Islas en la Red (15 page)

Read Islas en la Red Online

Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
5.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las luces de la capital quedaron atrás. Loretta se agitó en su arnés, estiró los brazos y llenó ruidosamente su pañal.

—Oh-oh —dijo David. Abrió la ventanilla. El húmedo y polvoriento olor de la cálida lluvia tropical llenó el coche. Otro aroma se arrastró por debajo de él, especiado, acre, persistente. Un olor a cocina. Nuez moscada, reconoció Laura. La mitad de la nuez moscada de todo el mundo procedía de Granada. Auténtica nuez moscada natural, salida de los árboles. Rodearon una bahía…, se veían luces en una estación mar adentro, luces sobre el agua inmóvil, un resplandor industrial reflejado sobre las grises nubes encima de sus cabezas.

Sticky frunció la nariz y miró a Loretta como si fuera una bolsa de basura.

—¿Por qué han traído al bebé? Es peligroso aquí.

Laura frunció el ceño y buscó un pañal limpio. David dijo:

—No somos soldados. No pretendemos ser un blanco fácil.

—Ésa es una curiosa forma de pensar —dijo Sticky.

—Quizá piense usted que estaría más segura en nuestra casa —dijo Laura—. Ya sabe, el lugar que fue ametrallado.

—Está bien. —Sticky se encogió de hombros—. Quizá podamos proporcionarle un babero a prueba de balas.

—[Oh, es un tipo divertido] —dijo Emily online—. [Está malgastando su talento aquí. Tendría que estar en el mundo del espectáculo.]

Sticky captó el silencio.

—No se preocupe, Atlanta —dijo en voz alta—. Cuidaremos mejor de estos huéspedes de lo que hicieron ustedes con los nuestros.

—[Ouch] —susurró Emily.

Avanzaron más kilómetros en silencio.

—[Mirad] —dijo Emily—, [no deberíais malgastar este tiempo, así que voy a pasaros algunos fragmentos escogidos de los discursos de campaña del Comité…] —Laura escuchó intensamente; David jugaba con la niña y miraba por la ventanilla.

Luego el Hyundai se salió de la carretera hacia el oeste, por un camino de grava. Emily cortó un discurso acerca de las posesiones madereras y las fábricas de microchips Rizome en la orilla del Pacífico. El coche subió una colina, por entre densos grupos de casuarinas. Se detuvo en la oscuridad.

—Coche, toca el claxon —dijo Sticky al Hyundai, y éste hizo lo indicado. Unas luces de arco destellaron de dos postes de hierro en las puertas de una plantación. La parte superior del muro de la fortaleza que era el recinto brilló ominosamente con cristales rotos embutidos en él.

Al cabo de un largo momento apareció un guardia, un miliciano quinceañero de aspecto desastrado con un arma inmovilizadora de ancha embocadura colgada descuidadamente del hombro. Sticky salió del coche. El guardia pareció acabar de despertarse con un sobresalto, con aire de culpabilidad. Mientras las puertas se abrían, Sticky abroncó al muchacho.

—Hey, cuidado con esa mierda de arma fascista de tiro barato —murmuró David, sólo por decir algo.

El coche penetró en un patio de grava con una fuente de mármol seca y húmedos rosales llenos de hierbajos. Las distantes luces de la puerta mostraron una baja escalinata encalada que ascendía hasta una larga terraza cubierta. Encima de la terraza brillaban luces en un par de torrecillas de aspecto ridículo. La idea colonial victoriana de clase.

—[¡Hey, mirad eso!] —comentó Emily.

—¡Una mansión reina Ana! —exclamó David.

El coche se detuvo delante de la escalera, y sus portezuelas se abrieron. Salieron a una olorosa humedad tropical, con la niña y sus maletines de mano. Sticky se reunió con ellos con una tarjeta-llave en la mano.

—¿De quién es este lugar? —quiso saber David.

—De ustedes, por ahora. —Sticky les hizo seña de que subieran las escaleras y cruzaran el oscuro porche abierto. Pasaron junto a una mesa plana cubierta de polvo. Una pelota de ping-pong saltó bajo el pie de David cuando éste la pisó y desapareció rebotando en la oscuridad por entre el esquelético brillar de unas tumbonas de aluminio. Sticky metió su tarjeta-llave en las dobles puertas de palisandro con adornos de bronce incrustados.

Las puertas se abrieron; las luces del vestíbulo se encendieron. David se sorprendió.

—Este viejo lugar tiene instalado todo un sistema automático.

—Por supuesto —bufó Sticky—. Perteneció a uno de los altos dirigentes del Banco…, el viejo señor Gelli. Él lo restauró. —Sus voces resonaron vestíbulo abajo. Entraron en una sala: papel de terciopelo, un sofá estampado con flores y dos sillones a juego, una mesita de café con forma de riñón, una alfombra de pared a pared de un purulento tono marrón.

