Read Islas en la Red Online

Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (58 page)

BOOK: Islas en la Red
13.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Laura habló con los administradores azanianos en una de sus largas chozas prefabricadas. Los estantes de las paredes estaban llenos de comida enlatada, equipo médico, repuestos de todo tipo. El recio aislamiento de las redondeadas paredes y techo amortiguaban el rugir de los acondicionadores de aire.

Un empleado del campo con una chaqueta blanca y las mejillas tatuadas con cicatrices tribales hizo el recorrido entre ellos con heladas botellas de burbujeante refresco de naranja.

Laura les había ofrecido solamente la más esquemática versión de los acontecimientos, pero los azanianos estaban inquietos y confusos, y no parecían esperar mucho de una aparición del desierto como ella. El director del campo era un robusto azaniano negro que fumaba en pipa llamado Edmund Mbaqane. Mbaqane estaba intentando valientemente ofrecer la apariencia de un burócrata que se hallaba más allá de ser impresionado por nada y por encima de todas las cosas.

—Nos sentimos muy agradecidos, señora Webster…, discúlpeme si al principio parecí un poco brusco. Oír otra historia de ese régimen genocida de Bamako…, hace que a uno le hierva la sangre.

La sangre de Mbaqane no había hervido demasiado vigorosamente…, de hecho, la de nadie. Eran civiles a miles de kilómetros de casa, y se hallaban expuestos, y estaban nerviosos. Se alegraban de que les hubiera sido devuelto uno de sus rehenes —un miembro de su propio equipo—, pero esto no se había producido a través de los canales gubernamentales, y se preguntaban claramente qué significaba.

El Cuerpo de Acción Civil Azaniana parecía haber sido formado a fin de conseguir una corrección política multirracial. Había un par de ayudantes negros («de color»). Poco antes, brevemente, Laura había conocido a una mujer bajita de hombros caídos con trenzas y zapatillas, la doctora Chandrasekhar…, pero ahora estaba en la clínica, atendiendo a Katje. Laura supuso que la pequeña doctora Chandrasekhar era la vida y el alma del lugar…, era la que hablaba más rápido y parecía más agotada.

También había un afrikáner llamado Barnaard, que parecía ser algún tipo de diplomático o enlace. Tenía el pelo castaño, pero su piel era de un brillante negro artificial. Barnaard parecía captar mucho mejor la situación que los otros, y éste era seguramente el motivo por el que su aliento olía a whisky y permanecía cerca del capitán de los paracaidistas. El capitán era un zulú, un tipo recio y bravucón que tenía el aspecto de ser invencible en una pelea de bar.

Todos estaban mortalmente asustados. Por cuyo motivo no dejaban de tranquilizarla a ella.

—Puede descansar tranquila, señora Webster —le dijo el director—. ¡El régimen de Bamako no intentará más aventuras! No harán ninguna otra incursión sobre este campo. No mientras el portaaviones azaniano
Oom Paul
esté patrullando el golfo de Guinea.

—Es un buen barco —dijo el capitán de paracaidistas. Barnaard asintió y encendió un cigarrillo. Fumaba cigarrillos chinos sin filtro «Panda».

—Tras el incidente de ayer, Níger protestó acerca de la violación de su espacio aéreo en los términos más fuertes posibles. Y Níger es un signatario de Viena. Estamos esperando personal de Viena aquí, en este mismo campo, mañana por la mañana. Sea cual fuere su disputa con nosotros, no creo que Bamako se atreva a ofender a Viena.

Laura se preguntó si Barnaard creía realmente en lo que decía. Los aislacionistas azanianos parecían tener más fe en Viena que en la gente que estaba más al tanto de las cosas.

—¿Tiene usted aquí algo de este aceite bronceador? —preguntó de pronto.

El hombre pareció un tanto ofendido. —Lo siento.

—Deseaba ver la etiqueta… ¿Sabe usted quién lo fabrica?

