Cullen se sentó en el diván. Parecía no poder dejar de sonreír. Medio regocijo, medio crispado miedo nervioso. Ella nunca le había visto sonreír tanto. Aquella crisis estaba sacando a la superficie todo lo extraño que tenía la gente en su interior.
—Una elección perfecta —dijo Cullen—. Lo bastante grande como para demostrar que uno habla en serio…, lo bastante pequeña como para demostrar que se ha
contenido.
En estos momentos están evacuando Nagasaki.
—Dios mío, Cullen.
—Oh —dijo él—, llámeme Charlie. ¿Tiene algo de beber?
—¿Eh? Oh, sí, seguro. Es una buena idea. —Hizo venir el gabinete de los licores.
—¡Tiene usted Drambuie! —exclamó Cullen, mirando. Tomó un par de vasos de licor—. Tomemos una copa. —Lo sirvió, derramó una pegajosa mancha sobre la mesita de café—. ¡Ops!
—Dios, pobre Japón. —Laura bebió un sorbo. No podía impedir el expresar sus pensamientos—. Supongo que eso significa que pueden alcanzarnos
a nosotros.
—No van a alcanzar a nadie —dijo él, bebiendo un largo trago—. Todo el mundo está tras ellos. Detectores de sonido, sonar, todo lo que pueda flotar. Infiernos, enviaron todas las Fuerzas Aéreas de Singapur a rastrear el mar de la China Oriental. Captaron la bomba apenas salió en el radar de un aeropuerto, obtuvieron la trayectoria… —Sus ojos brillaron—. Ese submarino va a morir. Puedo sentirlo.
Ella volvió a llenar los vasos.
—Lo siento, no queda mucho.
—¿Qué otra cosa tenemos?
—Uh… —Hizo una mueca—. Un poco de vino de ciruela. Y bastante sake.
—Suena estupendo —dijo él, sin pensar. Estaba contemplando la televisión—. No podemos enviar a por licor. Es tranquilo aquí en este lugar…, pero créame, resulta muy extraño ahí fuera en esos pasillos.
—También tengo algunos cigarrillos —confesó ella.
—¡Cigarrillos! Huau, no creo haber fumado una de esas cosas desde que era niño.
Ella sacó los cigarrillos de la parte de atrás del gabinete de los licores y trajo su antiguo cenicero.
Él apartó la vista del televisor…, la imagen había cambiado a una declaración pública del primer ministro japonés. Un testaferro sin la menor importancia.
—Lo siento —dijo—. No pretendía irrumpir así en este lugar. Estaba en su edificio antes de oír la noticia y… En realidad, simplemente estaba deseando que pudiéramos…, ya sabe…, charlar un poco.
—Bien, charlemos. Porque, de otro modo, creo que voy a sufrir un ataque. —Se estremeció—. Me alegra que esté usted aquí, Charlie. No me gustaría tener que ver esto sola.
—Sí…, a mí tampoco. Gracias por decir eso.
—Supongo que usted preferiría más estar con Doris.
—¿Doris?
—Así
se llama su esposa, ¿no? ¿Acaso lo olvidé?
Él alzó las cejas.
—Laura, Doris y yo llevamos separados desde hace ya dos meses. Si aún siguiéramos juntos la habría traído conmigo. —Miró el televisor—. Apáguelo —dijo de pronto—. Sólo puedo soportar una crisis a la vez.
—Pero…
—Que lo jodan, sólo es
gesellschaft.
Está fuera de nuestras manos.
Ella apagó el aparato. De pronto pudo sentir la ausencia de la Red como si le hubieran arrancado un trozo de su cerebro.
—Tranquilícese —dijo él—. Inspire profundamente un poco. Los cigarrillos son malos para nosotros, de todos modos.
—No sabía lo de Doris. Lo siento.
—Es el cambio de rango —dijo él—. Las cosas fueron bien mientras fui presidente ejecutivo, pero no supo soportar el Retiro. Quiero decir, ella sabía que iba a venir, es la costumbre, pero…
Ella contempló su mono de dril. Estaba desgastado en las rodillas.
—Creo que llevan este ritual del cambio de rango un poco demasiado lejos… ¿Qué es lo que hace ahora, principalmente?
—Oh, estoy en el asilo de viejos. Cambio sábanas…, cuento recuerdos…, a veces recojo un poco de heno. No está mal. Son cosas que te ofrecen una mayor perspectiva.
—Es una actitud muy correcta, Charlie.
