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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (31 page)

BOOK: Islas en la Red
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Avanzaron hacia una de las salidas. Arbright tecleó algo en su relófono de platino.

—Tenemos una limusina aguardando…

—¡Los de Viena están aquí! —exclamó de pronto David.

Arbright alzó plácidamente la vista.

—No. Es sólo un tipo que lleva unas vids.

—¿Cómo puede decirlo? —quiso saber David.

—No emite el tipo adecuado de vibraciones para ser de Viena —dijo pacientemente Arbright—. Las vids no significan mucho…, yo misma las llevo a veces.

—Nosotros hemos estado llevando vids durante días —indicó Laura.

Arbright alzó la vista.

—¿Quiere decir que lo tienen todo grabado? ¿Todo su viaje a Granada? ¿En cinta?

—Hasta el último minuto —dijo David—. Bueno, casi.

—Eso vale mucho —murmuró Arbright.

—Debería —gruñó David—. Fue un infierno en vida.

—Emily —quiso saber Arbright—, ¿quién tiene los derechos, y cuánto pide?

—Rizome no vende noticias por dinero —respondió virtuosamente Emily—. Eso es
geseilschaft…
Además, está el pequeño asunto de explicar qué estaba haciendo Rizome en un paraíso de piratas de datos.

—Hummm —dijo Arbright—. Sí, eso es algo a tener en cuenta.

Las dobles puertas de cristal se abrieron y se cerraron con un siseo para ellos, y la limusina de Arbright abrió su portezuela junto a la acera, en mitad de una hilera de taxis. La limusina tenía cristales de espejo y un equipo de haces de microondas en su techo que parecían pistolas de rayos refrigeradas por agua. Subieron detrás de Arbright. La limusina se puso en marcha.

—Ahora estamos seguros —anunció Arbright. Bajó la puertecilla de un armarito pequeño ante ella y comprobó su maquillaje en un espejo de aumento—. Mi gente ha preparado este vehículo…, es a prueba de vigilancia.

Descendieron por una curvada rampa de acceso. Era un día feo, con una gris masa de nubes cerrando la septembrina línea del cielo de Atlanta. Una cadena montañosa de rascacielos: neogótico, barroco orgánico, incluso algunas cuadradas reliquias premilenio, empequeñecidas por su extraña progenie.

—Nos siguen tres coches —dijo Emily.

—Celosos de mis fuentes —sonrió Arbright, con los ojos iluminados por el vatiaje de la televisión. David se volvió para mirar.

—Nos están siguiendo a todos —dijo Emily—. A todo el comité Rizome. Tienen sitiados nuestros apartamentos…, y supongo que Viena tiene intervenidas nuestras líneas. —Se frotó los párpados—. Dianne…, ¿tiene usted un bar en esta cosa?

Arbright cogió un lápiz para las cejas.

—Simplemente pídaselo a la máquina.

—Cocne, prepárame un Quimono Sucio —ordenó Emily. Se frotó el cuello, aplastando unos cuantos rizos—. No he dormido mucho últimamente… Estoy un poco tensa.

—¿Van realmente tras nosotros? —preguntó David—. Viena, quiero decir.

—Van tras todo el mundo. Como un hormiguero pinchado con un palo. —El coche ofreció a Emily una mezcla turbia que olía a sake—. Esta reunión que mantuvimos con Kymera y Farben…, «en la cumbre», la llamaron… —Parpadeó y dio un sorbo a su bebida—. Laura, te he echado en falta.

—Hasta volvernos locas —dijo Laura. Una vieja frase hecha de sus días juntas en la universidad. Emily parecía realmente cansada…, patas de gallo en el suave hueco de sus sienes, más estrías grises en su pelo…, malditamente cansada, pensó Laura, ¿por qué buscar palabras?; ambas habían cumplido ya los treinta años. Ya no eran chicas universitarias. Eran viejas. Se sintió dominada por un impulso y pasó un brazo por el hombro de Emily. Ésta casi dejó caer su vaso, agradecida.