El rostro del hombre se iluminó. —Por supuesto. Una empresa brasileña. No-sé-qué-Unitika.

—Rizome-Unitika.

—Oh, vaya, así que es una de sus empresas, ¿eh? —Barnaard le dedicó una inclinación de cabeza, como si aquello explicara muchas cosas—. ¡Bueno, no tengo nada en contra de las multinacionales! En cualquier momento puede que deseen ustedes volver a invertir aquí…, con la adecuada supervisión, por supuesto…

Una impresora empezó a tabletear. Noticias de casa. Todos fueron para allá. El director Mbaqane se acercó a Laura.

—No estoy seguro de comprender el papel de ese periodista norteamericano que usted mencionó.

—Estaba con los tuaregs.

El director intentó no parecer confuso.

—Sí, tenemos aquí algunos que se hacen llamar tuaregs, o más bien kel tamashek… Supongo que lo que desea es asegurarse de que son tratados de una forma equitativa y justa.

—Más bien se trata de un interés cultural —dijo Laura—. Mencionó algo acerca de desear hablar con ellos.

—¿Cultural? Oh, se están adaptando perfectamente… Quizá podría enviar una representación de viejos de las tribus…, permitirle que su mente descansara un poco. Ofrecemos gustosamente refugio a cualquier grupo étnico necesitado…, bambara, marka, songhai… Tenemos incluso un amplio contingente de sarakolé, que ni siquiera son nacionalistas nigerianos.

Pareció esperar una respuesta. Laura dio un sorbo a su refresco de naranja y asintió con la cabeza. Barnaard regresó junto a ellos; había evaluado rápidamente el mensaje como algo carente de importancia.

—Oh, no. No otro periodista, no ahora.

El director le hizo callar con una mirada.

—Como puede usted ver, señora Webster, en estos momentos estamos más bien atareados…, pero si usted
exige
ver todo esto, estoy seguro de que el señor Barnaard se sentirá más que feliz de, hum, explicarle nuestra política a la prensa internacional.

—Es usted muy considerado —dijo Laura—. Desgraciadamente, yo misma tengo que realizar una entrevista.

—Bueno, puedo entender eso…, tiene que ser toda una historia. Rehenes, liberados de la célebre prisión de Bamako. —Agitó comprensivamente su pipa—. Seguro que será algo que estará en boca de toda Azania. Uno de los nuestros, devuelto tras su encarcelamiento. Vaya impulso para nuestra moral…, en especial en medio de esta crisis. —El director estaba hablando a través de ella en beneficio de su propia gente. Y estaba funcionando…, los estaba animando. Laura se sintió mejor al respecto.

El hombre prosiguió:

—Sé que usted y la doctora Selous deben sentirse, se sienten…, muy unidas. ¡El sagrado vínculo entre aquellos que han luchado juntos por la libertad! Pero no necesita preocuparse, señora Webster. ¡Nuestras plegarias están con Katje Selous! ¡Estoy seguro de que ella logrará salir de esto!

—Espero que sí. Cuiden bien de ella. Es muy valiente.

—¡Una heroína nacional! Por supuesto que lo haremos. Y, si hay algo que podamos hacer por usted…

—Bueno, quizás una ducha.

Mbaqane se echó a reír.

—Dios de los cielos. Por supuesto, querida. Y ropas… Sara es más o menos de su talla…

—Conservaré esta, hum, chilaba. —Eso pareció desconcertar al hombre—. Es una mejor imagen para la cámara.

—Oh, entiendo… Sí.

Gresham estaba efectuando unas tomas en el extremo del campo. Laura lo rodeó, procurando permanecer fuera del radio de la cámara.

Se sintió impresionada por la apostura de su rostro. Se había afeitado y puesto maquillaje vídeo completo: línea de ojos, lápiz de labios, polvos. Su voz había cambiado: era meliflua, con cada palabra pronunciada con una gran precisión.

