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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (24 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Que se jodan —dijo Laura—. Valdrá la pena sólo para oírle dejar a un lado ese maldito acento. —Le sonrió sin el menor humor—. Vamos, soldado. Saque lo que tenga que sacar. No voy a permitir que me siga pinchando todo el camino hasta el Banco, sólo para psicoanalizarme o lo que demonios crea que está haciendo.

Sticky flexionó sus musculosas manos sobre el volante.

—¿No tiene miedo de estar a solas conmigo? Ahora está fuera de la Red, se halla algo así como indefensa, ¿no? —Le dio un repentino golpecito con un dedo en las costillas, como si hurgara el costado de una res—. ¿Y si ahora yo me desviara hacia esos árboles y me mostrara rudo con su cuerpo?

—Jesús. —Eso no se le había ocurrido nunca—. Espero que no lo haga, capitán. Supongo que le arrancaría los malditos ojos con las uñas.

—¡Oh, vaya! —No la miró; sus ojos estaban fijos en la carretera, conducía aprisa…, pero su mano derecha saltó con una increíble rapidez y agarró su muñeca con un restallar de piel sobre piel. Su mano pareció clavarse hasta el mismo hueso, y una oleada de dolor ascendió por el brazo de Laura—. Suéltese —dijo—. Inténtelo.

Forcejeó, sintiendo la primera oleada de auténtico miedo. Era como tirar de un tornillo de banco. Ni siquiera se movió. No lo hubiera supuesto tan fuerte, pero su desnudo brazo bronceado parecía ahora como hierro forjado. Innatural.

—Me está haciendo daño —dijo, intentando parecer tranquila. Había un ligero temblor de odio en su voz.

Sticky rió, triunfante.

—Ahora escúcheme, muchacha. Todo este tiempo, usted…

Laura se clavó bruscamente en su asiento y pateó el freno. El jeep derrapó alocadamente; el soldado de atrás chilló. Sticky la soltó como si se hubiera quemado; sus manos accionaron el volante con una rapidez impulsada por el pánico. Patinaron, saltaron sobre los baches del arcén. Sus cabezas golpearon el duro techo. Dos segundos de tambaleante caos. Luego estuvieron de nuevo en la carretera, bamboleándose ligeramente.

A salvo. Sticky dejó escapar temblorosamente el aliento.

Laura se sentó erguida y se frotó en silencio la muñeca.

Algo realmente terrible había ocurrido entre ellos. Laura todavía no sentía miedo, aunque habían estado a punto de morir juntos. No había pensado que pudiera ser tan malo —en un jeep manual—, simplemente lo había hecho. Movida por un impulso. La furia había hervido bruscamente en ella cuando sus inhibiciones se habían desvanecido junto con el ojo de cristal de la Red.

Ambos habían actuado como borrachos furiosos cuando la Red había desaparecido.

Ahora todo había terminado. El soldado —el muchacho— en el asiento de atrás agarraba convulsivamente su rifle, presa aún del pánico. Nunca había experimentado la Red, todo era un misterio para él, aquella repentina oleada de violencia, como un viento huracanado. Había aparecido sin razón alguna, se había ido sin razón alguna…, ni siquiera sabía si se había marchado definitivamente.

Sticky siguió conduciendo, con la mandíbula encajada, los ojos clavados al frente.

—Winston Stubbs —dijo finalmente— era mi padre.

Laura asintió. Sticky le había dicho aquello por una razón…, era la única forma que conocía de disculparse. La noticia no la sorprendió demasiado, pero por un momento sintió que le escocían los ojos. Se reclinó en su asiento, relajándose, respirando profundamente. Tenía que ir con cuidado con él. La gente tenía que ir con cuidado la una con la otra…

—Debió sentirse usted muy orgulloso de él —dijo. Gentil, tentativamente—. Era un hombre muy especial. —No hubo ninguna respuesta—. Por la forma en que él le miraba, supe que…

—Le fallé —dijo Sticky—. Yo era su guerrero, y el enemigo le alcanzó.

