura consultó la hora y la distancia con una rápida mirada hacia abajo. Los indicadores verdes destellaban en las puntas de sus zapatos, parpadeando con cada zancada, contando el metraje. Laura aceleró el paso. Las sombras matutinas cruzaban estroboscópicamente su cuerpo mientras corría.

Pasó el último de los pilotes y divisó su casa, a lo lejos en la playa. Sonrió mientras la fatiga se evaporaba en un arder de energía.

Todo parecía valer la pena. Recobró nuevo aliento y tuvo la sensación de que podía correr eternamente, notó una promesa de indestructible confianza burbujear desde lo más profundo de su médula. Corrió con una facilidad animal, como un antílope.

La playa saltó hacia arriba y la abofeteó.

Por un momento Laura permaneció tendida, desconcertada. Alzó la cabeza, luego recuperó el aliento y gruñó. Tenía la mejilla sucia de arena, los codos entumecidos por el impacto de la caída. Sus brazos temblaron cuando se alzó de rodillas. Miró a sus espaldas.

Algo se había enredado en su pie. Un trozo de negro y semimondado cable eléctrico. Arrojado a la playa junto con otros restos por el huracán, enterrado en la arena. El cable se había enrollado en su tobillo izquierdo y la había arrojado al suelo tan limpiamente como un lazo.

Se dio la vuelta y se sentó, con la respiración entrecortada, y con una sacudida del pie separó el suelto cable de su zapatilla. La piel segada encima del calzado apenas empezaba a sangrar, y la primera y fría impresión cedió paso a un ardiente escozor.

Se levantó y arrojó a un lado la tambaleante debilidad; se sacudió la arena de su mejilla y brazos. La arena había rayado la pantalla de plástico de su relófono. La correa en su muñeca estaba llena de granos de arena.

—Estupendo —dijo Laura. Una retardada oleada de rabia barrió sus fuerzas. Se inclinó y tiró fuertemente del cable. Un metro de arena húmeda se alzó ante ella.

Miró a su alrededor, en busca de un palo o algún trozo de madera con el que cavar. La playa, como de costumbre, estaba llamativamente limpia. Pero Laura se negó a que aquella sucia trampa pudiera hacer caer a algún turista. No podía permitirlo…, no en su playa. Se arrodilló testarudamente y cavó con las manos.

Siguió el raído cable hasta quince centímetros de profundidad, hasta la descascarillada esquina de un electrodoméstico. Su madera plástica de imitación se desmoronó granulosa bajo los dedos de Laura, como una vieja loseta de linóleo. Pateó varias veces el muerto aparato para soltarlo de su prisión. Luego, gruñendo y tirando, lo extrajo de su húmeda cavidad de arena. Cedió reacio, como un diente podrido.

Era una videograbadora a casetes. Veinte años de arena, agua y sal la habían convertido en una sólida masa de corrosión. Una densa masa de arena y conchas rotas fluyó del vacío depósito de la casete.

Era un modelo antiguo. Pesado y de torpe manejo. Cojeando, Laura lo arrastró tras ella por su cordón. Miró playa arriba en busca del cubo de la basura.

Lo descubrió haraganeando cerca de un par de pescadores que, con botas altas hasta los muslos, permanecían metidos en las suaves olas. Llamó:

—¡Cubo de la basura!

El cubo giró sobre sus anchas orugas de caucho y rodó hacia la voz. Husmeó la playa durante su avance, cartografiando su camino con estallidos de infrasonido. Descubrió a Laura y se detuvo, rechinante, a su lado.

Laura alzó la muerta videograbadora y la dejó caer en el barril abierto con un fuerte sonido resonante.

—Gracias por mantener limpias nuestras playas —entonó el cubo de la basura—. Galveston aprecia a los buenos ciudadanos. ¿Quiere registrar su nombre para su recompensa en efectivo?

—Deja esto para los turistas —murmuró Laura. Echó a andar hacia su casa, masajeándose el tobillo.

Su casa se alzaba por encima de la línea de la marea alta sobre veinte puntales color arena.

El Albergue era un liso semicilindro de densa arena conglomerada, más o menos del color y la forma de una hogaza de pan un poco quemada. Una torre redonda de dos pisos se alzaba en su centro. Enormes arcos de cemento la mantenían a cuatro metros por encima de la playa.

Un amplio pabellón a franjas rojas y blancas proporcionaba sombra a las paredes del Albergue. Bajo el pabellón, una amplia pasarela de madera blanqueada por el sol rodeaba el edificio. Detrás de la barandilla de la pasarela, la luz del sol matutino brillaba en las puertas de cristal de media docena de habitaciones para huéspedes, que miraban al este, hacia el mar.

Un trío de chicos que se alojaban allí en aquellos momentos estaban ya fuera en la playa. Sus padres eran de una de las firmas Rizome canadienses, y estaban todos de vacaciones por cuenta de la compañía. Los chicos llevaban trajes de marinero azul marino y sombreros Fauntleroy del siglo XIX con cintas colgando. Las ropas eran un recuerdo del distrito histórico de Galveston.

