Islas en la Red (14 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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El ron golpeó a Laura como un cálido pinchazo narcótico. El mundo se convirtió en algo exótico. Los hombres de negocios en el pasillo allí delante habían conectado sus terminales en las puertas de datos sobre sus cabezas, al lado de las salidas del aire acondicionado. Volando a doce mil metros sobre el Caribe pero aún conectados a la Red. Las fibras ópticas colgaban como tubos intravenosos.

Laura reclinó su asiento hacia atrás y ajustó el aire acondicionado para que soplara directamente sobre su rostro. El mareo del viaje aéreo acechaba ahí dentro en alguna parte por debajo del atontamiento alcohólico. Se sumió en una duermevela. Soñó… Llevaba uno de aquellos uniformes de las azafatas de la Aero Cubana, con elegantes números azules, una especie de uniforme paramilitar de los años 1940, con rígidas hombreras y una camisa rizada, e iba arrastrando su carrito por el pasillo. Ofreciendo a todo el mundo pequeños vasitos de plástico llenos de algo…,, leche… Todos tendían las manos pidiendo aquella leche con miradas de apergaminada desesperación y patética gratitud. Estaban tan alegres de que ella estuviera allí y realmente deseaban su ayuda…, sabían que ella podía hacer que las cosas fueran mejor… Todos parecían asustados, y se frotaban sus sudorosos pechos como si algo les doliera allí…

Un bandazo del avión la despertó. Era de noche. David estaba sentado en medio de un charco de luz procedente de encima de su cabeza, contemplando la pantalla de su teclado. Por un momento Laura se sintió totalmente desorientada, las piernas agarrotadas, la espalda dolorida, la mejilla pegajosa de su propia saliva… Alguien, probablemente David, la había tapado con una manta.

—Mi Personalidad Óptima —murmuró. El avión se bamboleó tres o cuatro veces.

—¿Te has despertado? —dijo David, quitándose su auricular Rizome—. Tenemos un poco de mal tiempo.

—¿De veras?

—El septiembre caribeño. —La estación de los huracanes, pensó ella…, no hacía falta decirlo. Miró su nuevo y sofisticado relófono—. Todavía falta una hora. —En la pantalla, un asociado Rizome con un sombrero de cowboy gesticulaba elocuentemente a la cámara, con una impresionante cadena montañosa a sus espaldas. David congeló la imagen pulsando una tecla.

—¿Estás respondiendo al correo?

—No, estoy demasiado borracho para ello —dijo David—. Sólo le estoy echando un vistazo. Ese tipo Anderson de Wyoming…, es un pesado. —David apagó la imagen en la pantalla—. Hay todo tipo de estupideces…, oh, lo siento, quiero decir
input democrático,
amontonándose para nosotros en Atlanta. Simplemente pensé que debía grabarlo todo en disco antes de abandonar el avión.

Laura se sentó erguida, con un crujir del asiento.

—Me alegra que estés aquí conmigo, David.

El pareció emocionado y divertido.

—¿En qué otro lugar podría estar? —Apretó su mano.

La niña estaba dormida en el asiento entre ellos, en una cunita plegable de alambre cromado acolchada con material sintético amarillo. Parecía como algo de lo que un montañero alpino con equipo de alta tecnología podría extraer oxígeno. Laura acarició la mejilla de la niña.

—¿Está bien?

—Por supuesto. Le di un poco de ron, dormirá unas cuantas horas.

Laura cortó un bostezo.

—¿Le diste…? —Él estaba bromeando—. Así que has llegado a eso —exclamó Laura—. Dopando a una niña inocente. —El chiste de él había acabado de despertarla—. ¿Acaso no hay límites para tu depravación?

—Todo tipo de límites…, mientras estoy online —dijo David—. Como vamos a estarlo durante Dios sabe cuántos días. Eso va a hundir nuestro estilo de vida, muchacha.