—Ahora sabemos quién lo hizo —dijo Laura—. No fue Singapur. Fue un régimen africano…, la policía secreta de la República de Malí.

Sticky la miró como si ella se hubiera vuelto loca. Sus gafas polarizadas habían saltado durante el casi accidente, y sus amarillentos ojos brillaban como los de una comadreja.

—Malí es un país
africano
—dijo.

—¿Por qué tiene que significar eso alguna diferencia?

—¡Estamos luchando por los pueblos africanos! Malí…, ni siquiera es un paraíso de datos. Es un país resignado. No tienen ninguna razón. —Parpadeó—. Le han mentido si le han dicho esto.

—Sabemos que Malí es el ElAT —insistió Laura. Sticky se encogió de hombros.

—Cualquiera puede usar esas siglas. Piden dinero, y sabemos adónde va. A Singapur. —Sacudió lentamente la cabeza—. Se acerca una guerra, Laura. Tiempos muy malos. Nunca deberían haber venido ustedes a esta isla.

—Teníamos que venir —dijo Laura—. Éramos testigos.

—Testigos —bufó Sticky con desdén—. Sabemos lo que ocurrió en Galveston, nunca los hemos necesitado para eso. Son ustedes rehenes, Laura. Usted, su hombre, incluso la niña. Rehenes de Rizome. Su compañía está en medio y, si favorece a Singapur contra nosotros, el Banco los matará.

Laura se humedeció los labios. Se envaró en su asiento. —Si esto desemboca en una guerra, va a morir mucha gente inocente.

—Les han hecho hacer el tonto. Su compañía. Les han enviado aquí, ¡y ellos sabían!

—Las guerras matan a la gente —insistió Laura—. David y yo no somos tan inocentes como algunos.

Él dio una palmada al volante.

—¿No tiene usted miedo, muchacha?

—¿Lo tiene usted, capitán?

—Yo soy un soldado.

Laura se obligó a encogerse de hombros.

—¿Qué significa eso en una guerra de terror? Mataron a un huésped en mi casa. Delante de mí y de mi hija. Voy a hacer todo lo que pueda por atraparles. Sé que es peligroso.

—Es usted un enemigo valiente —dijo Sticky. Tomó una carretera secundaria, a través de un destartalado pueblo de tierra roja y plancha oxidada. Empezaron a subir una colina, hacia el interior. El sol hendió las nubes por un momento, y las ramas lanzaron motas de luz contra el parabrisas.

Desde una curva cerrada en la parte superior de la colina, Laura vio el distante amontonamiento del puerto del colonial Grand Roy…, soñolientos tejados rojos, pequeñas columnas blancas en los porches, sinuosas calles en pendiente. Una plataforma de perforación permanecía agazapada mar adentro, como una araña marciana.

—Es usted una estúpida —dijo Sticky—. Intenta presentar una mierda de propaganda que piensa que va a hacer que todo el mundo juegue lealmente. Pero esto no es como unas galerías comerciales familiares yanquis donde puede usted comprar la paz para todo el mundo como si fuera Coca-Cola. Eso no va a funcionar… Pero no creo que deba usted morir intentándolo tampoco. No es justo.

Restalló una orden. El miliciano rebuscó detrás de él y le pasó a Laura una chaqueta de corte militar y una especie de túnica negra con capucha.

—Póngase eso —dijo Sticky.

—De acuerdo. —Laura se abotonó la voluminosa chaqueta sobre su camisa de trabajo—. ¿Qué es esa bata?

—Es un
chador.
Lo llevan las mujeres islámicas. Es muy modesto…, y ocultará ese pelo rubio. Habrá aviones espía allá donde vamos. No quiero que la vean.

Laura culebreó dentro de la túnica y se echó la capucha por encima de la cabeza. Una vez dentro de la holgada ropa, captó un ligero aroma de su anterior usuario…, cigarrillos perfumados y esencia de rosas.

