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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (48 page)

BOOK: Islas en la Red
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Laura se preguntó
de qué
estaban intentando escapar. Los misiles —«Exocets», los llamaban— habían volado durante millas antes de golpear su blanco. Podían haber sido lanzados desde casi cualquier barco de superficie lo suficientemente grande en el estrecho, o incluso desde Sumatra. Nadie había visto el submarino.

¿Y cómo podía sospechar nadie de su existencia? Un submarino era un monstruo de una era ya pasada. Era
inútil,
diseñado sólo para matar…, no había nada parecido a un «submarino de carga» o un «submarino de la Guardia Costera» o un «submarino de búsqueda y rescate».

Por supuesto, había pequeñas naves de investigación capaces de sumergirse profundamente en el mar, batiscafos o como fuera que se llamaran…, del mismo modo que había aún algunas naves espaciales tripuladas, ambas cosas igualmente oscuras y extrañas y de curioso aspecto. Pero esta cosa era
enorme.
Y la verdad, o al menos un temor lo suficientemente fuerte como para infiltrarse en ella, estaba empezando a inundarla.

Le recordaba algo de lo que había oído hablar cuando tenía once años o así. Uno de esos relatos folclóricos de horror que los chicos se cuentan unos a otros. Acerca del chico que se tragó accidentalmente una aguja…, sólo para que apareciera, años o décadas más tarde, oxidada pero aún entera, en su tobillo o en su rodilla o en su codo…, una silenciosa entidad de acero deslizándose de forma incógnita a través de su cuerpo…, mientras él crecía y se casaba y trabajaba sin preocuparse por nada… Hasta que un buen día va al médico y le dice: Doctor, me estoy haciendo viejo, quizá se trate de reuma, pero no dejo de sentir ese extraño dolor punzante en la pierna… Bueno, dice amablemente el médico, lo meteremos en el escáner y le echaremos una ojeada… Dios mío, señor Comosellame, parece tener usted una maldita aguja séptica oculta bajo su rótula… Oh, sí, doctor, lo había olvidado, pero cuando era pequeño jugaba a menudo con agujas, de hecho casi todo el dinero que me daban me lo gastaba comprando agujas extremadamente puntiagudas y mortíferas que esparcía abundantemente en todas direcciones, pero cuando crecí y empecé a tener un poco de buen sentido me aseguré de retirarlas todas
hasta la última…

—¿Se encuentra usted bien? —dijo Hesseltine.

—¿Perdón? —murmuró Laura.

—Estábamos hablando de usted, Laura. Acerca de meterla directamente en un tanque, o dejarla suelta por aquí por un tiempo.

—No entiendo —dijo ella torpemente—. ¿Tienen ustedes tanques? Creí que eran gente de la marina.

Los oficiales se echaron a reír, falsas carcajadas de club de oficiales. El de aspecto ruso dijo algo acerca de cómo las mujeres del mundo no habían conseguido ser más listas que antes. Hesseltine sonrió a Laura como si fuera la primera cosa que ella había hecho correctamente.

—Demonios, se los mostraremos —dijo—. ¿Le parece bien, Baptiste?

—¿Por qué no?

Hesseltine estrechó todas las manos a su alrededor e hizo una estudiada salida. Él y Baptiste y Laura salieron a un comedor donde comían una treintena de aseados miembros del Equipo Rojo, apretados codo contra codo en torno de mesas plegables. Cuando Hesseltine entró, depositaron sus tenedores con un seco chasquido y aplaudieron educadamente.

Hesseltine le ofreció a Laura su brazo. Asustada por sus planos ojos como de pescado, ella lo aceptó. Desfiló con ella por el estrecho pasillo entre las hileras de mesas. Los hombres estaban lo bastante cerca como para sujetarla con sólo tender la mano, o hacerle un guiño, o sonreír y decirle algo, pero ninguno de ellos lo hizo, ni siquiera la miraron como indudablemente deseaban. El olor era intenso: jabón y champú, ternera stroganoff y judías verdes. En un rincón, una gran pantalla de televisión mostraba un ilegal combate de lucha libre japonesa, con dos nervudos tais golpeándose ferozmente.

