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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (54 page)

BOOK: Islas en la Red
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Luchó por recuperar el hilo.

—Me mantuvieron aislada porque decían que yo poseía secretos atómicos.

Selous se sentó envarada, sorprendida.

—¿Ha visto usted una Bomba?

—¿Qué?

—Hay rumores de un lugar de pruebas en el desierto malí. Donde el ELAT intentó construir una Bomba.

—La primera noticia que tengo de ello —dijo Laura—. Sin embargo, vi su submarino. Dijeron que llevaba a bordo ojivas nucleares. El submarino tenía algunos misiles. Eso lo sé, porque alcanzaron y hundieron el barco donde yo iba.

—¿Exocets? —dijo gravemente Selous.

—Sí; eso es, exacto.

—Pero puede que tuvieran otros misiles de mayor radio de acción, ¿no? ¿Lo suficientemente mayor como para alcanzar Pretoria?

—Supongo que sí. Pero eso no prueba que fueran bombas nucleares.

—Pero, si nos llevan a este lugar de pruebas y descubrimos un enorme cráter de arena vitrificada, eso probará algo, ¿no?

Laura no dijo nada.

—Esto encaja con algo que el alcaide me dijo en una ocasión —murmuró Selous—. Que en realidad no me necesitaban como rehén…, que todas nuestras ciudades serían rehenes, si tan sólo supiéramos.

—Dios, ¿por qué habla así la gente? —exclamó Laura—. Granada, Singapur… —Todo aquello la hacía sentir terriblemente cansada.

—¿Sabe lo que pienso, Laura? Creo que nos llevan a su lugar de pruebas. Para emitir un comunicado. Yo, porque soy azaniana, y nosotros los azanianos somos la gente a la que necesitan para impresionar en este momento. Usted, porque ha visto su nave armada. Su sistema de lanzamiento.

—Supongo que es posible. —Laura pensó en ello—. Pero, ¿y luego? ¿Nos liberarán?

Los verdosos ojos de Selous se volvieron remotos y distantes.

—Yo soy un rehén. No dejarán que Azania les ataque sin pagar un precio.

Laura no pudo aceptar aquello.

—Eso no es un precio muy elevado, ¿no cree? ¿Matar a dos prisioneras indefensas?

—Probablemente nos matarán delante de las cámaras. Y enviarán la cinta a la Información Militar de Azania —dijo Selous.

—Pero ustedes en Azania lo comunicarán a todo el mundo, ¿no?

—Hemos estado divulgando la existencia del ELAT a todo el mundo desde un principio —bufó Selous—. Nadie nos hubiera creído ni siquiera aunque hubiéramos dicho que Malí tenía la bomba. Nadie cree lo que decimos. Se limitan a burlarse de nosotros y a llamarnos un «estado imperialista agresivo».

—Oh. —Laura se encerró en sí misma.

—Somos
un imperio —dijo Selous firmemente—. El presidente Umtali es un gran guerrero. Todos los zulúes son grandes guerreros.

Laura asintió.

—Sí, nosotros los estadounidenses, hum, también tuvimos un presidente negro.

—Oh, ese tipo de ustedes no hizo absolutamente nada —exclamó Selous—. Ustedes los yanquis ni siquiera
tienen
un auténtico gobierno…, sólo cárteles capitalistas, ¿eh? Pero el presidente Umtali luchó en nuestra guerra civil. Trajo el orden donde no había más que salvajismo. Un brillante general. Un auténtico hombre de estado.

—Me alegra oír que la cosa funciona —dijo Laura.

—¡La gente negra de Azania son los negros más espléndidos de todo el mundo!

Estaban sentadas allí, sudando. Laura no podía dejar pasar aquello.

—Mire, yo no soy una gran nacionalista yanqui, pero, ¿qué hay acerca de…, ya sabe…, el jazz, el blues, Martin Luther King?

Selous se agitó en su banco.

—Martin King. Eso fue una simple fiesta, comparado con nuestro Nelson Mandela.

—Sí, pero…

—Su gente negra yanqui no son auténticos negros, ¿no cree? En realidad, sólo son gente de color. Parecen europeos.

—Espere un momento…

—Usted nunca ha visto a
mi
gente negra, pero yo sí he visto a la suya. Sus negros norteamericanos se apiñan en nuestros mejores restaurantes y se juegan sus divisas globales en Sun City y en sitios así… Son ricos, y blandos.

—Sí, yo misma procedo de una ciudad turística.

—Nosotros tenemos una economía de guerra, necesitamos las divisas… Luchamos contra el caos…, contra la pesadilla interminable que es África… Nosotros los africanos sabemos lo que significa sacrificarse. —Hizo una pausa—. Parece duro, ¿eh? Lo siento. Pero ustedes los extranjeros no comprenden.

Laura miró hacia fuera por la parte de atrás del camión.

—Eso es cierto.

—Parece como si el deber de nuestra generación fuera pagar por los errores de la historia.

—Realmente está convencida de que nos matarán, ¿verdad?

Pareció remota.

—Siento que se haya visto implicada en esto.

