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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (28 page)

BOOK: Islas en la Red
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Subieron y se alejaron con un suave silbar de las palas del rotor.

David miró por la ventanilla a prueba de balas a los ennegrecidos restos de la mansión.

—¿Alguna idea de qué fue lo que alcanzó nuestra casa?

—Sí. Hubo muchos de ellos. Aviones muy pequeños y baratos…, papel y bambú, como las cometas de los niños. Transparentes al radar. Muchos se han estrellado ya ahora, pero no antes de que dejaran caer sus muchas bombas. Pequeñas varillas de termita con jalea inflamable.

—¿Apuntaban a nosotros en particular? ¿A Rizome, quiero decir?

Andrei se encogió de hombros en su cinturón.

—Es difícil decirlo. Muchas casas como ésta han ardido. El comunicado les menciona a ustedes…, lo tengo aquí. —Les pasó una copia de impresora. Laura la miró: fecha y línea de identificación, y párrafo tras párrafo de la habitual basura estalinista.

—¿Han hecho algún recuento de bajas?

—Setecientas hasta el momento. Está aumentando. Aún están sacando cuerpos de las instalaciones de mar adentro. Nos golpearon con misiles antibarcos.

—Buen Dios —dijo David.

—Eso es armamento pesado. Tenemos helicópteros ahí fuera buscando barcos. Puede que haya varios. Pero hay muchos barcos en el Caribe, y los misiles tienen un radio amplio. —Rebuscó algo en el bolsillo de su camisa—. ¿Han visto ustedes esto antes?

Laura tomó el objeto de entre sus dedos. Parecía un gran clip de plástico para papeles. Estaba moteado de verde y marrón, y casi no pesaba nada.

—No.

—Éste está desactivado…, es explosivo plástico. Una mina. Puede hacer estallar el neumático de un camión. O la pierna de una mujer o un niño. —Su voz era fría—. Los pequeños aviones esparcieron muchos, muchos cientos de ellos. Ya no podrán viajar de nuevo por carretera. Y no vamos a poner el píe en el complejo.

—¿Qué tipo de loco bastardo…? —empezó a decir David.

—Quieren negarnos nuestro propio país —dijo Andrei—. Esos artilugios derramarán nuestra sangre durante muchos meses en el futuro.

El suelo se deslizaba bajo ellos; de pronto estuvieron sobre el Caribe. El helicóptero hizo un giro.

—No vuele en el humo —advirtió Andrei al piloto—. Es tóxico.

El humo ascendía todavía de dos de las instalaciones marinas. Parecían gigantescas plataformas con montones de chatarra de coches ardiendo apilada encima. Un par de barcazas contra incendios arrojaban largos y plumosos chorros de espuma química sobre ellas.

Las instalaciones suspendidas sobre el agua habían cedido en muchos lugares hasta la superficie; sus adornados elementos hidráulicos eran azotados por el agua salada. El agua estaba llena de ennegrecidos restos…, masas de tela, ondulantes serpientes plásticas de cables. Y cosas flotantes de rígidos miembros que parecían maniquíes. Laura apartó la vista con un jadeo de dolor.

—No, mire muy bien —le dijo Andrei— Nunca nos mostraron ningún rostro… Dejemos que esa gente al menos tenga rostro.

—No puedo mirar —dijo ella tensamente.

—Entonces cierre los ojos detrás de las gafas.

—Está bien. —Apretó su ciego rostro contra la ventanilla—. Andrei. ¿Qué van a hacer ahora?

—Ustedes se marcharán esta tarde —dijo el hombre—. Como puedo ver, ya no podemos seguir garantizando su seguridad. Partirán tan pronto como el aeropuerto haya sido despejado de minas. —Hizo una pausa—. Ésos serán los últimos vuelos. No queremos más extranjeros. Nada de periodistas que acudan a curiosear. Y ningún gusano de la Convención de Viena. Vamos a sellar nuestras fronteras.

