Islas en la Red (44 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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—Quizá sea su señal de evacuación —dijo el hombre alto.

—Eso es lo que querrías —dijo el australiano.

El japonés bajo se echó a reír.

—No hay verticales en las letras —anunció triunfalmente—. Mala programación. Granada nunca fue buena con los abejorros.

—¿No hay verticales? —dijo el australiano, alzando la vista—. Oh, ya entiendo, babilonia ha caído, ¿eh? Descarados bastardos.

—Supongo que nunca creyeron realmente que esto iba a llegar a suceder —dijo el hombre bajo—. O hubieran hecho un trabajo mejor para anunciarlo.

—De todos modos, hay que concederles un cierto crédito —dijo el australiano—. Un dedo invisible, escribiendo con sangre en el cielo…, probablemente hubiera asustado a muerte a todo el mundo, si no lo hubieran estropeado. —Rió quedamente—. La ley de Murphy, ¿eh? Ahora no es más que simplemente otra cosa extraña.

Laura los dejó junto a su carrito con el equipaje. Había aparecido otro helicóptero…, uno pequeño. Decidió que lo tomaría si podía…, aquella charla la había intranquilizado.

Mientras se acercaba a la zona de aterrizaje oyó unos suaves y lastimosos sollozos. No expansivos…, simples gemidos incontrolables.

El hombre que sollozaba estaba acurrucado bajo la redondeada masa de un tanque de almacenamiento. Escrutaba el cielo una y otra vez, como aterrorizado ante la posibilidad de un nuevo mensaje.

Tenía el aspecto clásico de un estafador…, como los villanos en la televisión china. Tipos de ojos soñolientos en su treintena, con el pelo como cortado al láser y boquillas de jade para los cigarrillos. Sólo que éste estaba acurrucado apoyado sobre sus talones, bajo la fría masa blanca del tanque, los hombros envueltos en una manta negra de fieltro aferrada con las dos manos sobre su pecho. Se retorcía como un cesto lleno de cangrejos.

Mientras lo observaba, consiguió dominarse de alguna forma y se secó los ojos. Parecía como si en su tiempo hubiera sido importante. Años de trajes cortados a la medida y balonmano y complacientes masajes dados por hermosas muchachas. Pero ahora parecía como un terrier devorarratas recién salido de un pozo de aserrín.

Una de aquellas pellas granadinas estaba en él en alguna parte, rezumando periódicamente sus miligramos de miedo líquido. Él lo sabía, cualquiera que lo viera lo sabía; las noticias acerca de las pellas habían estado en todas las emisiones gubernamentales de televisión. Pero no había tenido tiempo de localizarla y extraerla.

Los otros lo estaban evitando. Llevaba consigo la mala suerte.

Un helicóptero de dos rotores de la Guardia Costera se posó en la zona de aterrizaje. Su viento azotó el tejado del edificio, y Laura apretó el sari contra su cabeza. Mala Suerte saltó en pie y corrió hacia él; estaba allí junto a la compuerta, jadeando, antes que todos los demás. Cuando ésta se abrió saltó rápidamente a bordo.

Laura le siguió y se sentó en uno de los duros bancos de plástico de la parte de atrás. Una docena de refugiados más se apiñaron dentro, evitando a Mala Suerte.

Un sargento de la Guardia Costera de baja estatura con un mono de vuelo de camuflaje y casco les miró.

—Hey, señorita —le gritó el tipo gordo que estaba delante de Laura—. ¿Cuándo nos darán las almendritas saladas? —Los demás refugiados sonrieron desmayadamente.

Los rotores adquirieron velocidad, y el mundo cayó a sus pies.

Volaron hacia el sudoeste, a través de los brutales rascacielos de Queenstown. Luego por encima de un racimo de islas mar adentro con nombres como el sonido de gamelanes: Samulun, Merlimau, Seraya. Manchas de verde tropical interrumpidas por gigantescos hoteles en primera linea de playa. Blancas y arenosas líneas costeras cinchadas por elaborados diques y rompeolas.

Adiós, Singapur.

Cambiaron de rumbo sobre las aguas agitadas por el monzón del estrecho de Malaca. El ruido era fuerte dentro de la cabina. Los pasajeros mantenían roncas y reservadas conversaciones, pero nadie se acercó a ella. Laura reclinó la cabeza contra el desnudo plástico junto a la pequeña portilla del tamaño de un puño y se sumió en una abrumada duermevela.

Se recobró cuando el helicóptero se detuvo en el aire, y bostezó aturdida.

Flotaban sobre un buque de carga. Laura se había familiarizado con los barcos en los muelles de carga: éste era un carguero de servicio irregular, con las extrañas columnas de aireación rotatorias que se habían puesto tan de moda allá en los años diez. La tripulación —o mejor dicho, más refugiados— se apiñaban en cubierta, en una gran variedad de arrugada ropa interior.

El pequeño sargento apareció de nuevo. Llevaba un arma de jalea plástica colgada del hombro.

—Aquí es —indicó.

—¡No hay zona de aterrizaje! —señaló el tipo gordo.