—Hummm. —Laura se pasó los dedos por el rostro, recordó. No llevaba maquillaje vídeo. Cogió su estuche cosmético de las profundidades de su bolso bandolera y se puso en pie—. Recoge tus trastos vid antes de que aterricemos.

—¿No te apetecería intentar uno rápido en el baño, de pie?

—Probablemente esté lleno de videodetectores —dijo ella, medio tropezando al pasar ante las rodillas de él en dirección al pasillo.

David sujetó su muñeca y le susurró al oído:

—Dicen que en Granada hay muchas instalaciones de escafandrismo, quizá podamos hacer algo bajo el agua. Allá nadie puede grabarnos.

Ella miró su despeinada cabeza.

—¿Te has bebido todo el ron?

—No iba a desperdiciarlo —dijo él.

—Oh, muchacho —murmuró ella. Usó el baño, se maquilló delante del frío espejo de acero. Cuando regresó a su asiento, estaban iniciando el descenso.

4

Una azafata les agradeció el haber volado con ellos cuando salieron del aparato. Mientras recorrían el pasillo burdamente enmoquetado hasta el interior del aeropuerto de Punta Salines, Laura murmuró:

—¿Quién está online?

—[Emily] —le llegó la voz en su auricular—. [Aquí mismo, a tu lado.] —David dejó de batallar con el arnés de la niña y alzó la mano para ajustar su volumen. Sus ojos, como los de ella, estaban ocultos bajo las oscuras gafas de sol. Laura buscó nerviosamente la tarjeta de su pasaporte, preguntándose cómo sería allí la aduana. La sala de espera del aeropuerto estaba llena de polvorientos pósters de blancas playas granadinas, sonrientes nativos con atuendos de colores pasados de moda hacía diez años, llamativos anuncios de vacaciones en cirílico y katakana japonés.

Un joven soldado de piel muy morena se apartó de la pared cuando se acercaron.

—¿Los señores Webster?

—¿Sí? —Laura lo enmarcó en sus videogafas, luego lo escrutó de pies a cabeza. Llevaba una camisa y pantalones caquis, un cinturón de recia tela con una pistolera, una gorra con estrellas, gafas de sol después de oscurecer. Sus enrolladas mangas revelaban unos brillantes bíceps de ébano.

Echó a andar delante de ellos, con las piernas enfundadas en recias botas negras de combate.

—Por aquí. —Avanzaron rápidamente por la zona de espera, las cabezas bajas, ignorados por los grupos de viajeros de aspecto cansado. En la aduana su escolta mostró una tarjeta de identificación, y pasaron sin ser molestados.

—Más tarde traerán su equipaje —murmuró el escolta—. Tenemos un coche esperando. —Salieron agachándose por una puerta de emergencia y bajaron un tramo de oxidados escalones. Por un breve y bendito momento tocaron auténtico suelo, respiraron auténtico aire. Húmedo y oscuro; había llovido. El coche era un Hyundai Luxury Saloon blanco con cristales unidireccionales en las ventanillas. Sus portezuelas se abrieron cuando se acercaron.

Su escolta se deslizó en el asiento delantero; Laura y David se acomodaron atrás con la niña. Las portezuelas se cerraron con un
tunc
como las escotillas de un carro blindado, y el coche se puso en movimiento. Su suspensión les acunó con un bamboleo hidráulico por el irregular asfalto lleno de baches. Laura miró hacia atrás al aeropuerto mientras se alejaban…, charcos de luz sobre una docena de triciclos a pedal y oxidados taxis manuales.

El gélido aire acondicionado del coche los envolvía con un frío antiséptico.

—Online, ¿puedes oírnos aquí? —preguntó Laura.

—[La imagen tiene un poco de estática, pero el audio es excelente] —susurró Emily—. [Un bonito coche, ¿eh?]