—…la imagen de un desolado páramo. Pero el Sahel fue en su tiempo el hogar de los más fuertes y prósperos estados negros africanos. El imperio Songai, los imperios de Malí y Ghana, la ciudad santa de Tombuctú, con sus eruditos y bibliotecas. Para el mundo musulmán, el Sahel era sinónimo de sorprendente riqueza, con oro, marfil, cosechas de todas clases. Enormes caravanas cruzaban el Sáhara, flotas de canoas llenas de tesoros viajaban por el río Níger…

Caminó más allá de él. El resto de su caravana había llegado, y los tuaregs habían establecido un campamento. No los asentamientos provisionales bajo los que se metían cuando estaban en incursión, sino seis grandes refugios de recio aspecto. Eran domos prefabricados, cubiertos con tela de camuflaje del desierto. Dentro estaban reforzados con un costillar metálico unido por un entramado también metálico.

De la parte de atrás de sus esqueléticos vehículos del desierto, los encapuchados nómadas desenrollaron largas tiras de lo que a primera vista parecían ser orugas de tanque. A la dura luz del atardecer relucían con negro silicio. Eran largas hileras de células solares.

Conectaron los cubos de las ruedas de los buggies a largos cables que brotaban de las tiras de células. Se movían con una fluida rapidez; era como si estuvieran dando de beber a sus camellos. Charlaban en voz baja en tamashek.

Mientras un grupo recargaba sus buggies, los otros extendían esterillas a la sombra de uno de los domos. Empezaron a preparar té con un calentador eléctrico. Laura se unió a ellos. Parecieron ligeramente azarados por su presencia, pero la aceptaron como una interesante anomalía. Uno de ellos extrajo un tubo de proteína de un viejo paquete de cuero y lo rompió sobre su rodilla. Le ofreció a Laura un húmedo puñado, con una inclinación de cabeza. Ella la rascó de las puntas de sus largos dedos y la comió, dándole las gracias.

Gresham llegó con su cámara. Se estaba secando con cuidado su empolvado rostro con un trapo aceitado.

—¿Cómo fue en el campo?

—No estaba segura de que me dejaran volver a salir.

—No funcionan de ese modo —dijo Gresham— Es el desierto lo que encierra a la gente ahí dentro… —Se sentó al lado de ella—. ¿Les habló de la Bomba?

Ella negó con la cabeza.

—Deseaba hacerlo, pero simplemente no pude. Están ya tan alterados, y hay comandos armados… Pero Katje se lo dirá, si se recupera. Es todo tan confuso…,
yo me siento
tan confusa. Temí que se dejaran ganar por el pánico y me encerraran. Y a usted también.

El pensamiento pareció divertir a Gresham.

—¿Qué? ¿Salir y liarse con nosotros? No lo creo. —Dio unas palmadas a la cámara—. Tuve una charla con ese capitán paracaidista cuando salió a echarnos una mirada… Sé cómo piensa. Táctica afrikáner clásica: disponer sus carros cubiertos en un círculo, todos los hombres a las murallas, preparados para repeler a los zulúes. Por supuesto, él es zulú, pero ha leído el libro de instrucciones… Mantén un campo lleno de refugiados salvajes lleno de niños para mantener la calma y la paz… Nos considera amigos, sin embargo. Por ahora.

—Viena también viene.

—Cristo. —Gresham pensó en ello—. ¿Una pequeña Viena, o un montón de Viena?

—No lo dijeron. Supongo que depende de lo que Viena desee. Me ofrecieron un poco de canto y baile acerca de las protestas del gobierno de Níger.

—Bueno, Níger no es una gran ayuda, tanques soviéticos con ochenta años de antigüedad y un ejército que provoca tumultos e incendios Niamey abajo año sí y año también… Si hay un montón de Viena, eso puede significar problemas. Pero no enviarán un montón de Viena a un campo de refugiados. Si Viena estuviera moviendo fuerzas contra Malí, simplemente atacarían Bamako.

—Puede que ni siquiera hagan eso. Tienen demasiado miedo a la Bomba.