—¿Con quién está usted? —preguntó David a Arbright.

—¿Se refiere a mi compañía?

—Me refiero a sus lealtades básicas.

—Oh —dijo Arbright—. Soy una profesional. Una periodista norteamericana.

David pareció tentativo.

—¿Norteamericana?

—No creo en Viena —declaró Arbright—. Tipos y censores diciéndoles a los estadounidenses lo que podemos y lo que no podemos decir. Pantallas para negar públicamente los ataques…, eso fue siempre una idea de lo más estúpido. —Sacudió la cabeza—. Ahora todo el sistema, toda la estructura política…, ¡va a irse al diablo! —Dio una palmada contra su asiento—. ¡Llevo
años
esperando esto! ¡Me siento casi tan feliz como una oruga en medio de un campo de maíz! —Pareció sorprendida ante sus propias palabras—. Como acostumbraba decir mi abuelo…

—Suena algo así como anárquico… —David acunó el arnés de la niña con sus rodillas. A la pequeña Loretta no le gustaba el sonido de las estridencias políticas. Su rostro se estaba ensombreciendo.

—¡Los estadounidenses solían vivir así todo el tiempo! Lo llamábamos «libertad».

David pareció dubitativo.

—Quiero decir, hablando de forma realista…, la estructura global de la información… —Dejó que Loretta agarrara sus dedos e intentó calmarla.

—Estoy diciendo que necesitamos sacarnos las máscaras y enfrentarnos cara a cara con nuestros problemas —dijo Arbright—. De acuerdo, Singapur es un estado paria, simplemente cubre de mierda a sus rivales…, muy bien. Dejemos que paguen el precio por su agresión.

—¿Singapur? —dijo David—, ¿Cree usted que Singapur es el ElAT?

Arbright se reclinó en su asiento y los miró a los tres.

—Bueno. Veo que el contingente Rizome tiene otra opinión. —Había una ligereza peligrosa en su voz.

Laura había oído aquel tono antes. Durante sus entrevistas, justo antes de que Arbright crucificara a algún pobre bastardo.

La niña se puso a sollozar en voz alta.

—No hablen todos a la vez —dijo Arbright.

—¿Cómo sabe usted que se trata de Singapur? —preguntó Laura.

—¿Cómo? Está bien, se lo diré. —Arbright cerró su armarito de maquillaje con la punta de su bota italiana—. Lo sé porque los bancos de datos piratas en Singapur están llenos de ello. Ya saben, nosotros los periodistas…, necesitamos un lugar donde intercambiar información y donde Viena no pueda meter las narices. Es por eso por lo que cada uno de nosotros compra su pan y su sal en los bancos piratas.

—Oh…

—Y en Singapur se están riendo de todo ello. Fanfarronean. Está todo en las pantallas. —Les miró—. De acuerdo. Ya se lo he dicho. Ahora díganmelo ustedes a mí.

Fue Laura quien habló:

—El ElAT es la policía secreta de la República de Malí.

—Eso otra vez, no —murmuró Arbright, abatida—. Mire, se oyen rumores feos acerca de Malí todo el tiempo. No es nada nuevo. Malí es un régimen al borde de la hambruna, lleno de mercenarios, y su reputación apesta. Pero nunca se atreverían a intentar algo tan enorme y flagrante como un ataque del ElAT contra Granada. ¿Malí, desafiando a Viena con una atrocidad terrorista internacional? No tiene sentido.

—¿Por qué no? —dijo Laura.

—Porque Viena podría arrasar Malí mañana mismo…, no hay nada que se lo impida. Otro golpe en África ni siquiera merecería figurar en las noticias de medianoche. Si el ElAT fuera Malí, Viena lo habría barrido hace ya mucho tiempo. Pero Singapur…, ¡bueno! ¿Han
visto
ustedes alguna vez Singapur?

