¿Madre…?
La mujer la miró: recuerdos, piedad, fortaleza. Era relajante contemplar a la mujer. Tan relajante como soñar: lleva mi tono favorito de azul.
Pero, ¿quién es…?
Laura reconoció su propio yo. Por supuesto. Una oleada de alivio y alegría. Eso es lo que es. Es yo.
Su Personalidad se levantó del camastro. Cruzó la celda, derivando, graciosa, sin un sonido. Radiante. Se arrodilló en silencio al lado de Laura, y ésta la miró directamente al rostro: su propio rostro. Más viejo, más fuerte, más sabio.
Aquí estoy.
—Me estoy muriendo.
No, vivirás. Serás como soy yo.
La mano se detuvo a un par de centímetros de su rostro, acarició el aire. Pudo sentir su calor…, pudo verse a sí misma, boca abajo en el camastro, apaleada, paralizada. Triste Laura. Pudo sentir el cálido torrente de curación y simpatía entrar en ella desde fuera. Soberbio, encumbrado. Pobre cuerpo apaleado, nuestra Laura, pero no morirá. Vive. Yo viví.
Ahora, duerme.
Estuvo enferma durante un mes. Su orina estaba teñida de sangre: lesiones renales. Y tenía enormes y dolorosos hematomas en su espalda, brazos, piernas. Profundos hematomas, que penetraban en el músculo, hinchados desde el mismo hueso. Se sentía enferma y rota, casi incapaz de sentarse. El dormir era una lucha por hallar la posición que le proporcionara la menor cantidad de dolor.
Se habían llevado los restos del aparato de vídeo. Estaba absolutamente segura de que alguien le había inyectado también algo: parecía haber la señal de una hipodérmica justo encima de su muñeca, uno de los pocos lugares que los terroristas habían olvidado. Una mujer, pensó: había visto a una doctora, quizás incluso había hablado inconscientemente con ella, y a eso se había reducido todo: su experiencia con la Personalidad Óptima.
Había sido golpeada por terroristas fascistas. Y había visto a su Personalidad Óptima. No estaba segura de cuál de las dos cosas era la más importante, pero sabia que ambas constituían puntos cruciales.
Probablemente lo que había visto era una doctora. Lo demás lo había imaginado, había soñado que se veía a sí misma. Eso era probablemente a lo que se reducía siempre la Personalidad Óptima, para todo el mundo: el estrés, y la ilusión, y alguna profunda necesidad psíquica. Pero nada de aquello importaba.
Había tenido una visión. No importaba de dónde hubiera procedido. Se aferró a ella, y se alegró de que la dejaran sola porque podía reírse en voz alta de todo ello y aferrarse fuertemente a sí misma. Y recrearse en ello.
Odio. Nunca los había odiado realmente antes, no como lo hacía ahora. Siempre había sido demasiado pequeña y había estado demasiado asustada y con demasiadas esperanzas de imaginar alguna salida, como si ellos fueran gente como ella misma y pudiera tratar con ellos sobre esta base. Eso era lo que ellos pretendían, pero ahora ella se había dado cuenta de que su fingimiento no era más que otra de sus mentiras. Nunca, nunca se uniría a ellos, ni pertenecería a ellos, ni vería el mundo a través de sus ojos. Era su enemiga hasta la muerte. Ése era un pensamiento apacible.
Sabía que sobreviviría. Algún día bailaría sobre sus tumbas. No tenía sentido, no racionalmente. Era pura fe. Habían cometido un error, y le habían proporcionado la fe.
Fue despertada por un rugir. Sonaba como un grifo gigantesco, el correr del agua y el agudo chillido del vibrar de las tuberías. Acercándose. Cada vez más fuerte.
Baa-buuuz.
Luego: un monstruoso tamborilear. Bum. Bum. Bum-bam-pam, sonidos petardeantes. La pared de su celda destelló cuando una ardiente luz blanca parpadeó a través del agujero en la pared. Luego otro destello. Luego una repentina explosión ensordecedora, muy cerca. Un terremoto. Las paredes se estremecieron. Una luz rojiza…, el horizonte estaba en llamas.