—No sé. El temor hace malos soldados, pero tomaron Granada hace seis meses, y era una nuez difícil de partir.

—¿Que hicieron
qué?
¿Invadieron Granada?

—Barrieron sus agujeros de ratones…, con una táctica estúpida, sin embargo: un ataque frontal, torpe… Perdieron casi mil doscientos hombres. —Alzó las cejas al ver la expresión de shock de ella—. Usted ha
estado
en Granada, Laura…, creí que lo sabía. El ELAT hubiera debido decírselo…, era un triunfo tan grande para su maldita política.

—Nunca me lo dijeron. Nunca me dijeron una palabra.

—El culto al secreto —murmuró él—. Viven según sus dictados. —Hizo una pausa y miró hacia el campo—. Oh, bueno. Nos han enviado algunos de sus tamashek dóciles.

Gresham se retiró al interior del domo, haciendo un gesto a Laura de que le siguiera. Media docena de residentes del campo llegaron fuera y agitaron reluctantes los pies.

Eran todos viejos. Llevaban camisetas y gorras de béisbol de papel y sandalias de caucho chinas y raídos pantalones de poliéster.

Los tuaregs inadin les dieron la bienvenida con una lánguida educación ritual. Gresham tradujo para ella. ¿El señor está bien? Sí, muy bien, ¿y usted? Yo y los míos estamos bien, gracias. Y la gente del señor, ¿también están bien? Sí, muy bien. Gracias sean dadas a Dios, entonces. Sí, gracias sean dadas a Dios, señor.

Uno de los inadin alzó la tetera y empezó a servir el té con un largo chorro ceremonial. Todo el mundo tuvo té. Luego pusieron a hervir más, depositando un poco de azúcar sin refinar sobre una tetera ya medio llena de hojas. Hablaron durante algún tiempo acerca del té, educadamente sentados, ahuyentando sin irritación las moscas que giraban a su alrededor. El calor más virulento del día había cedido.

Gresham tradujo para ella…, extraños fragmentos de solemne charla. Permanecieron en la parte de atrás de la tienda, fuera del círculo. El tiempo pasó lentamente, pero ella se sintió feliz de estar sentada al lado de él, dejando su mente vacía.

Luego, uno de los inadin extrajo una flauta. Un segundo halló un intrincado xilófono de madera y tripa, atado con cuero. Lo pulsó experimentalmente, tensó una cuerda, mientras un tercero rebuscaba entre sus ropas. Extrajo una tira de cuero…, en cuyo extremo había un sintetizador de bolsillo.

El hombre con la flauta abrió su lamento; su rostro inexpresivo estaba manchado de azul con tinte índigo empapado de sudor. Hizo sonar una temblorosa nota en la flauta, y los demás arrancaron.

El ritmo fue estableciéndose, con resonantes notas del zumbante xilófono, el trinar de la flauta y el extraño y espectral bajo del sintetizador.

Los otros puntuaron la música con palmadas y repentinos y penetrantes gritos desde detrás de sus velos. De pronto, uno empezó a cantar en tamashek.

—Canta acerca de su sintetizador —murmuró Gresham.

—¿Qué dice?

Adoro humildemente los actos del Más Alto,

que ha proporcionado al sintetizador lo que es mejor que un alma.

De tal modo que, cuando toca, los hombres guardan silencio,

y sus manos cubren sus velos para ocultar sus emociones.

Los problemas de la vida me empujan a la tumba,

pero gracias al sintetizador,

Dios me ha devuelto mi vida.

BOOK: Islas en la Red
13.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mr. S by George Jacobs
Kissed by Starlight by Cynthia Bailey Pratt
Red Moon by Elizabeth Kelly
Wormhole Pirates on Orbis by P. J. Haarsma
the Daybreakers (1960) by L'amour, Louis - Sackett's 06
Forbidden by Eve Bunting
Decay: A Zombie Story by Dumas, Joseph
Winter 2007 by Subterranean Press