—Ellos mataron a un hombre en mi casa —dijo Laura—. Ahí es donde empezó todo para mí. Sé que no parece mucho, una muerte comparada con lo que ha ocurrido en África. Pero no podía dejarlo pasar. No podía eludir con un encogimiento de hombros mi responsabilidad por lo que había ocurrido en mi propio hogar. Créame, he tenido mucho tiempo para pensar en ello. Y aún sigo creyendo que obré correctamente, me cueste lo que me cueste.

Selous sonrió.

Habían alcanzado un convoy. Dos semiorugas blindados se habían situado detrás de ellos, bamboleándose sobre el irregular camino, con los acanalados tubos de sus ametralladoras oscilando en sus torretas.

—Creen que ellos tienen una respuesta —dijo Selous, contemplando los semiorugas—. Las cosas eran peores en Malí antes de que ellos llegaran.

—No puedo imaginar nada peor.

—No es algo que usted pueda
imaginar…,
tiene que verlo.

—¿Tienen
ustedes
una respuesta?

—Esperamos y aguardamos un milagro…, salvamos todo lo que podemos… Creo que estábamos consiguiendo algo en el campo, antes de que el ELAT se apoderara de él. Me capturaron, pero el resto de nuestro Cuerpo escapó. Estamos acostumbrados a las incursiones…, el desierto está lleno de escorpiones.

—¿Estaban estacionados ustedes en Malí?

—En realidad en Níger, pero eso sólo era una formalidad. No hay una autoridad central ahí. En su mayor parte son señores de la guerra tribales, allá en las llanuras desérticas. El Frente Tribal Fulani, las Fuerzas Fraternales Sonrai, todo tipo de ejércitos de bandidos, ladrones, milicianos. El desierto hormiguea de ellos. Y de las máquinas del ELAT también.

—¿Qué quiere decir?

—Así es como prefieren trabajar. Por control remoto. Cuando localizan a los bandidos, los atacan con aviones robot. Les golpean en pleno desierto. Como hienas de acero matando ratas.

—Jesús.

—Son especialistas, técnicos. Aprendieron muchas cosas en el Líbano, Afganistán, Namibia. Cómo luchar contra los del Tercer Mundo sin permitir que éstos puedan tocarles. Ni siquiera los miran, excepto a través de las pantallas de sus ordenadores.

Laura sintió un estremecimiento de comprensión.

—Son ellos, sí… Vi ocurrir todo esto en Granada.

Selous asintió.

—El presidente de Malí cree que hicieron un trabajo espléndido allí. Los nombró su guardia de palacio. Ahora no es más que una marioneta. Creo que lo mantienen constantemente drogado.

—He visto al tipo que gobierna Granada…, apuesto a que este presidente de Malí ni siquiera
existe.
Probablemente no es más que una imagen en una pantalla y algunos discursos pregrabados.

—¿Pueden
hacer
eso? —exclamó Selous.

—Granada puede… Vi a su primer ministro desaparecer en el aire.

Selous pensó en aquello. Laura pudo ver cómo la expresión de su rostro cambiaba…, como si se preguntara si Laura estaba loca, o si ella estaba loca, o si el brillante mundo de la televisión estaba bullendo con algo oscuro y horrible en los más profundos rincones vudú.

—Es como si fueran magos —dijo al fin—. Y nosotros sólo somos gente.

—Exacto —dijo Laura. Alzó dos dedos—. Pero nosotros tenemos solidaridad, mientras que ellos se afanan matándose los unos a los otros.

Selous se echó a reír.

—Así que vamos a ganar.

Empezaron a hablar de los otros prisioneros. Laura había memorizado desde hacía tiempo la lista. Marianne Meredith, la corresponsal de televisión, había sido la cabecilla. Era ella la que había inventado —o al menos conocía, quizá— los mejores métodos de contrabandear mensajes. Lacoste, el diplomático francés, era su intérprete… sus padres habían sido emigrados africanos, y él conocía dos de los idiomas tribales de Malí.

Habían torturado a los tres agentes de Viena. Uno de ellos había vuelto a su celda, los otros dos habían sido liberados o, más probablemente, fusilados.

Steven Lawrence había sido detenido en un campo Oxfam. Los campos sufrían a menudo incursiones…, eran terrenos abonados para apoderarse del escop, la fuente alimentaria principal para millones de saharianos. El mercado negro de la proteína unicelular era la economía principal de la región…, el «gobierno» de Mauritania, por ejemplo, era poco más que un cártel de escop. Envíos extranjeros de caridad, unas pocas minas de potasa y un ejército…,, eso era Mauritania.

Chad era una burocracia guerrera especializada en agitación, con una pequeña fracción aristocrática cuyos bandoleros vaciaban periódicamente sus armas automáticas contra las hambrientas multitudes. Sudán estaba gobernado por un lunático musulmán radical que consultaba a los derviches mientras las fábricas se derrumbaban y los aeropuertos se cuarteaban y reventaban. Argelia y Libia eran Estados de un solo partido, más o menos organizados en las provincias costeras pero hundidos en la anarquía tribal tierra adentro, en la parte sahariana. El gobierno de Etiopía era mantenido por la autoridad de Viena; era tan frágil como un ramo de flores estrujado, y bajo asedio por parte de una docena de «frentes de acción» rurales.