Los terroristas corrían arriba y abajo por el pasillo, gritándose. Tenían miedo, y Laura pudo oír el pánico en sus voces con una loca exaltación de alegría animal. Fuera, el débil chasquear del fuego de armas automáticas. Luego, distante, tardío, el aullido espectral de sirenas.
Un estallar de golpeteos desde dentro de la prisión. Alguien en aquel nivel estaba golpeando su puerta, no como alguien golpea la puerta del cuarto de baño, sino un feroz puñear. Gritos ahogados. Los prisioneros del nivel superior estaban gritando desde sus celdas. No podía captar sus palabras. Pero conocía el tono. Furia y alegría.
Dejó colgar sus piernas y se sentó en el camastro. En la distancia, tardíamente, oyó fuego antiaéreo. Crump, bump, crump, telarañas de artillería antiaérea surcando el cielo.
Alguien estaba bombardeando Bamako.
—¡Sí! —gritó Laura. Saltó del camastro y corrió hacia la puerta, y empezó a patearla con todas sus fuerzas.
La noche siguiente los bombardeos se reanudaron. Aquel repentino
baa-buuuz
de nuevo, cazas a reacción volando a la altura de las copas de los árboles en formación cerrada. Pudo oír el tableteo de sus ametralladoras, un espectral eructar convulsivo, tup-tup-tup-tup, con el sonido distorsionado por el efecto Doppler mientras los reactores se alejaban sobre la ciudad. Luego el sonido de las bombas, o quizá misiles: bump, crump, destellos en el cielo a medida que se producían las explosiones.
Luego los tardíos antiaéreos. Había más esta vez, estaban mejor organizados. Baterías de cañones, e incluso el hueco rugir de lo que debían ser cohetes, misiles tierra-aire.
Pero los cazas ya habían desaparecido. El radar de Malí debía de haber sido alcanzado, concluyó Laura con regocijo. De otro modo, hubieran disparado contra los reactores cuando se acercaban, no demasiado tarde, después de que ya hubieran dejado caer el ansioso contenido de sus barrigas sobre algo o sobre alguien. Probablemente lo primero que habían hecho los atacantes había sido ocuparse del radar.
Nunca había oído nada que sonara tan sublime. El cielo era un infierno, la furia de los ángeles desatada. Ni siquiera le importó que alcanzaran la prisión. Todo sería para mejor.
Fuera, los guardias disparaban sus metralletas: un furioso staccato contra el negro cielo. Las balas debían acabar cayendo como lluvia en alguna parte de la destartalada ciudad. Idiotas. Todos eran unos idiotas. Unos aficionados.
Vinieron a por ella por la mañana. Dos terroristas. Estaban sudorosos, lo cual no era nada nuevo, todo el mundo sudaba en la prisión, pero además estaban nerviosamente inquietos, con los ojos muy abiertos, y todo en ellos hedía a terror.
—¿Cómo va la guerra? —preguntó Laura.
—No hay ninguna guerra —dijo secamente el primer terrorista, un hombre de mediana edad con aspecto de facineroso al que había visto ya muchas veces. No era uno de los que la habían golpeado—. Sólo son prácticas.
—¿Prácticas antiaéreas? ¿A medianoche? ¿En el centro de Bamako?
—Sí. Nuestro ejército. Prácticas. No se preocupe.
—¿Piensa que voy a creerme esa mierda?
—¡No hable! —Le pusieron unas esposas, brutalmente. Le dolieron. Se rió interiormente de ellos.
La hicieron bajar las escaleras y salir al patio. Allá la metieron en la parte de atrás de un camión. No un coche celular de la policía secreta, sino un camión militar, con techo de lona pintado con camuflaje para el desierto, pardo y amarillo. Dentro había bancos de madera para la tropa, y bidones de agua y gasóleo.