Ella abrió los ojos. Estaban sobre la línea de la costa. Rastafaris medio desnudos arrastraban cadáveres a los muelles. Una niña pequeña, muerta, con sus fláccidas ropas empapadas chorreando agua. Laura contuvo un grito y aferró el brazo de David. Sintió que algo ascendía por su garganta. Se derrumbó hacia atrás en su asiento, luchando con su estómago.

—¿No puede ver que mi esposa está enferma? —dijo David con voz seca—. Esto ya es suficiente.

—No —dijo temblorosamente Laura—. Andrei tiene razón… Andrei, escuche. No hay forma alguna de que Singapur haya podido hacer esto. Esto no es una guerra de pandillas. Esto es una atrocidad.

—Ellos nos dicen lo mismo —admitió Andrei—. Creo que tienen miedo. Esta mañana capturamos a sus agentes en Trinidad. Parece que han estado jugando con aviones de juguete y cerillas.

—¡No pueden atacar ustedes Singapur! —exclamó Laura—. ¡Más muertes no les ayudarán!

—Nosotros no somos Cristo ni Gandhi —dijo Andrei. Habló lenta y cuidadosamente—. Esto es terrorismo. Pero hay un tipo de terror más profundo que éste…, un miedo mucho más antiguo y oscuro. Puede hablarle a Singapur acerca de ese terror. Creo que usted sabe algo acerca de él, Laura.

—¿Quieren que yo vaya a Singapur? —dijo Laura—. Sí. Iré allí. Si eso puede detener esta locura.

—Ellos no necesitan temer a los pequeños aviones de juguete —dijo Andrei—. Pero puede decirles usted que teman a la oscuridad. Que teman a la comida…, y al aire…, y al agua…, y a sus propias sombras.

David miró a Andrei, con la mandíbula colgando. Andrei suspiró.

—Si son inocentes de esto, entonces tienen que demostrarlo y unirse inmediatamente a nosotros.

—Sí, por supuesto— dijo rápidamente Laura—. Tienen que hacer ustedes causa común. Juntos. Rizome puede ayudar.

—De otro modo, sentiré piedad por Singapur —dijo Andrei. Había una expresión en sus ojos que ella no había visto nunca en ningún rostro humano. Era la cosa más alejada a la piedad.

Andrei los dejó en el pequeño aeropuerto militar de Pearls. Pero el vuelo de evacuación que había prometido nunca se dejó ver…, algún tipo de malentendido. Finalmente, después de anochecer, un helicóptero de carga llevó a Laura y David hasta el aeropuerto civil de Punta Salines.

La noche era perforada por los focos, y la carretera al aeropuerto estaba llena de tráfico. Una compañía de infantería mecanizada se había hecho cargo de las puertas del aeropuerto. Los restos de un camión alcanzado a un lado de la carretera ardían suavemente…, había pasado por encima de un grupo de dispersas minas-clip.

Su helicóptero los llevó por encima de la verja. Dentro, el aeropuerto era una mezcolanza de coches y limusinas de lujo.

Milicianos con chaquetas antibalas y cascos antidisturbios batían el terreno del aeropuerto con largas pértigas de bambú. Rastreadores de minas. Mientras el helicóptero se posaba sobre el hormigón lleno de hierbajos, Laura oyó un seco crac y vio un destello cuando fue activada una mina.

—Vigilen sus pies —dijo alegremente el piloto, abriendo la escotilla. Un muchacho de la milicia con uniforme de camuflaje, quizá diecinueve años…, parecía excitado ante la acción nocturna. Cualquier tipo de destrucción era excitante…, no parecía importar que se tratara de su propia gente. Laura y David bajaron al suelo, con la dormida Loretta en su arnés.