—Sí —dijo David. Fuera de los terrenos del aeropuerto, giraron hacia el norte por un paseo bordeado de palmeras. David se inclinó hacia delante y se dirigió a su escolta en el asiento delantero:

—¿Adonde vamos,
amigo
? —pronunció la última palabra en español.

—A un lugar seguro —dijo su escolta. Se volvió en su asiento, apoyando un codo en el respaldo—. Quizás unos quince kilómetros. Acomódense, relájense, miren el paisaje. Jueguen con sus gordos pulgares yanquis, intenten adoptar un aire inofensivo. —Se quitó sus gafas oscuras.

—¡Hey! —exclamó David—. ¡Es Sticky!

Sticky sonrió.

—«Capitán Thompson» para usted, buana.

Ahora la piel de Sticky era mucho más oscura de lo que lo había sido en Galveston. Alguna especie de tinte epidérmico, pensó Laura. Un disfraz, tal vez. Parecía mejor no decir nada al respecto.

—Me alegra ver que está a salvo —dijo David. Sticky gruñó.

—Nunca tuvimos oportunidad de decírselo —murmuró Laura—. Lo mucho que lamentamos lo que le ocurrió al señor Stubbs.

—Por aquel entonces yo estaba muy atareado —dijo Sticky—. Rastreando a esos chicos de Singapur. —Miró a las lentes de las gafas de Laura, adoptando visiblemente su papel, hablando a través de ella a las videocintas Rizome que giraban en Atlanta—. Eso mientras su equipo de seguridad Rizome seguía todavía bailando como un pollo con la cabeza cortada, entiendan. La pandilla de Singapur salió por pies inmediatamente después del asesinato. Así que los seguí en la oscuridad. Corrieron quizás un kilómetro hacia el sur a lo largo de la costa, luego abordaron un hermoso yate que les estaba aguardando muy convenientemente junto a la orilla. Un queche de buen tamaño; con otros dos hombres a bordo. Obtuve su número de registro. —Bufó—. Alquilado al señor Lao Binh Huynh, un «prominente hombre de negocios viet-norteamericano» residente en Houston. Un hombre rico ese Huynh…, es propietario de media docena de tiendas de comestibles, un hotel, un negocio de camiones.

—[Dile que nos ocuparemos inmediatamente de eso] —urgió el susurro de Emily.

—Nos ocuparemos inmediatamente de eso —dijo David.

—Un poco tarde ya, buana Dave. El señor Huynh se desvaneció hace algunos días. Alguien lo arrastró un poco violentamente fuera de su coche.

—Jesús —dijo David.

Sticky miró hoscamente por la ventanilla. Destartaladas casas de paredes blancas emergían de la oscuridad a la luz de los faros del Hyundai, brillantes como goma laca. Un borracho solitario se escurrió apresuradamente fuera de la carretera cuando el coche lanzó un único bocinazo. Un mercado desierto: techos de plancha, astas de banderas vacíos, una estatua colonial, paja pisoteada.

Cuatro cabras atadas…, sus ojos brillaron rojos a la luz de los faros como algo surgido de una pesadilla.

—Nada de eso prueba algo contra el Banco de Singapur —dijo Laura.

Sticky pareció irritado, su acento desapareció por unos instantes.

—¿Qué pruebas? ¿Piensan ustedes que pensamos
demandarles?
¡Estamos hablando de
guerra
! —Hizo una pausa—. ¡Es curioso, ustedes yanquis pidiendo pruebas, en estos días! Alguien hizo volar su buque de guerra, el
Maine,
veamos…, y dos meses más tarde el feroz Tío Saín invadía Cuba. Sin ninguna prueba en absoluto.

—Bueno, eso le demuestra cómo hemos aprendido nuestra lección —dijo suavemente David—. La invasión de Cuba fue un terrible fracaso…, lo de la Bahía de los Cochinos, me refiero. Una gran humillación para el imperialismo yanqui.

Sticky le miró con sorprendido desdén.

—¡Estoy hablando del mil ochocientos noventa y ocho, hombre!

