—Sí —dijo Laura. La bruma de la ducha no le había ofrecido lo suficiente para beber. Su garganta era como cuero viejo a causa de la sal y la impresión. Notó que la sacudía un repentino temblor.
No se engañaba a sí misma acerca de que aquélla era una situación que podía manejar. Estaba en manos de asesinos. Le sorprendió que fingieran consultarla acerca de su destino.
Sin embargo, debían de desear algo de ella. El delgado rostro de comadreja de Hesseltine tenía una expresión como algo que ella hubiera rascado de su bota. Se preguntó hasta qué punto deseaba ella seguir viviendo. Lo que estaba dispuesta a hacer por conseguirlo.
Hesseltine se rió quedamente.
—Oh, no ponga esta expresión, Laura. Deje de preocuparse. Ahora está
a salvo.
—Baptiste le lanzó una mirada cínica desde debajo de sus pesadas cejas. Una repentina y seca cascada de pops de presión metálica recorrió la pared. Laura se sobresaltó como un antílope. Uno de los cuatro marineros a su lado movió lánguidamente una pieza de su tablero con el índice.
Laura miró a Hesseltine, luego aceptó la taza que le tendía Baptiste y bebió. Estaba caliente y era dulce. ¿La estaban envenenando? No importaba. Podía morir cuando ellos quisieran.
—Me llamo Laura Day Webster —les dijo—. Soy una asociada del Grupo de Industrias Rizome. Vivo en Galveston, Texas. —Todo aquello sonaba tan patéticamente quebradizo y lejano.
—Está usted temblando —observó Baptiste. Se inclinó hacia atrás y subió un termostato en el mamparo. Incluso allí, en alguna especie de sala de descanso, el mamparo estaba grotescamente atestado: la rejilla de un altavoz, un ionizador de aire, un enchufe de ocho tomas protegido contra variaciones de tensión, un reloj de pared que señalaba las 12:17, hora media de Greenwich—. Bienvenida a bordo del SSBN
Thermopylae
—dijo Baptiste.
Laura no dijo nada.
—¿No encuentra usted su lengua? —dijo Hesseltine. Baptiste se echó a reír—. Oh, vamos —dijo Hesseltine—. Habló usted como una cotorra cuando pensaba que yo era un maldito pirata de datos.
—No somos piratas, señora Webster —aplacó Baptiste—. Somos la policía mundial.
—Ustedes no son Viena —dijo Laura.
—Él se refiere a la
auténtica
policía —dijo impaciente Hesseltine—. No ese puñado de burócratas con culos de plomo.
Laura se frotó un ojo inyectado en sangre.
—Si son ustedes la policía, entonces, ¿estoy bajo arresto?
Hesseltine y Baptiste compartieron una risita acerca de su ingenuidad.
—No somos legalistas burgueses —dijo Baptiste—. No arrestamos a la gente.
—Arrestos
cardíacos
—dijo Hesseltine, golpeándose ligeramente los dientes con la uña del pulgar. Creía realmente que estaba siendo divertido. Baptiste le miró, desconcertado, olvidando el idioma inglés.
—La vi a usted en la televisión de Singapur —dijo Hesseltine de pronto—. Dijo que se oponía usted a los paraísos de datos, que deseaba cerrarlos todos. Pero sus forma de actuar es a todas luces tortuosa. Los banqueros de los paraísos, mis anteriores compañeros, ¿sabe?, se rieron hasta perder el culo cuando la vieron desgranar todas esas estupideces democráticas en el Parlamento.
Se sirvió un poco de té.
—Por supuesto, ahora son en su mayor parte simples refugiados, y un número bastante considerable de los malditos bastardos están en el fondo del mar. No gracias a ustedes, sin embargo…, ustedes intentaban someterlos a base de besos. Y usted también, al estúpido estilo cowboy texano. Es una buena cosa que no intentaran algo así en El Álamo.
Otro marinero hizo un movimiento en el tablero de damas, y el tercero maldijo como respuesta. Laura se sobresaltó.
