Pero había demasiado…, ¡y costaba tanto de fabricar! Bueno, quizá no tanto…, si uno no pagaba seguros sociales ni cuotas sindicales de los trabajadores, y nunca tenía que pasar una inspección, y no programaba sistemas de seguridad ni archivaba cada modificación por triplicado. Seguro; incluso la energía nuclear era barata si uno trabajaba rápido y despreocupadamente.
Pero las reglas bio de seguridad eran diez veces más estrictas, o eso se suponía. Quizás el plutonio fuera malo, pero al menos no podía saltar fuera de su tanque y crecer por sí mismo.
—¡Este pasillo está hecho de
cartón!
—exclamó David.
—No, termoepóxidos sobre cartón —dijo Andrei—. ¿Ve ese obturador? Vapor vivo. Podemos hervir todo este pasillo en cualquier momento. No es que necesitemos hacerlo, por supuesto.
Se detuvieron al extremo del pasillo junto a una alta compuerta hermética. Tenía el símbolo internacional de peligro: el círculo con el triple cuerno, negro y amarillo. Un buen diseño gráfico, pensó Laura, mientras Andrei hacía girar la rueda de la compuerta; tan aterrador en su elegancia como el cráneo y las tibias cruzadas.
Entraron.
Emergieron en un descansillo de bambú lacado. Se alzaba doce metros en el aire, dominando una caverna de acero del tamaño de un hangar de aviación. Habían llegado a una sección de los depósitos del superpetrolero; su suelo —el casco de acero— era suavemente curvo. Y estaba sembrado con una maquinaria surrealista, como los juguetes olvidados de un gigante de diez años con una clara afición hacia la química.
El pasillo de cartón, y su descansillo de bambú, y sus inclinadas pasarelas que se extendían como una tela de araña, estaba todo unido a un monstruoso mamparo a sus espaldas. El mamparo del otro lado del hangar se alzaba en la distancia, una enorme pared gris reforzada por un entramado de vigas de acero…, cubierta por un gigantesco mural policromo. Un mural de hombres y mujeres con monos y gorras, desfilando bajo banderas, con sus enormes ojos pintados tan grandes como pelotas de baloncesto fijos en el aire…, con sus morenos brazos redondeados y monolíticos brillando como cera en un extraño paisaje submarino.
La espectral iluminación brotaba de una serie de luces de cristal líquido. Había cubas de acero con fondo de cristal, grandes como piscinas infantiles, llenas de una fría y rezumante radiación. Una sustancia de aspecto pegajoso, blanca y luminiscente, arrojaba extrañas sombras sobre las melladuras y ondulaciones del techo de cartón.
Había un fuerte ruido allí: un gorgotear y resonar de naturaleza industrial, con el ajetreado zumbar de motores sobrecargados y el latir y retumbar de tuberías. El cálido y húmedo aire olía a algo blando y agradable, como arroz muy hervido. Con extraños hedores ocasionales…, el aroma químico del ácido, el resabio gredoso del limo. El sueño de un fontanero drogado: grandes torres de acero inoxidable acanalado, de tres pisos de altura, con sus nudosas bases en medio de un laberinto de tubos. Luces indicadoras como un árbol de Navidad rojo y verde, paneles vítreos brillantes como joyas baratas. Decenas de personas vestidas con monos blancos de papel…, comprobando lecturas, inclinadas sobre largas superficies recubiertas de cristal llenas de humeantes y agitantes gachas…
Siguieron a Andrei escaleras abajo, mientras David lo escrutaba cuidadosamente todo y murmuraba en su equipo.
—¿Por qué no llevan equipo estéril? —pregunto Laura.
—Nosotros
llevamos el equipo estéril —dijo Andrei—. Ahí abajo todo está limpio. Pero nosotros tenemos nuestra piel llena de toda clase de bichos. —Se echó a reír—. No estornuden ni toquen nada.
Tres tramos más abajo, aún por encima del casco, giraron hacia una pasarela. Conducía a una serie de oficinas con frente de cristal que dominaban toda la planta sobre una serie de puntales de bambú.