Trabaron sus piernas a una de las barras de apoyo debajo del banco de madera. Permaneció sentada allá, exultante. No sabía dónde era llevada, pero a partir de ahora todo iba a ser diferente.
Permaneció sentada sudando allí en medio del calor durante diez minutos. Luego trajeron a otra mujer. Blanca, rubia. Trabaron sus piernas al banco opuesto al de ella, saltaron fuera y cerraron la portezuela de atrás.
El motor se puso en marcha con un rugir. Arrancaron con una brusca sacudida. Laura examinó a la desconocida. Era rubia y delgada y huesuda, y llevaba las ropas de lona a rayas de la prisión. Parecía tener unos treinta años. Su aspecto era muy familiar. Laura se dio cuenta de que tanto ella como la desconocida se parecían lo suficiente como para ser tomadas por hermanas. Se miraron la una a la otra y se sonrieron tímidamente.
El camión cruzó las puertas.
—Laura Webster —dijo Laura.
—Katje Selous. —La desconocida se inclinó hacia delante y extendió ambas manos esposadas. Se dieron un fuerte apretón de muñecas, torpemente, sonriendo.
—¡Katje Selous, Cuerpo A.C.A.! —dijo triunfante Laura.
—¿Qué?
—No sé lo que significan las iniciales…, pero lo vi en una lista de prisioneros.
—¡Ah! —dijo Selous—. Es un cuerpo de ayuda, Acción Civil Azaniana. Sí, soy médica. De un campo de refugiados.
Laura parpadeó.
—¿Es usted de Sudáfrica?
—Ahora lo llamamos Azania. Y usted, ¿es estadounidense?
—Del Grupo de Industrias Rizome.
—Rizome. —Selous se secó el sudor de su frente; tenía una palidez carcelaria—. No puedo distinguirlas, las multinacionales… —Su rostro se iluminó—. ¿Fabrican ustedes el aceite bronceador? ¿Ése que hace que uno se vuelva negro?
—¿Eh? ¡No! —Laura hizo una pausa y pensó en ello—. Creo que no. Quizá lo fabriquemos, hoy. He estado fuera de contacto últimamente.
—Creo que sí lo fabrican. —Selous pareció solemne—. Es algo muy importante y maravilloso.
—Mi esposo lo utilizó —dijo Laura—. Puede que le diera a Rizome la idea. Es un hombre muy brillante, mi esposo. Se llama David. —Hablar de David hizo que toda una sección enterrada de su alma surgiera bruscamente de su tumba. Allí estaba, encadenada a la parte de atrás de un camión camino de Dios sabía dónde, pero con unas cuantas palabras revivificadoras que le indicaban que formaba de nuevo parte del mundo. El enorme y cuerdo mundo de esposos, hijos y trabajo. Las lágrimas resbalaron repentinamente por sus mejillas. Sonrió a Selous y se encogió de hombros, como disculpándose, y miró al suelo.
—La han mantenido aislada, ¿eh? —dijo gentilmente Selous.
—También tenemos una hija —balbuceó Laura—. Se llama Loretta.
—La han tenido más tiempo que a mí —dijo Selous—. Ha pasado casi un año desde que me capturaron en el campo.
Laura agitó fuertemente la cabeza.
—¿Sabe, esto…? —Carraspeó fuertemente—. ¿Sabe lo que está ocurriendo?
Selous asintió.
—Sé algo. Lo que oí de los demás rehenes. Las últimas dos noches…, eso fueron incursiones aéreas azanianas. Mi gente. Nuestros comandos también, quizá. Creo que alcanzaron algunos depósitos de combustible…, ¡el cielo estuvo ardiendo toda la noche!
—Azanianos —murmuró Laura en voz alta. Así que era eso. Para eso había sobrevivido. Un choque armado entre Malí y Azania. Parecía algo oscuro e improbable. No era que una guerra africana resultara algo improbable, ocurría constantemente. Por lo general ocupaban las últimas páginas de los periódicos, unos cuantos segundos en las noticias por cable. Pero eran reales, se producían en un mundo real de polvo y calor y metal que volaba por todas partes.