—No fue el Banco Islámico…

—Sabemos que fue el Banco. Han estado manteniendo aviones espía ahí encima cada día, procedentes de Trinidad. Tenemos identificada la plantación que están utilizando, todo. Disponemos de nuestras propias fuentes…, no necesitamos que ustedes nos digan nada. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el compartimiento de mapas—. Será mejor que se ponga su equipo de televisión. Ya le he dicho todo lo que tenia que decir.

—No queremos hacerles ningún daño ni a usted ni a su gente, Sticky. Sólo les deseamos el bien…

Él suspiró.

—Entonces simplemente háganlo.

Ella sacó sus gafas. Emily chilló en su oído:

—[¿Qué demonios estás haciendo? ¿Te encuentras bien?]

—Perfectamente, Emily. Me ha rebajado un poco la tensión.

—[No seas estúpida, Laura. Vas a dañar nuestra credibilidad en esto. ¡Nada de negociaciones secretas! Eso tiene mal aspecto…, como si ellos trataran de comprarte. Las cosas ya están bastante mal ahora, sin que la gente empiece a pensar que estás yendo por canales traseros offline.]

—Nos dirigimos al Campo Fedon —dijo Sticky en voz alta, con voz animada—. ¿Está escuchando, Atlanta? Julian Fedon fue un Hombre Libre de Color. Esta vez fue en la Revolución Francesa, y él predicó los Derechos del Hombre. Los franceses le pasaron armas de contrabando, y él se apoderó de plantaciones, liberó a los esclavos y los armó. Quemó a los esclavócratas baccra con el fuego de la justicia. Y luchó con una pistola en la mano cuando la invasión de los Casacas Rojas…, todo un ejército necesitó meses para apoderarse de su fuerte.

Habían llegado a un quebrado conjunto de colinas que formaban un cuenco, un lugar volcánico, agreste y salvaje. Un paraíso tropical, salpicado con altas torres de vigilancia. A primera vista parecían inofensivas, como torres de agua. Pero los redondeados tanques de almacenamiento eran como cajas acorazadas, rodeadas de estrechas rendijas para las ametralladoras. Sus resplandecientes costados estaban ampollados con focos y radares, y sus techos planos eran zonas de aterrizaje para helicópteros. Las gruesas raíces de los ascensores se hundían en el suelo…, no se veían puertas por ninguna parte.

Subieron con el jeep colina arriba por una empinada carretera de piedra, dura y negra roca cortada. Restos de excavación. Había montones de aquellas piedras por todas partes, diques de afilados peñascos capaces de romper una pierna, medio ocultos bajo zarzas en flor y matorrales desde donde cantaban los pájaros…

El Campo Fedon era un nuevo tipo de fortaleza. No había sacos terreros, nada de alambre de espino, ninguna puerta ni guardias. Sólo las torres alineadas alzándose mudas desde la tranquila tierra verde como setas mortíferas de cerámica y acero. Torres que se espiaban entre sí, vigilando las colinas, vigilando el cielo.

Túneles, pensó Laura. Tiene que haber túneles subterráneos que unen entre sí estas torres de la muerte…, y almacenes llenos de munición. Todo bajo tierra, con sólo las torres alzándose como setas de sus raíces subterráneas en una geometría de zonas estratégicas de fuego.

¿Cómo debe ser atacar este lugar? Laura podía imaginar furiosos y hambrientos revolucionarios con sus patéticas antorchas y cócteles Molotov, vagando bajo aquellas torres como ratones bajo los muebles. Incapaces de hallar nada de su propio tamaño…, nada que pudieran alcanzar o herir. Asustándose cada vez más a medida que sus gritos eran respondidos por el silencio…, empezando a arrastrarse, en grupos murmurantes, a la falsa protección de las rocas y los árboles. Mientras cada paso sonaba tan fuerte como el retumbar de un tambor en los micrófonos enterrados, mientras sus cuerpos brillaban como candelas humanas en las pantallas infrarrojas de algún artillero…

La carretera simplemente terminaba en una extensión de un cuarto de hectárea de asfalto llena de hierbajos. Sticky apagó el motor y cogió sus gafas polarizadas. Miró a través del parabrisas.