Andrei les condujo dentro. Las oficinas eran silenciosas y frías, con aire filtrado y luces eléctricas. Había escritorios, teléfonos, calendarios de oficina, un frigorífico al lado de una serie de cajas apiladas de latas de Pepsi-Cola. Como cualquier oficina allá en los Estados Unidos, pensó Laura, mirando a su alrededor. Quizá veinte años atrás…
Una puerta marcada «privado» se abrió bruscamente, y un hombre anglo salió por ella de espaldas. Accionaba un pulverizador. Se volvió y les vio.
—¡Oh! Hola, Andrei…
—Hola —dijo Laura—. Soy Laura Webster; él es David, mi esposo…
—¡Oh, son ustedes, amigos! ¿Dónde está su niña? —Al contrario que todos los demás con los que se habían encontrado hasta entonces, el desconocido llevaba traje y corbata. Era un traje viejo, del más puro y ostentoso estilo «Taipan» que había hecho furor hacía diez años—. No se han atrevido a traer a la pequeña hasta aquí abajo, ¿eh? Bueno, es perfectamente seguro, no necesitaban preocuparse. —Les miró; la luz se reflejó en sus gafas—. Pueden quitarse esas mascarillas, aquí dentro no son necesarias… Supongo que no estarán resfriados o algo así.
Laura tiró de su mascarilla hasta más abajo de su mentón.
—No.
—Tendré que pedirles que no utilicen el…, hum…, los servicios. —Hizo una pausa—. Todo está unido entre sí ahí abajo, ¿saben?…, todo cerrado y reciclado. Agua, oxígeno, todo. Exactamente igual que una estación espacial. —Sonrió.
—Éste es el doctor Prentis —les dijo Andrei.
—¡Oh! —dijo Prentis—. Sí, soy una especie de chico para todo aquí abajo, como supongo habrán adivinado… Son ustedes estadounidenses, ¿verdad? Llámenme Brian.
—Encantado, Brian. —David extendió su mano. Prentis hizo una mueca.
—Lo siento, eso tampoco está permitido… ¿Quieren una Pepsi? —Dejó su pulverizador sobre un escritorio y abrió el frigorífico—. Tenemos almendras saladas, rizos de queso, patatas barbacoa…
—Uh, acabamos de comer… —David estaba escuchando algo online—. Gracias de todos modos.
—¡Todo sellado al vacío, todo perfectamente seguro! ¡Directamente sacado de su envase! ¿Está usted seguro? ¿Laura? —Prentis abrió una lata de Pepsi—. Oh, bueno, más para mí.
—Mi contacto online —dijo David—. Deseaba saber si es usted el Brian Prentis que escribió el artículo sobre…, lo siento, no capté eso…, polisacáridos algo.
Prentis asintió brevemente con la cabeza.
—Sí, yo lo escribí.
—La recepción es un poco mala aquí abajo —se disculpó David.
—En el estado de Ohio. Hace ya mucho tiempo —dijo Prentis—. ¿Quién es la persona que está al otro lado? Alguien de Rizome, supongo.
—La profesora Millie Syers, una compañera Rizome en el estado de Carolina del Norte…
—Nunca oí hablar de ella —reconoció Prentis—. ¡Bueno! ¿Qué hay de nuevo en los Estados Unidos? ¿Qué me cuentan de ese nuevo show, «L.A. en directo»? Nunca me pierdo un episodio.
—Dicen que es muy divertido —indicó Laura. Nunca lo había visto.
—Esos tipos que hacen «Los Hermanos Cabezadechorlito»…, me encantan. —Prentis hizo una pausa—. Aquí lo captamos todo, ¿saben? Cualquier cosa de la Red…, ¡no sólo estadounidenses! Esas compañías por cable de los Estados Unidos sacan un montón de cosas. Los más exóticos productos brasileños… —Hizo un guiño de complicidad— Y esas cosas japonesas…, ¡huau!
—El porno ya no se vende como antes —dijo Laura.