Salieron. Laura se estremeció sin poder evitarlo y soltó el brazo de Hesseltine, sintiendo que se le ponía la piel de gallina.

—¿Qué ocurre con ellos? —le siseó—. Estaban tan quietos y pasivos…

—¿Qué ocurre con
usted
? —respondió él—. Una cara larga como ésta…, pone usted nervioso a cualquiera.

La llevaron de vuelta a la primera estancia que había visto, la de los tubos de ascensor. Salieron a la pasarela superior de plancha perforada. Debajo de ellos, el Equipo Amarillo trabajaba con los abejorros, examinando sus mecanismos desmontados sobre pequeñas mantas de lona embreada.

Baptiste y Hesseltine se detuvieron junto a uno de los silos elaboradamente pintados. Las toscas estrellas y los zumbantes cometas…, Laura vio que lucía además una silueta en negro, el desnudo perfil de una estilizada muchacha metida en carnes. Una larga pierna alzada, el pelo echado hacia atrás, una pose clásica de strip-tease. Y unas letras: TANIA.

—¿Qué es eso? —preguntó Laura.

—Es el nombre del tanque —dijo Baptiste. Como si se disculpara, como un caballero obligado a tratar un tema subido de tono—. Los hombres que se lo dieron…, bueno, ya sabe usted cómo son esas cosas.

No, no lo sabía. No podía imaginar nada más impropio por parte de unos hombres como los que había visto a bordo.

—¿Qué es esta cosa?

Fue Hesseltine quien habló.

—Bueno, uno se mete dentro, por supuesto, y… —Hizo una pausa—. No será usted lesbiana, ¿verdad?

—¿Qué? No…

—Lástima, supongo… Si no es usted gay, las
características especiales
no le harán mucho… Pero, incluso sin las simulaciones, dicen que es muy relajante.

Laura retrocedió un paso.

—¿Son…, son todos así?

—No —dijo Baptiste—. Algunos son para el lanzamiento de los abejorros, y los demás lanzan ojivas de combate. Pero cinco de ellos son nuestros tanques de recreo…, los «baños de Hollywood», los llaman los hombres.

—¿Y ustedes desean que
yo
entre en uno de ellos?

—Si lo desea —dijo Baptiste, reluctante—. No activaremos el mecanismo, nada la
tocará…,
simplemente flotará ahí dentro, respirando, soñando, en una tranquila agua de mar a temperatura corporal.

—La mantendrá fuera de problemas durante unos cuantos días —dijo Hesseltine.

—¿Días?

—Son muy desarrollados y están muy bien diseñados —dijo Baptiste, irritado—. No es algo que
inventáramos
nosotros, ¿sabe?

—¡Unos cuantos días no es nada! —dijo Hesseltine—. Claro que, si la dejan ahí unas cuantas
semanas,
puede que empiece a ver usted su Personalidad Óptima y todo tipo de mierdas retorcidas… Pero, mientras tanto, estará perfectamente segura y feliz. Y nosotros sabremos dónde está usted. ¿No le parece bien?

Laura negó cuidadosamente con la cabeza.

—Si pueden encontrarme ustedes simplemente un camastro, un pequeño rincón en alguna parte… Realmente no me importa.

—Aquí no hay mucha intimidad —advirtió Baptiste—. Las condiciones son un tanto apretadas. —Sin embargo, pareció un tanto aliviado. Alegre de que ella decidiera no ocupar un valioso espacio en los tanques.

Hesseltine frunció el ceño.

—Bueno, luego no quiero oírla quejarse.

—No, no.

Hesseltine parecía inquieto. Miró su relófono a prueba de agua.

—En realidad, necesito ponerme en contacto con el cuartel general e informar.