—No, pero…

—Singapur odia a Granada. Y ambos odian a Viena. Odian la idea misma de un orden político global…, a menos que lo controlen ellos. Son rápidos y fuertes y temerarios, y han acumulado una gran cantidad de valor. Singapur hace que esos pequeños rastas granadinos se parezcan a Bill Cosby.

—¿Quién? —interrumpió David—. Querrá decir «Bing» Cosby.

Arbright le miró por unos instantes.

—Usted no es realmente negro, ¿verdad? O eso, o la niña no es realmente su hija, amigo.

—¿Eh? —murmuró David—. En realidad, hum, se trata, hum, de una loción solar…

Arbright cortó el aire con la mano.

—Está bien, he estado en África, y allí me dijeron que parecía francesa. Pero Malí…, eso es simple desinformación. No tienen ni dinero ni motivos, y no es más que un viejo rumor… —La limusina se detuvo, y eso la interrumpió.

—Las Torres Oxford, señorita Arbright.

—Aquí nos bajamos —dijo Emily, dejando a un lado su bebida—. Estaremos en contacto, Dianne.

Arbright estaba reclinada contra su asiento.

—Mire. Quiero esas cintas de Granada.

—Lo sé.

—Y no valdrán mucho si Viena hace algún movimiento importante. Eso echará todo lo demás fuera de las líneas.

—Coche, abre la portezuela. —Emily salió. Laura y David lo hicieron tras ella—. Gracias por llevarnos, Dianne.

—No perdamos el contacto. —La portezuela de la limusina se cerró.

La planta baja de las Torres Oxford era una ciudad en miniatura. Una sana luz solar artificial brotaba de los fluorescentes sobre las pequeñas exquisiteces de gourmet y las discretas boutiques. Guardias privados de seguridad vestidos como los Keystone Kops, con cascos altos y chaquetas con botones de latón. Quinceañeros de aspecto apacible sobre bicicletas con respaldo cruzaban ante las tiendas color pastel.

Se metieron en una tienda para comprar pañales y comida para la niña, y lo cargaron todo a la tarjeta de Emily. Se unieron a un grupo de dos docenas de aburridos inquilinos que aguardaban sentados en curvados bancos de madera. Llegó un ascensor, y todo el mundo se metió dentro y ocupó un asiento. Los pisos pasaron rápidamente en un silencio espectral, con sólo el ocasional rumor de pasar hojas de las noticias impresas.

Salieron en el piso de Emily, y sus oídos hicieron pop. El aire apenas era denso y pesado allí, a cincuenta pisos de altura. Arcanos mapas codificados con colores llenaban las paredes. Tomaron un bus de pasillo. Por todos lados había complicados rincones y bifurcaciones que conducían a patios…, lo que los sociólogos llamaban «espacio defendible». Emily les hizo bajar del bus y los condujo por una bifurcación. Un ratón de seguridad se escurrió por el suelo…, un microrrobot de desagradable aspecto con ojos inquietos y un hocico sucio de polvo. Emily metió su tarjeta en la puerta y la abrió.

Un apartamento de tres habitaciones…, puro art déco, blanco y negro. David llevó a la niña al cuarto de baño mientras Emily se dirigía a la cocina abierta.

—Huau —dijo Laura—. Veo que has cambiado de sitio.

—No es mío —dijo Emily—. Es de Arthur. Ya sabes, el fotógrafo.

—¿Ese hombre con el que salías? —Las paredes estaban llenas con fotos de Arthur: melancólicos estudios de paisajes, árboles desnudos, una modelo de rostro redondo en blanco y negro a la Garbo, con la expresión en su rostro de un gato que se está comiendo la mermelada…—. ¡Hey! —Laura se echó a reír a medias, señalando—. ¡Esa eres tú! Es bonita.