—Salten. —Abrió la compuerta de carga. El viento entró a ráfagas. Estaban flotando a metro y medio sobre la cubierta. El sargento dio una palmada en el hombro a otra mujer—. Usted primero. ¡Adelante!

De alguna forma, todos salieron. Tropezando, cayendo, despatarrándose sobre la cubierta que oscilaba suavemente. Los que ya estaban a bordo ayudaron un poco, intentando torpemente agarrarlos.

El último en salir fue Mala Suerte. Cayó como si hubiera sido pateado. Luego el helicóptero se elevó de nuevo, mostrando flotadores bajo su barriga.

—¿Dónde estamos? —preguntó Mala Suerte, frotándose una rodilla despellejada.

—Esto es el
Ali Khamenei
—le respondió un técnico chino de musgosos dientes con un sombrero songkak—. Rumbo a Abadán.

—¡Abadán! —chilló Mala Suerte—. ¡No! ¡No los jodidos iraníes! —La gente se lo quedó mirando… Reconociendo su aflicción, algunos empezaron a retirarse.

—República Islámica —corrigió el técnico.

—¡Lo sabía! —dijo Mala Suerte—. ¡Nos han entregado a los malditos apaleadores del Corán! ¡Nos cortarán las manos! ¡Nunca podré volver a teclear en un terminal!

—Cálmese —aconsejó el tec, lanzándole a Mala Suerte una mirada de soslayo.

—¡Nos han vendido! ¡Nos han dejado caer sobre este barco robot para que nos muramos de hambre!

—No se preocupe —dijo una fornida mujer europea, sensatamente vestida para una catástrofe, con una recia camisa de trabajo de dril y tejanos de pana—. Hemos examinado la carga…, hay enormes cantidades de Soja Moo y de Weetabix. —Hizo una mueca y alzó una gruesa ceja—. Y hemos conocido al capitán del barco…, ¡pobre tipo! Pilló un retrovirus…, ya no le queda nada en su sistema inmunológico.

Mala Suerte se puso más pálido todavía.

—¡No! ¿El capitán tiene la plaga?

—¿Qué otra persona haría un trabajo tan podrido como éste, trabajando completamente solo en esta barcaza? —dijo la mujer—. En estos momentos está escondido en la timonera. Temeroso de atrapar alguna infección que podamos transmitirle. Está mucho más asustado de nosotros de lo que nosotros podamos estarlo nunca de él. —Miró con curiosidad a Laura— ¿La conozco?

Laura bajó la vista a la cubierta y murmuró algo acerca de ocuparse de proceso de datos.

—¿Hay algún teléfono por aquí?

—Tendrá que ponerse a la cola, querida. Todo el mundo desea conectar con la Red… Tiene usted dinero fuera de Singapur, ¿eh? Muy sensato.

—Singapur nos robó —gruñó Mala Suerte.

—Al menos, nos dejaron salir —dijo con sentido práctico la mujer europea—. Es mejor que aguardar a que esos caníbales vudú nos envenenen… O los tribunales de justicia globalistas… Esos islámicos no son tan malos.

Mala Suerte se la quedó mirando.

—¡Matan
a los técnicos! ¡Efectúan purgas antioccidentales!

—Eso fue hace años…, de todos modos, quizá sea por eso por lo que nos quieren ahora. Deje de temblar, ¿quiere? La gente como nosotros siempre puede encontrar un lugar. —Miró a Laura—. ¿Juega usted al bridge, querida?

Laura negó con la cabeza.

—¿Cribbage? ¿Pinocle?

—Lo siento. —Laura se ajustó la capucha.

—Veo que ya se ha acostumbrado al
chador.
—La mujer se alejó, derrotada.

Laura caminó discretamente hacia la proa, evitando los grupos dispersos de alucinados e inmóviles refugiados. Nadie intentó molestarla.

En torno del
Ali Khamenei,
las grises aguas del estrecho estaban llenas de barcos: frigoríficos, cargueros, transportes de contenedores. Coreanos, chinos, maphilindonesios, algunos sin ninguna bandera, tan sólo los logotipos de las corporaciones.

Había una auténtica majestad en la vista. Barcos teñidos de azul por la distancia, mar gris, las distantes elevaciones verdes y gibosas de Sumatra. Ese estrecho, entre la masa continental de Asia y la extensión de Sumatra y Java y Borneo, había sido una de las grandes rutas del mundo desde los albores de la civilización. La localización había creado Singapur; y levantar los embargos sobre la isla sería como desembozar una arteria global.

Ella había formado parte de ello, pensó. Y no había sido un asunto pequeño. Ahora que estaba de pie a solas junto a la borda de proa, con el alzarse primordial de la cubierta bajo sus pies, podía sentir la magnitud de lo que había hecho. Un pequeño momento de impulso espiritual, una satisfacción mística. Había estado efectuando el trabajo del mundo…, podía sentir el sutil flujo de sus mareas taoístas, alzándola, arrastrándola.

De pie allí, derramando tensión, respirando el húmedo aire monzónico bajo el interminable cielo gris, ya no podía creer en su peligro personal. Era de nuevo a prueba de balas.