—Por favor, hágalo —dijo Laura—. Ya ha hecho más de lo suficiente. Estaré bien, de veras.

—Bueno —dijo Hesseltine—. Casi parece como si tuviera que darle las gracias.

Hallaron un espacio para ella en la lavandería. Era una madriguera helada y llena de vapor, que olía a detergente y estaba atestada con maquinaria de afilados bordes. Fue colocado un pequeño camastro sobre cromados raíles de almacenamiento. Las toallas colgaban de un bosque de grises tuberías llenas de pintadas sobre su cabeza: había un par de prensas de vapor dentro, equipo viejo inutilizado.

Y caja tras caja de antiguas películas de Hollywood, del tipo mecánico que se pasaba a través de proyectores. Estaban cuidadosamente etiquetadas con cinta adhesiva escrupulosamente escrita a mano. MONROE núm. 1, MONROE núm. 2, GRABLE, HAYWORTH, CICCONE. Había un teléfono de circuito cerrado en la pared, un viejo aparato sólo audio con un largo cordón enroscado. Su visión le hizo pensar en la Red. Luego, en David. Su familia, su gente.

Se había desvanecido de su mundo. ¿Pensarían que había muerto? Seguirían buscándola, estaba segura de ello. Pero mirarían en las cárceles de Singapur, y en los hospitales, y finalmente en los depósitos de cadáveres. Pero no allí. Nunca.

Un miembro del Equipo Rojo le hizo la cama con rápida eficiencia.

Extrajo un par de pequeñas tenazas cromadas de ominoso aspecto.

—Déjeme ver sus manos —dijo. Los restos de las esposas de plástico colgaban aún de sus muñecas. Las pinzó y se afanó sobre ellas hasta que cedieron, reluctantes—. Debió de ser un cuchillo bien afilado lo que cortó eso —dijo.

—Gracias.

—No me las dé a mí. Fue idea de su amigo el señor Hesseltine.

Laura se frotó las despellejadas muñecas.

—¿Cómo se llama usted?

—«Jim» servirá. He oído decir que es usted de Texas.

—Sí. De Galveston.

—Yo también, pero de más abajo en la costa. De Corpus Christi.

—Jesús, somos prácticamente vecinos.

—Sí, supongo que sí. —Jim aparentaba unos treinta y cinco años, quizá cuarenta. Tenía un rostro amplio y rechoncho, con un pelo rojizo que empezaba a caérsele. Su piel mostraba el color de la impresión barata, tan pálida que Laura podía ver las azuladas venas de su cuello.

—¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí? —dijo de pronto.

—Proteger a la gente —respondió noblemente Jim—. En estos momentos protegiéndola a usted, en caso de que decida hacer algo estúpido. El señor Hesseltine dice que es usted un elemento curioso. Una especie de política.

—Oh —dijo ella—. Lo que quería preguntarle era: ¿cómo ha llegado usted hasta aquí?

—Ya que lo pregunta, se lo diré —respondió Jim. Bajó una especie de banco de malla de hierro de la pared y se subió a él. Permaneció sentado por encima de ella, con los pies colgando, el cuello ligeramente doblado para no chocar con la cabeza contra el techo—. Hubo un tiempo en el que fui pescador profesional. Langostinero. Mi padre también lo fue. Y su padre antes que él… Pero nos estrujaron hasta que no pudimos seguir resistiéndolo. La política de Pesca y Caza de Texas, un millón de leyes sobre el medio ambiente. No es que esté en contra de esas leyes. Pero las leyes estadounidenses no detuvieron a los nicaragüenses ni a los mexicanos. Hicieron trampas. Saquearon los mejores terrenos, se lo llevaron todo, y luego lo vendieron a bajo precio en nuestros propios mercados. ¡Perdimos nuestro bote! Lo perdimos todo. Fuimos a la Asistencia Social, y no conseguimos nada.

—Lo siento —dijo Laura.