David pareció sobresaltado.

—¿Mil ochocientos noventa y ocho? Pero eso fue en la Edad de Piedra.

—Nosotros no olvidamos. —Sticky miró por la ventanilla—. Ahora estamos en la capital. Saint George.

Casas de varios pisos, de nuevo con aquel extraño brillo de encalado en las paredes que parecía plástico. Entrevistas masas de verde follaje salpicaban la ladera de la colina, palmeras de colgantes hojas dentadas como inmovilizadas cabezas rasta. Platos de captación de satélites y esqueléticas antenas de televisión alineaban los techos de los edificios. Viejos platos muertos yacían boca arriba en los pisoteados céspedes…, ¿baños para pájaros?, se preguntó Laura.

—Esos son edificios del gobierno —dijo Sticky—. Alojamientos públicos. —Señaló al otro lado del puerto, colina arriba—. Ahí está Fort George…, el primer ministro vive ahí arriba.

Detrás del fuerte, un trío de altas antenas de radio hacían parpadear sincronizadamente sus luces de advertencia para los aviones. Rojos destellos ascendían del suelo al cielo, pareciendo volar hacia las alturas, a la negrura estelar. Laura se inclinó para mirar a través de la ventanilla de David. La oscura masa del almenaje de Fort George, enmarcada contra las móviles luces, le producía una cierta sensación de mareo.

Laura había sido informada acerca del primer ministro de Granada. Su nombre era Eric Louison, y su «Movimiento del Nuevo Milenio» gobernaba Granada como un Estado de un solo partido. Louison tendría ahora unos ochenta años, y raras veces era visto fuera de su gabinete secreto de piratas de datos. Hacía años, después de ocupar por primera vez el poder, Louison había pronunciado un apasionado discurso en Viena, en el que exigía una investigación sobre el «fenómeno de la Personalidad Óptima». Se había ganado un montón de inquieto desdén.

Louison pertenecía a la infeliz tradición afrocaribeña de gobernadores-patriarcas con un pesado lastre vudú. Tipos que eran todos Papás Docs y creían en andar sobre las brasas y cosas parecidas. Mirando colina arriba, Laura tuvo una repentina imagen mental muy clara del viejo Louison. Un viejo chiflado delgado y de uñas amarillentas, tambaleándose insomne a través de las mazmorras del fuerte iluminadas por la luz de las antorchas. Vestido con una chaqueta bordada en oro, bebiendo sangre caliente de cabra, con sus pies desnudos metidos en un par de cajas de kleenex…

El Hyundai cruzó la ciudad bajo farolas ambarinas. Pasaron algunos triciclos brasileños, pequeños buggies como avispas pintados de amarillo y negro, con sus motores de alcohol resoplando. Saint George tenía el soñoliento aspecto de una ciudad donde el pavimento de las calles era enrollado por las noches de los días laborables. Según los estándares del Tercer Mundo moderno era una ciudad pequeña…, quizá cien mil habitantes. Media docena de rascacielos se alzaban en el centro, resaltando su antiguo y feo Estilo Internacional, con sus monótonas fachadas salpicadas de ventanas iluminadas. Ociosas grúas de construcción se alzaban por encima del esqueleto geodésico de un nuevo estadio.

—¿Dónde está el Banco? —preguntó David.

Sticky se encogió de hombros.

—Por todas partes. Allá donde alcancen los cables.

—La ciudad tiene buen aspecto —dijo David—. Nada de barracas, nadie acampado debajo de los pasos elevados. Podrían enseñarle algo a Ciudad de México. —No hubo respuesta—. Y a Kingston también.

—Podríamos enseñarle algo a
Atlanta
—dijo finalmente Sticky—. Nuestro Banco…, ustedes piensan que somos ladrones. Nada de eso, amigos. Son
sus
bancos los que han estado chupando la sangre de esa gente durante cuatrocientos años. Ahora el zapato está en el otro pie.

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