—No les preste atención —le dijo rápidamente Baptiste—. Están fuera de servicio.
—¿Qué? —dijo inexpresivamente Laura.
—Fuera de servicio
—repitió el hombre, impaciente, como si aquello lo azarara—. Ellos son el Equipo Azul.
Nosotros
somos el Equipo Rojo.
—Oh…, ¿a qué están jugando?
El hombre se encogió de hombros.
—Subdamas.
—¿Subdamas? ¿Qué es eso?
—Una especie de juego de tácticas.
Hesseltine aglutinó, apuntó y le disparó una sonrisa.
—Son la tripulación del submarino —dijo—. Una gente muy especial. Altamente entrenada. Una disciplinada élite.
Los cuatro tripulantes Azules se inclinaron más hacia su tablero. Se negaron a mirarles.
—Ésta es una extraña situación —dijo Baptiste. Se refería a ella, no a sí mismo—. Realmente, no sabemos qué hacer con usted. Entienda, existimos para proteger a la gente como usted.
—¿De veras?
—Somos el filo que corta en el emergente orden global.
—¿Por qué me han traído aquí? —quiso saber Lama—. Hubieran podido dispararme como a los demás. O dejar que me ahogara.
—Oh, vamos —dijo Hesseltine.
—Él es uno de nuestros mejores agentes especiales —explicó Baptiste—. Un auténtico artista.
—Gracias.
—Por supuesto, él siempre rescatará a una hermosa mujer al final de su misión…, ¡no puede resistirse a una espectacular nota de gracia al final!
—Esa es exactamente la clase de tipo que soy —admitió Hesseltine.
—¿De veras? —dijo suavemente Laura—. ¿Me salvó sólo movido por un impulso? ¿Después de matar a toda esa gente?
Hesseltine la miró fijamente.
—Me está empezando a irritar… ¿Cree usted que ellos no me hubieran matado
a mí
inmediatamente si hubieran sabido quién era? No se trataba sólo de su espionaje industrial tipo ratón Mickey, ¿sabe? Me pasé meses y meses en una mortífera operación encubierta con unas apuestas geopolíticas realmente altas. Esos tipos del Yung Soo Chim poseen unos controles de seguridad como nadie en el negocio los tiene, y vigilaban mi culo como halcones.
Se reclinó en su asiento.
—¿Pero debo atribuirme todo el mérito? Demonios, no, no lo haré. —Contempló su taza—. Quiero decir, eso forma parte de todo el asunto de encubrimiento, así que no hay ningún mérito…
—Se trató de una operación muy delicada —dijo Baptiste—. Compárela con lo de Granada. Nuestro ataque contra los criminales de Singapur fue quirúrgico, casi sin derramamiento de sangre.
Laura se dio cuenta de algo.
—Desean que me sienta agradecida.
—Bueno, sí —dijo Hesseltine, alzando la vista—. Un poco de eso no estaría demasiado fuera de lugar, después de todos los esfuerzos que hemos dedicado a ello.
Le sonrió a Baptiste.
—¡Mire su cara! Debería haberla oído usted en el Parlamento, hablando y hablando de Granada. El bombardeo quemó hasta los cimientos esa gran casa que le dieron los rastas. Realmente la puso fuera de sí.
Fue como si la hubiera apuñalado.
—¡Ustedes mataron a Winston Stubbs en mi casa! Mientras yo estaba a su lado. Con mi niña pequeña en brazos.
—Oh —dijo Baptiste, relajándose ostensiblemente—. La muerte de Stubbs. Ésos no fuimos nosotros. Eso fue cosa de Singapur.
—No lo creo —dijo Laura, dejándose caer hacia atrás en su asiento—. ¡Recibimos un comunicado del ELAT atribuyéndose el hecho!
—Unas iniciales significan muy poco —dijo Baptiste—. El ELAT no era más que un viejo grupo fachada. Nada comparado con nuestras modernas operaciones… A decir verdad, fueron los comandos Merlion de Singapur. No creo que el gobierno civil de Singapur llegara a enterarse nunca de sus acciones.