—No lo siente ni la mitad de lo que lo sentimos nosotros… Bueno, yo y algunos amigos en la misma situación intentamos organizamos, proteger nuestras vidas y familias… Pero los rangers de Texas, algún maldito informador, se chivó, y me atraparon con una pistola. Y ya sabe usted que ningún hombre puede poseer una pistola en los Estados Unidos hoy en día, ¡ni siquiera para proteger su propio hogar! Así que las cosas pintaban bastante mal para mí… Entonces oí a algunos tipos en mi, hum, organización…, hablar acerca de reclutamientos en ultramar. Grupos que protegían a la gente, la ocultaban, le enseñaban cómo luchar.

»Así es como terminé en África.

—África —repitió Laura. La propia palabra la asustaba.

—Las cosas están mal ahí —dijo el hombre—. Epidemias, sequías, guerras. África está llena de hombres como yo. Ejércitos privados. Guardias de palacio. Mercenarios, consejeros, comandos, pilotos… Pero, ¿sabe usted lo que nos falta? Líderes.

—Líderes.

—Exacto.

—¿Cuánto tiempo lleva usted dentro de este submarino?

—Nos gusta estar aquí —dijo apresuradamente Jim.

—Nunca salen, ¿verdad? Nunca emergen a la superficie o, como sea que lo llamen…, desembarcan.

—Uno no lo echa en falta —dijo el hombre—. No con lo que tenemos aquí. Somos reyes aquí abajo. Reyes invisibles. Reyes de todo este maldito mundo. —Rió suavemente y alzó los pies, un hombre bajito y calvo en zapatillas—. Parece usted bastante cansada, ¿eh?

—Yo… —Era una tontería negarlo—. Sí, lo estoy.

—Entonces duerma un poco. Yo me limitaré a quedarme sentado aquí y a vigilar que no le pase nada.

No dijo nada más.

Hesseltine se mostró comprensivo. —Es un poco tedioso aquí.

—No, realmente no —dijo Laura. Se apartó de él, arrugando las sábanas de su camastro—. Estoy bien, no se preocupe por mí.

—¡Usted es la que no tiene que preocuparse! —exclamó él—. ¡Tengo buenas noticias! Lo he arreglado todo con el cuartel general, mientras usted dormía. Resulta que la tienen en sus archivos…, ¡saben quién es usted! En realidad, me
felicitaron
por haberla recogido.

—¿El cuartel general? —preguntó ella.

—Bamako. Malí.

—Ah.

—Supe que era una buena idea —dijo él—. Quiero decir, un agente como yo aprende a actuar por instinto. Parece que es usted un elemento bastante importante, a su propia pequeña manera. —Irradió satisfacción, luego se encogió de hombros como disculpándose—. Mientras tanto sin embargo, está usted metida en esta lavandería.

—Estoy bien —dijo ella—. De veras. —Él la miró. Estaban solos en la pequeña cabina. Hubo un incómodo silencio—. Puedo lavarle su ropa, si quiere.

Hesseltine se echó a reír.

—Eso ha estado bien, Laura. Ha sido divertido. No, pensé que, mientras está metida aquí, quizá le gustaran algunos videojuegos.

—¿De qué tipo?

—Juegos de ordenador, ya sabe.

—Oh. —Se sentó un poco más erguida. Para abstraerse, pensó, aunque fuera parcialmente por un tiempo, de aquellas paredes, de él. Sumergirse en una pantalla. Maravilloso—. ¿Tiene usted alguna simulación Worldrun? ¿O quizás el Valle de las Amazonas?

—No, aquí tenemos juegos primitivos de los setenta y los ochenta…, los juegos a los que jugaba la tripulación original para matar el tiempo. Sin demasiados gráficos ni memoria, por supuesto, pero son interesantes. Curiosos.

—Seguro —dijo Laura—. Me gustaría probarlos.

—¿O quizá prefiera leer? Hay una buena biblioteca a bordo. Se sorprendería de las cosas que lee esa gente. Platón, Nietzsche, todos los grandes. Y un montón de cosas especializadas.

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