—Sí, son conservadores, gazmoños —asintió Prentis—. ¡No estoy de acuerdo con eso! Creo en una apertura total…, pura honestidad, ¿saben? La gente no debería ir por la vida con anteojeras.
—¿Puede decirnos lo que hace usted aquí? —preguntó Laura.
—Oh. Por supuesto. Utilizamos la
E. coli
auxotrófica, generalmente la homoserina auxotrófica, aunque utilizamos la doble auxotrofia si estamos intentando algo delicado… Y los fermentadores, las torres, son sacaromicetáceos…, una cepa estándar, copyright Pruteen, nada muy avanzado, sólo experimentada tecnología escop. A un ochenta por ciento de capacidad, bombeamos unas quince toneladas métricas por instalación cada día, peso en seco… Por supuesto, no lo dejamos en su estado crudo. Insistimos mucho en lo que ustedes llaman cosmética…, le damos gusto al paladar.
Prentis se dirigió hacia las ventanas.
—Esas cosas más pequeñas son lo que llamamos campanas y silbatos… Textura, sabor, fermentación secundaria… —Sonrió vidriosamente a Laura—. ¡En buena parte es como las cosas normales que haría cualquier ama de casa en la comodidad de su cocina! Mezcladoras, microondas, batidoras de huevos; sólo que a una escala un poco mayor, eso es todo.
Prentis miró a David y apartó rápidamente la vista; aquellas gafas oscuras le intranquilizaban. Clavó los ojos en Laura, deteniéndose arrobado en sus pechos.
—En realidad, no es nada nuevo. Si alguna vez han comido pan o queso o bebido cerveza, no han hecho más que comer y beber mohos y levaduras. Todas esas cosas: tofu, salsa se soja; se sorprenderían de todas las operaciones que son necesarias para la elaboración de la salsa de soja. Y, créanme o no, esto es mucho más seguro que los denominados alimentos naturales. ¡Verduras frescas! ¡Hay registrados casos de gente que ha muerto a causa de comer patatas naturales!
—Hey —dijo David—, está usted predicándole a un converso, amigo.
Laura se volvió hacia las ventanas. —Esto no es exactamente nuevo para nosotros, doctor Prentis. Rizome posee una división de alimentos sintéticos… Hubo un tiempo en que hice algo de relaciones públicas para ellos.
—¡Pero es bueno, es bueno! —dijo Prentis, asintiendo sorprendido—. La gente, ¿saben?, tiene absurdos prejuicios… acerca de «comer gérmenes».
—Quizá los tuvieran hace años —dijo Laura—. pero hoy en día es más un asunto de clases…, se considera comida de pobres. Alimento para el ganado. Andrei cruzó los brazos. —Una noción yanqui burguesa… —Bueno, es un problema de marketing —dijo Laura—. Pero estoy de acuerdo con usted. Rizome no ve nada malo en alimentar a la gente hambrienta. Tenemos nuestra propia experiencia en eso…, y es el tipo de transferencia de tecnología que puede ser muy útil para una industria en desarrollo… —Hizo una pausa—. He oído su discurso ahí arriba, Andrei, y hay mucho más terreno común entre nosotros de lo que usted cree.
David asintió su conformidad.
—En estos momentos hay un juego en los Estados Unidos llamado Worldrun. Se juega mucho, es muy popular… La tecnología proteínica, como ésta, es una de nuestras herramientas principales para la estabilidad mundial. Sin ella se producen disturbios por causa de la comida, las ciudades se desmoronan, los gobiernos caen… Y no sólo en África.
—Esto es trabajo —dijo Andrei—. No un juego.
—Nosotros no hacemos esa distinción —respondió David, muy serio—. Nosotros no tenemos «trabajo» en Rizome…, sólo cosas que hacer, y gente para hacerlas. —Sonrió persuasivamente—. Para nosotros, jugar es aprender…, usted juega al Worldrun, y aprende que no puede quedarse sentado y dejar que las cosas se vayan al infierno. No puede limitarse a cobrar un sueldo, sacar un beneficio, ser un peso muerto en el sistema. En Rizome sabemos esto…, demonios, para eso precisamente hemos venido a Granada.