—Montones de ex paracaidistas, Boinas Verdes, Spetsnaz, ese tipo de cosa —dijo Hesseltine—. Tienden a actuar de una forma un tanto alocada. Quiero decir, enfrentémonos a ello…, son tipos que dedicaron sus vidas al arte de la guerra. Luego, de repente, ya sabe, la Abolición, la Convención de Viena. Un día son el escudo de su nación, y al día siguiente son desechos, meros ciudadanos normales, ahí reside todo el asunto.
—Hombres que antes dirigían ejércitos y manejaban miles de millones en fondos gubernamentales —recitó tristemente Baptiste—, convertidos de pronto en puras nulidades. Desechados. Purgados. Incluso envilecidos.
—¡Por hombres de leyes! —dijo Hesseltine, animándose de pronto—. ¡Y pacifistas de mierda! ¿Quién lo hubiera pensado? Pero, cuando se produjo, fue algo tan repentino…
—Los ejércitos pertenecen a las naciones— Estado —dijo Baptiste—. Es difícil establecer una auténtica lealtad militar a una institución más moderna, global… Pero, ahora que nuestro propio país, la República de Malí, nos pertenece, el reclutamiento ha subido espectacularmente.
—Y también nos ayuda el hecho de que resulta que somos los chicos buenos globales —dijo alegremente Hesseltine—. Cualquier estúpido mercenario luchará por su paga para Granada o Singapur, o algún régimen selvático africano. Pero
nosotros
poseemos personal dedicado que reconoce realmente la amenaza global y está preparado para entrar en acción. En bien de la justicia. —Se reclinó y cruzó los brazos.
Laura se dio cuenta de que era incapaz de aceptar mucho más de aquello. De alguna forma seguía manteniéndose entera, pero aquello era una pesadilla despierta. Lo hubiera comprendido si fueran ejecutores nazis de resonantes tacones…, pero hallarse frente a aquel untuoso francés y aquel psicòtico de ojos vacuos y aspecto de buen tipo… La absoluta banalidad, lo
desalmado
de todo aquello…
Podía sentir las paredes de acero cerrarse sobre ella. Antes de un minuto iba a ponerse a gritar.
—Parece usted un poco pálida —observó Hesseltine—. Le traeremos algo de comer, eso la animará. Siempre hay mucho de comer en un submarino. Es una tradición de la marina. —Se puso en pie—. ¿Dónde están los servicios?
Baptiste le dio las instrucciones necesarias. Contempló a Hesseltine marcharse, con una expresión admirativa.
—¿Un poco más de té, señora Webster?
—Sí, gracias…
—Me doy cuenta de que no reconoce usted la auténtica
cualidad
del señor Hesseltine —reprendió suavemente Baptiste, mientras le servía—. Pollard, Reilly, Sorge…, ¡podría alinearse con los mejores de toda la historia! ¡Un agente natural! En realidad una figura romántica, nacido fuera de su auténtica época… Algún día sus nietos hablarán de ese hombre.
El cerebro de Laura se puso en piloto automático. Se deslizó hacia un balbuceante surrealismo.
—Tiene usted un gran barco aquí. Una nave, quiero decir.
—Sí. Es un Trident estadounidense movido por energía nuclear, que costó más de quinientos millones de dólares de su país.
Ella asintió estúpidamente: correcto, sí, hum.
—¿Así que éste es un submarino de la vieja Guerra Fría?
—Un submarino lanzamisiles balísticos, para ser exactos.
—¿Qué significa eso?
—Es una plataforma de lanzamiento.
—¿Qué? No comprendo.
El hombre le dirigió una sonrisa.
—Creo que «disuasor nuclear» es el concepto que está usted buscando, señora Webster.
—«Disuasor.» ¿Disuadir a quién?
—A Viena, por supuesto. Pensé que eso era obvio.