—Lo digo en serio —murmuró él—. Esta crisis de la Bomba ha obsesionado totalmente a la gente en estos momentos, pero la visión a largo plazo aún está aquí, si uno puede echarse lo suficientemente hacia atrás como para poder mirarla. Granada y Singapur…, tenían ideas locas, temerarias, pero, si somos listos, y muy cuidadosos, podríamos usar sensatamente ese tipo de potencial radical. Hay un mundo de heridos que hay que restablecer primero…, quizá muchos más si esos bastardos nos bombardean…, pero algún día…
—¿Algún día qué? —dijo Laura.
—No sé realmente cómo llamarlo… Alguna especie de genuina, básica mejora de la condición humana.
—Yo podría hacer buen uso de algo de eso —dijo Laura. Le sonrió. Le gustó el sonido de ello. Le gustó él, por haber suscitado el largo plazo, en medio mismo del infierno desencadenado. El mejor momento para ello, realmente—. Me gusta —dijo—. Suena como un trabajo interesante. Podríamos hablar de ello. Trabajarlo un poco.
—A mí también me gusta —dijo él—. Cuando esté de vuelta en la corriente de las cosas. —Parecía azarado—. No me importa estar fuera por un tiempo. No lo manejé bien. El poder, quiero decir… Usted debería saberlo, Laura. Mejor que nadie.
—Lo hizo usted muy bien…, todo el mundo lo dice. No es usted responsable de lo que me ocurrió a mí. Me metí en ello con los ojos abiertos.
—Jesús, es realmente bueno oírle decir eso. —Miró al suelo—. Temía este encuentro… Quiero decir, usted fue muy agradable las pocas veces que nos encontramos, pero no sabía cómo enfrentarme a ello.
—¡Bueno, es nuestro trabajo! Es lo que hacemos, y lo que somos.
—Realmente cree usted en eso, ¿verdad? En la comunidad.
—Tengo que hacerlo. Es todo lo que me ha quedado.
—Sí —dijo él—. A mí también. —Sonrió—. No puede ser una cosa tan mala. Quiero decir, los dos estamos en ello. Aquí estamos. Solidaridad, Laura.
—Solidaridad. —Hicieron tintinear sus vasos, y bebieron el resto del Drambuie.
—Es bueno —dijo él. Miró a su alrededor—. Es un bonito lugar.
—Sí… Mantienen alejados a los periodistas… Tiene una hermosa terraza también. ¿Le gustan las alturas?
—Sí. ¿Qué es esto, un piso cuarenta? Siempre he sido incapaz de individualizar esos alojamientos de Atlanta. —Se puso en pie—. Me vendrá bien un poco de aire.
—De acuerdo. —Laura se dirigió hacia la terraza; las dobles puertas se abrieron cuando se acercó. Salieron y miraron hacia abajo, a la distante calle.
—Impresionante —dijo él. Al otro lado de la calle podía verse otro rascacielos, piso tras piso, con las cortinas abiertas aquí y allá, el brillo de los televisores con las noticias. La terraza de encima de ellos estaba abierta, y podían oír el murmullo. El tono ascendió.
—Es bueno estar aquí —dijo él—. Recordaré este momento. Dónde estuve, lo que hice. Demonios, todo el mundo lo hará. Dentro de muchos años. Por el resto de nuestras vidas.
—Creo que tiene razón. Sé que la tiene.
—Esto tiene que ser absolutamente lo peor de todo, o el final definitivo de algo.
—Sí… Hubiera debido traer la botella de sake. —Se inclinó sobre la barandilla—. No me culpará por ello, ¿verdad, Charlie? Si es absolutamente lo peor de todo. Porque yo tuve mi parte en ello. Yo lo hice.
—Nunca se me ocurrió pensarlo.
—Quiero decir, sólo soy una persona, pero hice todo lo que una persona puede hacer.
—No se puede pedir más que eso.
Hubo un grito bestial más arriba. Alegría, rabia, dolor, era difícil de decir.
—Ya está —dijo él.
La gente estaba saliendo a la calle. Saltaban fuera de los transportes. Corrían. Corrían los unos hacia los otros. Distantes motas brincantes de anonimía: la multitud.
Los cláxones sonaban. La gente se abrazaba. Los desconocidos se besaban. Una multitud arrojándose en brazos los unos de los otros. Empezaron a abrirse ventanas sobre la calle.
—Los atraparon —dijo él.
Laura bajó la vista a la calle.
—Todo el mundo es tan feliz —dijo.
Él tuvo el buen sentido de no decir nada. Simplemente le cogió la mano.