El helicóptero se elevó en silencio. Un pequeño carrito para equipajes se deslizó junto a ellos y desapareció en la oscuridad. Alguien había atado toscamente un par de recios escobones en su parte delantera. Laura y David avanzaron cuidadosamente hacia las luces de la terminal. Estaba a sólo treinta metros de distancia. Seguramente alguien había barrido ya aquella zona en busca de minas… Rodearon un coche deportivo malva. Dos hombres gordos, exhibiendo un elaborado maquillaje vídeo, estaban dormidos o borrachos en los cóncavos asientos. Unos soldados les gritaron y les hicieron señas:

—¡Hey! ¡Fuera de aquí! ¡Ustedes! ¡Nada de robar, nada de botín!

Entraron en el largo pórtico inundado de luz de la terminal. Algunos de los cristales de la parte delantera habían sido rotos o habían estallado; dentro, el lugar estaba atestado. Excitado ruido de la multitud, oleadas de calor corporal, olor a sudor, pasos arrastrándose constantemente. Un avión de línea cubano despegó, y el silbido de su despegue quedó ahogado por la multitud.

Un militar con estrellas en las hombreras sujetó a David por el brazo.

—Papeles. Tarjeta pasaporte.

—No los tenemos —dijo David—. Se quemaron.

—¿Reservas, billetes? —insistió el coronel—. No pueden estar aquí sin billetes. —Examinó sus uniformes militares, desconcertado—. ¿Dónde han conseguido estas gafas?

—Nos envían Gould y Castleman —dijo Laura suavemente. Tocó sus gafas—. La Habana es sólo una escala para nosotros. Somos testigos. Contactos del exterior. Ya comprende.

—Sí —dijo el coronel, de pronto impresionado. Hizo un gesto de que le siguieran dentro.

Se filtraron rápidamente por entre la multitud.

—¡Eso fue brillante! —exclamó David—. Pero seguimos sin tener billetes.

—[Nosotros podemos arreglar eso] —dijo Emerson—. [En estos momentos tenemos online a las aerolíneas cubanas. Ellos se encargan de la evacuación…, podemos conseguirles el próximo vuelo.]

—Estupendo.

—[Ya casi están de vuelta…, intenten no preocuparse.]

—Gracias, Atlanta. Solidaridad. —David escrutó la multitud. Al menos trescientas personas—. Vaya, esto es como una convención de doctores locos…

Como patear un tronco podrido, pensó Laura. El aeropuerto estaba colmado con anglos y europeos de rostros tensos…, parecían dividirse casi a partes iguales entre bien vestidos gángsteres exiliados y tees convertidos en nativos y alucinados por el vicio. Había docenas de refugiados echados en el suelo, estrujando nerviosamente su botín. Laura pasó por encima de los pies de una delgada mujer negra inconsciente sobre un montón de equipaje de alto diseño, con una varilla de droga pegada a su cuello. Media docena de putas con camisetas de Trinidad estaban sentadas en el suelo, gritando excitadamente insensateces en algún idioma europeo oriental. Dos chillantes niños de diez años se perseguían por entre un grupo de hombres que destruían metódicamente cintas de casete.

—Mira —dijo David, y señaló. Un grupo de mujeres vestidas de blanco estaban de pie al borde de la multitud. Con débiles expresiones de desdén en sus rostros. Enfermeras, pensó Laura. O monjas—. ¡Putas de la Iglesia! —exclamó David—. ¡Mira, ésa es Carlotta!

Se abrieron camino por entre la multitud, resbalando en la basura que llenaba el suelo. De pronto, un grito brotó a su izquierda.

—¿Qué quiere decir con que no puede cambiarme esto? —El que gritaba agitaba una tarjeta de crédito granadina ante el rostro de un capitán de la milicia—. ¡Hay jodidos millones dentro de esta tarjeta, tonto del culo! —Era un corpulento anglo con traje y zapatillas de jogging…, unas zapatillas llenas de medidores—. ¡Será mejor que llame a su jodido jefe, tío!

—Siéntese —ordenó el capitán. Empujó al hombre hacia atrás.

—Está bien —dijo el hombre, sin sentarse. Metió la tarjeta en su solapa—. Está bien. He cambiado de opinión. En vez de esto, voy a elegir los túneles. Lléveme de vuelta a los túneles, amigo. —Ninguna respuesta—. ¿No sabe usted con quién está hablando, jodido idiota? —Agarró al capitán por la manga.