Dos hombres y una mujer, vestidos con el blanco de la servidumbre, estaban arrodillados junto a un carrito de bebidas volcado. Se pusieron rápidamente en pie, con rostros enrojecidos.

—Ella no hace nada —se quejó hoscamente el más alto de los dos hombres—. No ha dejado de perseguirnos todo el día.

—Éste es su personal —dijo Sticky—. Jimmy, Rajiv y Rita. El lugar lleva un cierto tiempo cerrado, pero ellos harán que se sientan bien en él.

Laura los examinó. Jimmy y Rajiv parecían rateros de poca monta, y Rita tenía unos ojos como ardientes cuentas negras…, miró a la pequeña Loretta como si se preguntara cómo estaría en un guiso con zanahorias y cebollas.

—¿Tendremos que recibir a gente aquí? —preguntó Laura.

Stickv pareció desconcertado.

—No.

—Estoy segura de que Jimmy, Rajiv y Rita son muy capaces —dijo Laura cuidadosamente—. Pero, a menos que haya alguna urgente necesidad de personal, creo que estaremos mejor si nos las arreglamos por nosotros mismos.

—Pero ustedes tenían sirvientes en Galveston —dijo Sticky.

Laura rechinó los dientes.

—El personal del Albergue estaba formado por
asociados Rizome.
Nuestros
cotrabajadores.

—El Banco eligió a esta gente para ustedes —dijo Sticky—. Y con buenas razones. —Condujo a Laura y David hacia otra puerta—. El dormitorio principal está aquí.

Siguieron a Sticky a una habitación con una enorme cama de agua con dosel y paredes paneladas. La cama estaba recién hecha. Un hornillo de incienso de gardenia humeaba suavemente sobre un viejo escritorio de caoba. Sticky cerró la puerta tras ellos.

—Sus sirvientes les protegerán de espías —les dijo Sticky con aire de resignada paciencia—. De la gente, y también de las cosas…, cosas con alas y cámaras, ¿entienden? No deseamos que se pregunten quiénes son ustedes y por qué están aquí. —Hizo una pausa para dejar que se empaparan de ello—. Así que éste es el plan: pasan ustedes por ser doctores locos.

—¿Por
qué?
—dijo David.

—Tees, buana. Consultores contratados. Tecnócratas especializados, la corteza externa de Granada. —Sticky hizo una pausa—. ¿No lo ven? ¿Cómo creen que gobernamos esta isla? Traemos doctores locos de todas partes. Yanquis, europeos, rusos, todos vienen aquí corriendo. Les gusta este lugar, ¿entienden? Grandes casas, con sirvientes. —Hizo un deliberado guiño—. Más otras cosas interesantes.

—Eso es magnífico —dijo David—. Así que nosotros también tendremos de todo.

Sticky sonrió.

—Son ustedes una pareja estupenda, de veras.

—¿Por qué no nos han hecho pasar por turistas? —dijo Laura—. Supongo que deben tener
algunos.

—Señora, esto es el Caribe —dijo Sticky—. El patio de atrás de los Estados Unidos, ¿entienden? Estamos acostumbrados a ver a los yanquis correr por aquí sin pantalones. Cosa que no nos sorprende, en absoluto. —Hizo una pausa, pensando, o fingiendo hacerlo—. Si no fuera por ese retrovirus, esa curiosa enfermedad venérea yanqui…, eso significa mucho trabajo para las chicas de la calle.

Laura dominó su temperamento.

—Esas diversiones no nos tientan, capitán.

—Oh, lo siento —dijo Sticky—. Olvidé que estaban ustedes online con Atlanta. Hay que conservar los modales, no decir nada inconveniente…, mientras ellos pueden oír.

—[Oh] —susurró bruscamente Emily—. [Si todos vosotros sois unos hipócritas, eso significa que él tiene derecho a ser un tonto del culo.]

—Quieren demostrar ustedes que nosotros somos unos hipócritas —dijo David—. Porque eso les da derecho a insultarnos. —Pillado con la guardia baja, Sticky vaciló—. Mire —tranquilizó David—, somos sus huéspedes. Si desean ustedes rodearnos con esos mal llamados «sirvientes», es su decisión.

Laura cogió el hilo.

—¿Acaso no confían en nosotros? —Fingió pensar en ello—. Es una buena idea tener a alguien en casa vigilándonos, sólo por si decidimos regresar a nado a Galveston.

—Pensaremos en ello —dijo Sticky a regañadientes. Sonó el timbre de la puerta, desgranando los primeros compases de una antigua canción pop.

—«Sueño / en una blanca Navidaaad» —cantó David al reconocerla. Se apresuraron hacia la puerta, pero los sirvientes se les habían adelantado. Su equipaje acababa de llegar. Rajiv y Jimmy estaban sacando ya las maletas del transporte.

—Puedo ocuparme de la niña, señora —se ofreció voluntaria Rita, junto a Laura. Laura fingió no oírla, con la mirada fija más allá de la barandilla de la terraza. Había dos nuevos guardias bajo las luces de arco de la puerta.