Todos ellos rezumaban veneno a través de la herencia letal del siglo pasado, un asombroso tonelaje de armamentos anticuados, transmitidos de gobierno en gobierno a precios cada vez más bajos. De los Estados Unidos a Pakistán y a los mujaidines y a un grupo somalí escindido sin nada que lo recomendara excepto una sagrada desesperación hacia el martirio… De Rusia a un cuadro de radicales marxistas que disparaban contra cualquier cosa que se pareciera a un intelectual burgués… Miles de millones en ayudas derramados en el subSáhara, envolviendo permanentemente a los gobiernos en embudos de deudas y codicia, y a medida que la situación empeoraba se necesitaban más y más armas para mantener el «orden» y la «estabilidad» y la «seguridad nacional». El mundo exterior dejaba escapar un cínico suspiro de alivio a medida que esa chatarra letal era entregada a una gente aún lo suficientemente desesperada como para matarse los unos a los otros…

Al mediodía, el convoy se detuvo. Un soldado les entregó agua y gachas. Estaban en el Sáhara ahora…, habían avanzado durante todo el día. El conductor soltó sus piernas. No había ningún lugar hacia donde pudieran echar a correr, no allí.

Laura saltó del camión bajo el martillo del sol. Una bruma de calor distorsionaba el horizonte, dejando al convoy desamparado en medio de un rielante círculo de cuarteada roca roja. El convoy tenía tres camiones: el primero transportaba soldados, el segundo equipo de radio, el tercero era el suyo. Y los dos semiorugas blindados en la retaguardia. Nadie salió de los semiorugas ni ofreció comida a sus ocupantes. Laura empezó a sospechar que no llevaban conductor. Eran aparatos robot, grandes versiones carnívoras de un común taxi-bus.

El rielar del desierto era seductor. Sintió una hipnótica ansia de correr hacia allí, hacia el plateado horizonte. Como si pudiera disolverse sin dolor en el paisaje infinito, desvanecerse como hielo seco y dejar sólo puro pensamiento y voz en los torbellinos del viento.

Demasiado tiempo dentro de una celda. El horizonte era extraño, la atraía, como si intentara tirar de su alma a través de las pupilas de sus ojos. Su cabeza estaba llena con las extrañas pulsaciones rítmicas de una incipiente insolación. Orinó rápidamente y volvió a subir a la sombra de la lona del camión.

Siguieron avanzando durante toda la tarde y en el ocaso. No había arena, sólo varios tipos de lechos de rocas, cuarteadas y con un aspecto marciano. Kilómetros de rocas cocidas por el calor durante horas y horas, luego cerros de piedra arenisca en un millón de tonalidades de pardo y beige, cada uno más tedioso que el anterior. Se cruzaron con otro convoy militar al anochecer, y en una ocasión un distante avión cruzó por el horizonte meridional.

Al anochecer abandonaron la carretera y colocaron los camiones formando un círculo. Los soldados clavaron estacas y pitones de metal en la roca a todo alrededor del campamento. Monitores, pensó Laura. Comieron de nuevo y el sol se puso, en uno de esos extraños anocheceres del desierto que iluminan el horizonte con un fuego rosado. Los soldados les entregaron una manta de algodón del ejército, y durmieron dentro del camión, sobre los bancos, con un pie atado para impedir que pudieran lanzarse sobre algún soldado en la oscuridad y despedazarlo con sus uñas.

El calor huyó de las rocas tan pronto como el sol hubo desaparecido. Hizo un frío intenso durante toda la noche, seco y ártico. A la primera luz de la mañana Laura pudo oír las rocas crujir como disparos a medida que eran golpeadas por el sol.

Los soldados abastecieron los camiones con los bidones de combustible, lo cual estremeció a Laura, porque se le ocurrió por primera vez que un bidón de combustible podía ser derramado en el interior del camión e incendiado, si ella podía soltarse, y si era lo bastante fuerte como para volcarlo, y si tenía un cerilla.

Comieron más gachas, con lentejas esta vez. Luego partieron de nuevo, a los habituales cincuenta kilómetros por hora, bamboleándose espantosamente, magulladas y tragando el polvo de los dos camiones que iban delante.

Por aquel entonces ya se habían dicho la una a la otra todo lo que se podían decir. Cómo Katje había crecido en un campo de reeducación, porque sus padres eran
verkrampte,
reaccionarios, antes que
verligíe,
liberales. No estaban mal esos campos, dijo. Los bóers estaban acostumbrados a ellos. Los británicos los habían inventado durante la guerra de los bóers, y de hecho el término mismo de «campo de concentración» había sido inventado por los británicos como una designación para el lugar donde concentraban a los civiles bóers secuestrados. El padre de Katje había logrado mantener su trabajo de banquero en la ciudad mientras las facciones negras rivales estaban atareadas «poniéndose collares» las unas a las otras: colocando neumáticos empapados en gasolina sobre las cabezas de sus víctimas y asándolas vivas en público…

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