Los sudafricanos no figuraban muy a menudo en las noticias. No estaban muy de moda.
—Su gente tiene que haber volado un largo camino.
—Tenemos portaaviones —dijo orgullosamente Selous—. Nunca firmamos su Convención de Viena.
—Oh. Vaya. —Laura asintió inexpresivamente.
Selous la miró clínicamente, como un médico buscando señales de lesiones internas.
—¿Fue usted torturada?
—¿Qué? No. —Laura hizo una pausa—. Hace unos tres meses me dieron una paliza. Después de que destrozara un videotelevisor. —Se sintió azarada por el simple hecho de mencionarlo. Parecía tan inadecuado—. No como a esa pobre gente de abajo.
—Hummm…, sí, tienen que haber sufrido. —Era la afirmación de un hecho. Curiosamente desprendida, un juicio por parte de alguien que había visto mucho de ello. Selous miró hacia la parte de atrás del camión.
Ahora estaban en medio de Bamako, el interminable paisaje pesadillesco de horribles chozas. Volutas de horrible humo amarillento se alzaban de una distante refinería.
—¿Fue
usted
torturada, doctora Selous?
—Sí. Un poco. Al principio. —Selous hizo una pausa—. ¿Fue usted asaltada? ¿Violada?
—No. —Laura agitó la cabeza—. Ni siquiera parecieron pensar nunca en ello. No sé por qué…
Selous se reclinó hacia atrás y asintió.
—Es su política. Tiene que ser cierto, supongo. Eso de que el líder del ELAT es una mujer.
Laura se sintió asombrada.
—Una mujer.
Selous sonrió hoscamente.
—Sí…, el sexo débil parece tender a imponerse estos días.
—¿Qué tipo de mujer podría…?
—Los rumores dicen que es una multimillonaria estadounidense de derechas. O una aristócrata británica. Quizás ambas cosas, hey, ¿por qué no? —Selous intentó abrir escépticamente las manos; sus esposas resonaron—. Durante años el ELAT no fue más que… mercenarios. Luego, de pronto…, estuvieron muy organizados. Un nuevo líder, alguien listo y decidido…, con una visión. Una de nuestras chicas modernas. —Rió quedamente.
No parecía haber más que decir sobre aquel tema. De todos modos, probablemente era una mentira.
—¿Adónde cree que nos llevan?
—Al norte, al desierto…, eso al menos lo sé. —Selous pensó en ello—. ¿Por qué la mantuvieron a usted aislada del resto de nosotros? Nunca la vimos. Solíamos ver a su doncella, eso es todo.
—¿Mi qué?
—Su compañera de celda, la pequeña informadora bambara de abajo. —Selous se encogió de hombros—. Lo siento. Ya sabe usted cómo es un bloque de celdas. La gente se vuelve loca. Solíamos llamarla a usted la Princesa. Rapunzel, ¿eh?
—La gente se vuelve loca —dijo Laura—. Yo creí ver a mi Personalidad Óptima. Pero era
usted,
¿no es así, doctora? Usted y yo nos parecemos mucho. Usted vino y me cuidó después de que me golpearan, ¿verdad?
Selous parpadeó dubitativamente.
—«Personalidad Óptima.» Eso es muy norteamericano… ¿Es usted de California?
—De Texas.
—Por supuesto que no era yo, Laura… Nunca la había visto antes en mi vida.
Una larga y extraña pausa.
—¿Realmente cree que nos parecemos?
—Seguro —dijo Laura.
—Pero yo soy bóer, una afrikáner. Y usted tiene ese aspecto híbrido norteamericano.
Habían alcanzado un punto muerto. La conversación quedó colgando entre ellas mientras el calor y el polvo hervían en el extremo vacío del camión. Laura se enfrentaba a una desconocida. De alguna forma, su conexión había fallado. Sintió sed, y ni siquiera habían salido de la ciudad.