El chico mayor, de diez años, corrió directamente hacia Laura, sujetando sobre su cabeza un largo palo de madera. Tras él, una cometa eoloesculpida saltó de brazos de los otros, liberando ala tras ala pintadas en azules y verdes pastel. Una vez libre, cada aerodeslizador aleteó y cobró forma, atrapó el viento, y echó a volar por sí mismo. El chico de diez años frenó su marcha y se volvió, luchando contra el tirón. La larga cometa onduló como una serpiente, con movimientos misteriosamente sinuosos. Los chicos gritaron con alegría.

Laura alzó la vista hacia el piso superior de la torre del Albergue. Las banderas de Texas y del Grupo de Industrias Rizome ascendieron por el asta de la torre. El viejo señor Rodríguez las saludó brevemente con la mano, luego desapareció detrás del plato del satélite. El viejo estaba haciendo los honores como de costumbre, iniciando un nuevo día.

Laura subió cojeando las escaleras de madera hasta la pasarela. Empujó las pesadas puertas del vestíbulo delantero. Dentro, las recias paredes del Albergue todavía conservaban la frialdad de la noche. Y el alegre olor de la cocina tex-mex: pimientos, harina de maíz y queso.

La señora Rodríguez no estaba todavía en el mostrador de recepción…, solía levantarse tarde, no era tan activa como su esposo. Laura cruzó el vacío comedor y subió la escalera de la torre.

La trampilla de la torre se abrió cuando se acercó a ella. Emergió a través del piso inferior de la torre a una sala de conferencias circular alineada con moderno equipo de oficina y acolchados sillones giratorios. Tras ella, la trampilla se cerró obedientemente.

David, su esposo, se hallaba echado en un diván de mimbre, con la niña pequeña sobre su pecho. Ambos estaban profundamente dormidos. Una de las manos de David descansaba cómodamente sobre la espalda del pijama de la pequeña Loretta.

La luz de la mañana penetraba a través de las gruesas ventanas redondas de la torre y cruzaba la estancia con sus inclinados rayos. Proporcionaba un extraño resplandor renacentista a sus rostros. La cabeza de David estaba apoyada en un almohadón, y su perfil, siempre sorprendente, parecía el de una moneda de los Médicis. El relajado y pacífico rostro de la niña, con su piel como damasco, era perturbadoramente fresco y limpio. Como si hubiera caído al mundo procedente de un envoltorio de celofán.

David había pateado un cobertor de lana hasta convertirlo en una pelota a los pies del diván. Laura lo extendió cuidadosamente sobre sus piernas y la espalda de la niña.

Tomó una silla y se sentó a su lado y estiró las piernas. Una oleada de placentera fatiga la inundó. La saboreó durante un rato, luego dio un suave golpe al desnudo hombro de David.

—Buenos días.

Él se agitó. Se sentó, sujetando a Loretta, que dormía con la omnipotencia propia de los niños pequeños.

—Ahora duerme —dijo—. Pero no a las tres de la madrugada. La medianoche del alma humana.

—La próxima vez me levantaré yo —dijo Laura—. De veras.

—Demonios, deberíamos ponerla en la habitación con tu madre. —David se apartó el largo pelo negro de sus ojos, luego bostezó ante sus nudillos—. Anoche soñé que veía a mi Personalidad Óptima.

—Oh —dijo Laura, sorprendida—. ¿Y qué aspecto tenía?

—No lo sé. Más o menos el que esperaba, por lo que leí sobre ella. Flotante y brumosa y cósmica. Yo me encontraba de pie en la playa. Desnudo, creo. El sol estaba saliendo. Era algo hipnótico. Noté esa enorme sensación de exaltación total. Como si hubiera descubierto algún elemento puro del alma.

Laura frunció el ceño.

—Supongo que no creerás de veras en esas tonterías.

Él se encogió de hombros.,

—No. Ver tu PO… es una moda. Como la gente que acostumbraba ver OVNIs, ¿recuerdas? Hay un tipo en Oregón que dice que ha tenido un encuentro con su arquetipo personal. Muy pronto, todo el mundo y hasta su hermano estará teniendo visiones. Histeria de masas, inconsciente colectivo o algo así. Estúpido. Pero moderno al menos. Es muy propio del nuevo milenio. —Pareció oscuramente complacido.

—Son estupideces místicas —dijo Laura—. Si era realmente tu Yo Optimo, deberías haber estado construyendo algo, ¿no? No vagabundeando en busca del Nirvana.

David pareció avergonzado.

—Sólo fue un sueño. ¿Recuerdas ese documental del último viernes? ¿El tipo que vio su PO caminando por la calle, llevando sus ropas, utilizando su tarjeta de crédito? Todavía me queda mucho camino por recorrer. —Miró su tobillo y se sobresaltó—. ¿Qué te has hecho en la pierna?

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