El capitán se liberó de la mano que le sujetaba con un rápido tirón del brazo. Luego le hizo al hombre una rápida zancadilla. El que se quejaba cayó pesadamente de culo. Se puso de nuevo en pie, trabajosamente, apretando los puños.

El capitán extrajo su pistola inmovilizadora y le disparó al nombre a quemarropa. Fue como un puñetazo de húmedo plástico a toda velocidad. Una serpentina telaraña de pegajosos hilos se extendió sobre el pecho del anglo, atrapando sus brazos, su cuello, su rostro, y una maleta cercana a su cuerpo. Se derrumbó en el suelo, chillando.

Un rugido de alarma brotó de la multitud. Tres milicianos acudieron rápidamente en ayuda de su capitán, pistolas en mano.

—¡Siéntense! —gritó el capitán, mirando a su alrededor—. ¡Todo el mundo! ¡Sentados, rápido! —La víctima inmovilizada empezaba a asfixiarse.

La gente se sentó. Laura y David también. La gente se sentó en una creciente oleada que se extendió hasta los últimos rincones, como espectadores preparándose para presenciar un acontecimiento deportivo. Algunos entrelazaron las manos detrás de la cabeza, como en un movimiento reflejo. El capitán sonrió y blandió la pistola sobre ellos.

—Así está mejor. —Pateó casualmente al hombre.

De pronto, las monjas se acercaron como si fueran un solo cuerpo. Su líder era una mujer negra; echó hacia atrás su toca, revelando un pelo gris, un rostro lleno de arrugas.

—Capitán —dijo calmadamente—, este hombre se está asfixiando.

—Es un ladrón, hermana —dijo el capitán.

—Puede que lo sea, capitán, pero pese a todo necesita respirar. —Las tres mujeres de la Iglesia se arrodillaron junto a la víctima, tirando de los hilos que rodeaban su cuello para aflojarlos. La mujer más vieja, una abadesa, pensó involuntariamente Laura, se volvió hacia la multitud y extendió las manos en el signo de bendición de la Iglesia, con los dedos doblados.

—La violencia no le sirve a nadie —dijo—. Por favor, guardad silencio.

Se alejó, seguida por sus hermanas, sin una palabra más. Dejaron a la enmarañada víctima allá donde estaba tendida, respirando entrecortadamente. El capitán se encogió de hombros, guardó su pistola y se volvió, haciendo un gesto a sus hombres. Al cabo de un momento la gente empezó a levantarse.

—[Eso estuvo bien hecho] —dijo Emerson. David ayudó a Laura a ponerse en pie y cogió el arnés de la niña.

—¡Hey! ¡Carlotta! —Fueron tras ella.

Carlotta le dijo brevemente algo a la abadesa, se echó hacia atrás la toca y se apartó de sus hermanas.

—Hola —dijo. Su rizada mata de pelo estaba echada hacia atrás. Las angulosas mejillas de su rostro parecían desnudas y pálidas. Era la primera vez que veían a Carlotta sin maquillaje.

—Me sorprende ver que se marcha —dijo Laura.

Carlotta agitó la cabeza.

—Alcanzaron nuestro Templo. Es una retirada temporal.

—Lo siento —dijo David—. Nuestra casa también ardió.

—Pero volveremos. —Carlotta se encogió de hombros—. Donde hay guerra, hay prostitutas.

Los altavoces cobraron vida con un crujido…, una azafata cubana que hablaba en español.

—Hey, ésos somos nosotros —dijo de pronto David—. Nos quieren en el mostrador. —Hizo una pausa—. Sujeta tú a Loretta, iré yo. —Se alejó apresuradamente.

Laura y Carlotta se miraron.

—Me dijo lo que usted hizo —indicó Laura—. Por si se está preguntando algo.

Carlotta sonrió a medias.

—Órdenes, Laura.

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