—¿Te gusta? —dijo Emily—. A mí también. Casi no está retocada…, de acuerdo, un poco de trabajo de digitalización. —Miró en el congelador—. Tenemos pollo con almendras…, barbo…, cordero al curry Rajaratnam…

—Algo suave y norteamericano —sugirió Laura—. Lo último que supe de ti y Arthur es que la cosa se había acabado…

—Ahora está empezando en serio —dijo Emily, con una cierta satisfacción vanidosa—. Lamento que la comida no sea mejor, pero Arthur y yo no
cocinamos
mucho aquí… Ya sabes, mi apartamento está protegido, pero se halla ocho pisos más abajo, y en un nido de ratas como las Torres Oxford eso podría ser casi como en Dallas… Este lugar es un refugio tan bueno como cualquier otro. Arthur no acaba de verlo claro…, en realidad creo que está un poco preocupado por todo el jaleo. —Sonrió—. Soy su mujer misterio.

—¿Podré conocerle?

—En estos momentos está fuera de la ciudad, pero supongo que sí. —Emily metió unas bandejas en el microondas—. Tengo un montón de esperanzas estos días… Estoy pensando que tal vez finalmente lo haya acertado. El método del moderno Romance.

Laura se echó a reír.

—¿De veras?

—Mejor vivir a través de la química —dijo Emily, y enrojeció—. Romance. ¿Te he hablado de ello?

—Oh, Em, no. —Laura rebuscó en el bolsillo de sus tejanos, por entre un montón de monedas y algunos cacahuetes salados de las líneas aéreas—. ¿Te refieres a esto?

Emily contempló el frasquito de plástico.

—¡Jesús! ¿Quieres decir que pasaste la aduana con un frasco de Red-Hots en el bolsillo?

Laura hizo una mueca.

—No son ilegales, ¿verdad? La verdad es que las había olvidado.

—¿Dónde las conseguiste?

—En Granada. De una prostituta.

Emily dejó colgar su mandíbula.

—¿Es ésta la Laura Webster que conozco? Supongo que no estarás enganchada, ¿verdad?

—Bueno, ¿las has estado tomando
tú?

—Sólo un par de veces… ¿Puedo verlas? —Emily agitó el frasquito—. Hey, ésas parecen megadosis… Las tomé, y me convirtieron en una especie de idiota… Supongo que tú dirías que me arrastré de vuelta a Arthur, tras esa pelea que tuvimos, pero parece que eso nos hizo bien a los dos. Quiero decir, quizá sea un error ser demasiado orgullosa. Tomas una de ésas, y hace que todo lo demás, los problemas, se conviertan en algo sin la menor importancia… Espero que tú y David no tengáis problemas.

—No,… —se protegió Laura. David salió del cuarto de baño llevando a la niña recién cambiada. Emily metió rápidamente el frasco en un cajón de la cocina.

—¿Qué ocurre? —preguntó David—. Volvéis a tener esa mirada de secreto entre vosotras.

—Sólo estábamos hablando de lo que has cambiado —dijo Emily—. ¿Sabes una cosa, David? El negro te favorece. Realmente tienes buen aspecto.

—Engordé un poco en Granada —dijo David.

—A ti te está bien.

Él sonrió a medias.

—Eso es, halaga al tonto… Estabais hablando de la política de la compañía, ¿verdad? Será mejor que me dejéis oír lo peor. —Se sentó en un taburete negro y cromado—. Suponiendo que sea seguro hablar aquí…

—Todo el mundo está hablando de ello —dijo Emily— Vosotros los Webster ganasteis
muchos
puntos con eso.

—Bien. Quizás ahora podamos relajarnos un poco.

—Lo dudo —dijo Emily—. Francamente, estáis en mucha demanda en estos momentos. El Comité desea que acudáis a una sesión del consejo, ¡Ahora sois nuestros expertos sobre la situación! Y luego está lo de Singapur.

—Y un infierno —dijo David.

—El parlamento de Singapur está celebrando audiencias abiertas acerca de su política de paraísos de datos. Suvendra está allí en estos momentos. Ella es nuestro contacto con el Banco Islámico, y va a testificar. —Emily hizo una pausa—. Es más bien complicado.

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