Los piratas eran los que tenían problemas ahora. Los grandes cerebros del Banco por toda la cubierta, en pequeños grupos conspiradores, murmurando y mirando por encima de sus hombros. Había un sorprendente número de tipos importantes en aquel barco…, al parecer eran los primeros que habían llegado a bordo. Podía decir que eran jefes porque iban bien vestidos y tenían aquel aire de irritación. Y eran viejos.

Todos ellos mostraban aquella tensa e irregular expresión vampírica que procedía de años de tratamientos de longevidad a medio cocer en Singapur. Filtración de la sangre, terapia hormonal, vitamina E, acupuntura eléctrica. Dios sabía qué tipo de locas estupideces del mercado negro. Quizás
habían
extendido algunos años extra a un alto coste, pero ahora iban a tener que cortar de golpe sus tratamientos. Y podía imaginar que no sería fácil.

Al anochecer, un gran helicóptero civil llegó con una última carga de refugiados. Laura permaneció de pie junto a una de las altas columnas de aireación, que susurraba suavemente mientras descendían los refugiados. Más gente importante.

Uno de ellos era el señor Shaw.

Laura retrocedió, impresionada, y caminó lentamente hacia la proa, sin mirar atrás. Tenía que haber existido algún tipo de arreglo especial, pensó…, ese asuntó de Abadán. Probablemente Shaw y su gente lo tenían preparado desde hacía mucho tiempo. Singapur podía estar acabado para ellos, pero los grandes piratas de datos tenían sus propios instintos de supervivencia. Nada de Naurus y Kiribatis baratos para ellos…, eso era para los mamones. Ellos se dirigían allá donde el dinero del petróleo aún manaba rápido y profundo. La República Islámica no era amiga de Viena.

Sin embargo, dudaba de que lo hubieran conseguido gratis. Singapur podía desear enterrar a los gángsteres del Banco y sus evidencias, pero demasiada gente tenía que saberlo. Debía de haber quedado un claro rastro hasta el barco con todos aquellos grandes estafadores en él. La prensa vídeo estaba ya hormigueando en Singapur a la sombra de la Cruz Roja…, ansiosos pioneros de otro ejército global sin armas, llenos de micros y minicámaras. Una vez el barco estuviera en aguas internacionales, Laura estaba medio convencida de que aparecerían los periodistas.

Podía ser interesante. A los piratas no les gustaría demasiado…, su piel se ampollaba bajo la publicidad. Pero al menos habían escapado de los granadinos.

Parecía haber una convicción no formulada entre los singapurianos de que los granadinos ya habían terminado con ellos. Con el Banco disperso y el gobierno en ruinas, simplemente ya no había ningún objetivo para su campaña terrorista.

Quizá tuvieran razón. Tal vez el terrorismo con éxito siempre había actuado de esta forma…, provocando un régimen hasta que se derrumbaba bajo el peso de su propia represión. «Babilonia ha caído»…, se vanagloriaban de ello. Quizá Sticky y sus amigos se deslizarían ahora fuera de Singapur en la confusión de la revuelta.

Si quedaba algo de cordura en ellos, se alegrarían de echar a correr, hinchados y orgullosos, triunfantes. Probablemente sorprendidos de seguir con vida. Podrían hundirse de nuevo en sus sombras caribeñas como auténticas leyendas vudú, fantasmas sin paralelo del nuevo milenio. ¿Por qué no vivir? ¿Por qué no disfrutar de ello?

Deseaba creer que lo habían hecho así. Deseaba que todo hubiera terminado…, no podía soportar el pensar de nuevo en el febril menú de Sticky de atrocidades técnicas.

Un estremecimiento se apoderó de ella allá donde estaba de pie. Una abrumadora oleada de intenso, no enfocado, ontològico temor. Por un momento se preguntó si no habría recibido alguna pella. Quizá Sticky le había administrado una dosis mientras estaba inconsciente, y la droga del miedo recién empezaba a hacer efecto… Dios, era una sospecha horrible.

De pronto recordó al agente de Viena al que había conocido en Galveston, el educado y apuesto ruso que había hablado de la «presión maligna en una bala».

Ahora, por primera vez, estaba captando lo que el hombre había querido decir. La presión de la
cruda posibilidad.
Si algo era
posible…,
¿no significaba eso que en alguna parte, de algún modo, alguien
tenía que hacerlo?
El ansia vudú de negociar con demonios. El duende de lo perverso. Profundamente enterrado en el espíritu humano, la carnívora sombra de la ciencia.

Era una dinámica, como la gravedad. Algún legado de la evolución, profundamente enterrado en los nervios humanos, invisible y potente, como el software.

Se volvió en redondo. Ninguna señal de Shaw. A unos pocos metros tras ella, Mala Suerte estaba vomitando ruidosamente por encima de la borda. Alzó la vista y se secó la boca con la manga.

Ella hubiera podido ser él. Laura se obligó a sonreírle.

Él le devolvió una mirada de trémula gratitud y se acercó a su lado. Ella estuvo a punto de huir, pero él alzó una mano.

—Estoy bien —dijo—. Sé que voy recibiendo dosis. Vienen en oleadas. Es mejor saberlo.

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