—Allí, Laura. ¿Lo ve? —Señaló hacia el cielo—. Junto a esa nube gris que tiene forma de cabeza de lobo…

Ella no podía ver nada. Ni siquiera una mota.

—¿Un avión espía?

—Ajá. Desde ahí arriba, pueden contar incluso sus dientes a través de una telefoto. Del tamaño correcto además… Demasiado pequeño para que un estúpido misil lo localice, y los buenos cuestan más de lo que consiguen. —Un rítmico golpetear sonó encima de ellos. Laura se encogió involuntariamente. Una sombra esquelética cruzó el asfalto hacia ellos. Un helicóptero de carga flotaba sobre sus cabezas.

Sticky abandonó el jeep. Laura vio la sombra dejar caer una cuerda, oyó un clunc cuando golpeó la capota dura del jeep. Se oyó el restallar de resortes, y Sticky volvió a subir. Al cabo de un momento flotaban hacia arriba. Jeep incluido.

El suelo cayó mareantemente a sus pies.

—Sujétese —dijo Sticky. Su voz sonaba aburrida. El helicóptero los bajó en la parte superior de la torre más cercana, al interior de una amplia red amarilla. Los brazos de la red crujieron sobre recios muelles, el jeep se bamboleó como si estuviera borracho; luego los brazos descendieron, y se posaron en la cubierta.

Laura bajó, temblorosa. El aire olía como en el alba del Edén. A todo su alrededor, las montañas eran demasiado agrestes como para ser cultivadas: colinas cubiertas de verdor envueltas en una bruma gris tinta, como un paisaje chino. Las otras torres eran como ésta: con sus partes superiores rodeadas por un bajo parapeto cerámico. En la torre más próxima, a cincuenta metros de distancia, un grupo de soldados semidesnudos estaban jugando al balonvolea.

El helicóptero se posó, con una sacudida, a su lado, en el trébol negro de su lugar de aterrizaje. El viento de su rotor azotó el cabello de Laura.

—¿Qué es lo que hacen durante los huracanes? —gritó. Stickv la cogió del codo y la condujo hacia una escotilla.

—Hay otras formas de entrar, además de los helicópteros —dijo—. Pero ninguna que necesite conocer usted. —Abrió las dobles puertas de la escotilla, que revelaron un corto tramo de escalera que conducía a un ascensor.

—[Tómeselo con calma] —dijo una voz no familiar en su oído—. [No puedo ocuparme de ustedes dos a la vez, y no soy arquitecto militar. Ese lugar al lado del mar ya es bastante extraño de por sí… David, ¿conoce usted a alguien en Rizome que sea especialista en asuntos militares? No, no lo creo… Laura, ¿puede usted perder unos veinte minutos?

Laura se detuvo en seco. Sticky pareció impaciente.

—No va a ver usted mucho, si es eso lo que la detiene. Vamos a bajar aprisa.

—Otro ascensor —le dijo Laura a Atlanta—. Voy a estar offline.

—Está conectado —le aseguró Sticky—. Sabían que venía usted.

Bajaron seis pisos, aprisa. Salieron a un túnel de piedra estriada del ancho de una carretera de dos carriles. Había cajas de almacenaje de aspecto militar pintadas con antiguos caracteres cirílicos del Pacto de Varsovia. Colgantes lonas embreadas sobre enormes bultos llenos de protuberancias de Dios sabía qué. Sticky avanzó rápidamente, con las manos en los bolsillos.

—¿Conoce usted el túnel del Canal? ¿El que va de Gran Bretaña a Francia?

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