Laura dio un sorbo a su té. Quinientos millones de dólares. Movido por energía nuclear. Misiles balísticos. Era como si acabara de decirle que estaban reanimando cadáveres a bordo. Era algo demasiado horrible, fuera de toda escala de razón y credibilidad.
No había ninguna prueba. Él no le había mostrado nada. Estaban engañándola. Trucos de magia. Eran unos mentirosos. No lo creía.
—Parece usted inquieta —dijo aprobadoramente Baptiste—. ¿Acaso se siente supersticiosa acerca de la perversa energía nuclear?
Ella sacudió la cabeza, incapaz de decir palabra.
—Hubo un tiempo en el que había docenas de submarinos nucleares —dijo Baptiste—. Francia los tenía. Y Gran Bretaña, los Estados Unidos, Rusia. Entrenamiento, técnicas, tradiciones, todo bien establecido. No corre usted peligro alguno…, esos hombres están cuidadosamente entrenados a partir de los documentos e instrucciones originales. ¡Además de muchas mejoras modernas!
—No hay ningún peligro.
—No.
—Entonces, ¿qué van a hacer ustedes conmigo?
El hombre agitó pesarosamente la cabeza. Sonaron timbres. Era la hora de comer.
Baptiste encontró a Hesseltine y los llevó a ambos al comedor de oficiales. Era un lugar pequeño y feo, cerca de la resonante cocina. Se sentaron ante una mesa cuadrada sólidamente anclada al suelo, en sillas metálicas cubiertas de vinilo verde y amarillo. Tres oficiales estaban ya allí, servidos por un cocinero con delantal y un gorro de papel rizado.
Baptiste presentó a los oficiales como el segundo oficial, el segundo oficial ayudante y el oficial ejecutivo auxiliar, que era también el más joven del grupo. No dio nombres, y a ellos no pareció importarles. Dos eran europeos, alemanes quizás, y el tercero parecía ruso. Todos hablaban el inglés de la Red.
Desde un principio resultó claro que aquél era el show de Hesseltine. Laura era alguna especie de trofeo de batalla que Hesseltine había conseguido, una tarta de queso rubia para que la cámara se demorara en ella unos momentos en su biografía cinematográfica. Ella no tenía que decir nada…, no se esperaba que lo hiciera. Los tripulantes le lanzaron extrañas miradas en las que se mezclaba confusamente el pesar, la especulación, y alguna especie de auténtico y retorcido temor supersticioso. Se dedicaron a su comida: bandejas para horno microondas cubiertas con papel de aluminio y marcadas en español: «Aero Cubana—Primera clase». Laura tomó su bandeja. Aero Cubana. Había volado en la Aero Cubana, con David a su lado y la niña en su regazo. David y Loretta. Oh, Dios…
Los oficiales se mostraron nerviosos al principio, inquietos y excitados ante aquellos desconocidos. Hesseltine rezumaba encanto, y les ofreció un excitante relato de testigo presencial acerca de su ataque al
Ali Khamenei.
Su vocabulario era extraño: todo él a base de «ataques», «impactos» y «blancos», sin mencionar en absoluto los cuerpos humanos quemados y lacerados. Finalmente, su entusiasmo rompió el hielo, y los oficiales empezaron a hablar más libremente, en una cargada jerga que consistía casi exclusivamente en acrónimos.
Había sido un día emocionante para aquellos oficiales del Equipo Rojo. Después de semanas, posiblemente meses, de lo que no podía ser más que inhumano y sofocante tedio, habían lanzado con éxito su ataque y destruido un «difícil blanco móvil». Al parecer, iban a recibir algún tipo de recompensa por ello…, algo que tenía que ver con los «baños de Hollywood», fuera lo que fuese eso. El Equipo Amarillo, ahora de servicio, pasaría su turno de seis horas en una aburrida carrera huyendo a través del fondo del océano índico. En cuanto al Equipo Azul, se habían perdido su oportunidad de entrar en acción y se quejaba amargamente en silencio.