Se volvió hacia Prentis.
—No me cuesta nada conseguir una copia a través de mi conexión…, puedo pedírsela si quiere. Y para usted también, Andrei.
Prentis rió quedamente.
—Oh, puedo acceder al Banco desde aquí, David. Juegos de ordenador…, debemos tener unos doscientos mil en los archivos, de todo tipo, en todos los idiomas…
—¿Pirateados? —dijo Laura. Prentis la ignoró.
—Pero el Worldrun… Le echaré una ojeada, puede ser interesante. Me gusta estar al corriente de todo lo nuevo…
David se llevó una mano al audífono.
—¿Cuánto tiempo lleva usted en Granada, doctor Prentis?
—Diez años y cuatro meses —dijo Prentis—. Y ha sido un trabajo muy gratificante. —Hizo un gesto hacia las instalaciones al otro lado del cristal—. Usted mirará esto y puede que piense: una planta de segunda mano, ensamblada de cualquier manera… Pero tenemos aquí algo que los Estados Unidos jamás podrán igualar. Tenemos aquí el Auténtico Espíritu Emprendedor… —Prentis se situó detrás del escritorio y abrió un cajón del fondo.
Empezó a apilar cosas sobre la maltratada superficie de la mesa: limpiapipas, navajas, una lupa, un montón de casetes sujetas con una goma elástica.
—Aquí utilizamos cualquier cosa, la sacudimos, la volvemos del revés, la examinamos desde todos los ángulos…, podemos someterla a todo lo que queramos. Tenemos todo el dinero que necesitamos para ello, no es como en los Estados Unidos; una vez confían en uno, uno tiene a su disposición todo lo que pida y más. Dispone de una Auténtica Libertad Intelectual…
Más basura se acumuló sobre su escritorio: sellos de goma, pisapapeles, juguetes de hojalata molecular.
—¡Y saben cómo organizar fiestas también! Puede que no lo crea usted así al ver esos cuadros del Movimiento ahí arriba en cubierta, pero nunca ha visto un carnaval en Granada…, ¡es alucinante! Realmente saben cómo soltarse… Oh, aquí está. —Sacó un tubo sin etiqueta alguna; parecía pasta dentífrica—. ¡Eso si es algo grande!
—¿Qué es? —preguntó David.
—¿Qué? ¡Simplemente la más grande loción bronceadora jamás fabricada, eso es todo! —Se la lanzó a David—. La inventamos aquí, en Granada. No es simplemente filtros solares y emolientes. Demonios, esas viejas basuras no hacen más que poner capas sobre la epidermis. Esto es absorbido directamente por las células, cambia la estructura reactiva…
David desenroscó el tapón. Un olor fuerte y mentolado llenó la habitación.
—¡Huau! —Volvió a tapar el tubo.
—No, quédeselo.
David se metió el tubo en el bolsillo.
—No he visto esto en el mercado…
—Demonios, no, no lo ha visto. ¿Y sabe por qué? Porque los federales de sanidad yanquis lo rechazaron, por eso. Un «riesgo mutagénico». «Cancerígeno.» ¡Y una mierda, hermano! —Prentis cerró el cajón de golpe—. ¡La luz del sol directa!
Eso
es un auténtico riesgo de cáncer. Pero no, prefieren prescindir de ello. Porque es «natural». —Prentis se echó a reír—. De acuerdo, si uno usa esa loción cada día durante cuarenta años, quizá se le presente algún pequeño problema. ¡O quizá ya tenga úlceras gástricas a causa del alcohol! Eso quizá le convierta en una ruina de la cabeza a los pies, pero, ¿ha visto alguna vez que prohíban el alcohol? Malditos hipócritas.
—Comprendo lo que quiere decir —admitió Laura—. Pero mire lo que se ha hecho acerca de los cigarrillos. El alcohol también es una droga, y las actitudes de la gente…