Sticky les tendió dos tarjetas-llave idénticas.

—Tengo que irme…, he de ocuparme de otras cosas esta noche en otro lugar. Instálense lo mejor que puedan. Pidan lo que necesiten, utilicen lo que quieran, el lugar es suyo. El viejo señor Gelli no va a quejarse.

—¿Cuándo nos reuniremos con el Banco? —quiso saber Laura.

—Pronto —dijo Sticky, sin comprometerse a nada. Bajó las escaleras; el Hyundai se abrió, y él se metió dentro sin alterar el paso. El coche se alejó.

Se reunieron con los sirvientes en el salón, y se detuvieron incómodos en medio de un nudo de irresoluta tensión.

—¿Algo de cena, señor, señora? —sugirió Rajiv.

—No, gracias, Rajiv. —No sentía el menor deseo de saber el término adecuado para los antecedentes étnicos de Rajiv. ¿Indo-caribeño? ¿Hindú-granadino?

—¿Le preparo a la señora un baño?

Laura negó con la cabeza.

—Pueden empezar por llamarnos David y Laura —sugirió. Los tres granadinos le devolvieron una mirada pétrea.

Loretta eligió hábilmente aquel momento para estallar en sollozos.

—Todos estamos un poco cansados del viaje —aprovechó David—. Creo que, hum, nos retiraremos al dormitorio. Así que no les necesitaremos esta noche, gracias. —Hubo un breve forcejeo con sus maletas, que ganaron Rajiv y Jimmy. Las llevaron triunfantes al dormitorio principal.

—Las desharemos por ustedes —anunció Rajiv.

—¡Gracias, no! —David abrió los brazos y los empujó fuera del dormitorio. Cerró la puerta con llave tras ellos.

—Estaremos arriba si nos necesita, señora —gritó Jimmy a través de la puerta—. El intercom no funciona, así que grite.

David sacó a Loretta de su arnés y se dedicó a preparar su biberón. Laura se dejó caer de espaldas sobre la cama, abrumada por una oleada de cansancio fruto de la tensión.

—Solos al fin —dijo.

—Si no cuentas a unos cuantos miles de asociados Rizome —dijo David desde el cuarto de baño. Salió y depositó a la niña sobre la cama. Laura se levantó sobre un codo y sujetó el biberón de Loretta.

David comprobó todos los armarios.

—Este dormitorio parece bastante seguro. No hay ninguna otra forma de entrar o salir…, y los paneles parecen antiguos y también recios. —Se soltó el auricular con una mueca, luego depositó sus videogafas sobre la mesilla de noche. Las apuntó cuidadosamente hacia la puerta.

—[A mí no me preocupa] —dijo Emily al oído de Laura—. [Si David desea dormir en pelotas, lo grabare.]

Laura se echó a reír y se sentó en la cama.

—Vosotras dos y vuestros chistes privados —gruñó David.

Laura cambió a la niña y le puso su pijama de papel. Estaba ahíta de comida, soñolienta y feliz, y sus ojos apenas se movían bajo sus entrecerrados párpados. Hacía ligeros y suaves movimientos de abrir y cerrar las manos, como si intentara agarrar su desvelo pero no pudiera recordar dónde lo había puesto. Era curioso lo mucho que se parecía a David cuando estaba dormida.

Se desvistieron, y él colgó sus ropas en el armario.

—Todavía guardan el vestuario del viejo tipo aquí —dijo. Le mostró a Laura una maraña de tiras de cuero—. Buen sastre, ¿eh?

—¿Qué demonios es eso? ¿Artículos para prácticas sadomaso?

—No, una funda sobaquera —dijo David—. Ya sabes, bang-bang, soy muy macho.

—Estupendo —dijo Laura. Más malditas pistolas. Cansada como estaba, temía quedarse dormida. Podía oler acercarse otra pesadilla. Conectó su equipo a un relófono de sobremesa que había sacado de la maleta más grande—. ¿Qué tal va así?

—[Tiene que funcionar] —le llegó la voz de Emily, fuerte a través del altavoz del relófono—. [Ahora me marcho, pero el turno de noche vigilará.]

—Buenas noches. —Laura se deslizó bajo las sábanas. Colocaron a la niña entre ellos. Mañana buscarían una cuna—. Luces, apagaos.

Laura despertó sintiéndose torpe y soñolienta. David se había puesto ya unos tejanos, una camisa tropical desabrochada y sus videogafas.

—El timbre de la entrada —explicó. Sonó de nuevo, desgranando su antigua melodía.

—Oh —murmuró Laura. Miró con ojos cuyos párpados se obstinaban en pegarse el reloj de la mesilla de noche. Las ocho de la mañana—. ¿Quién está online?

—[Soy yo, Laura] —dijo el reloj—. [Alma Rodríguez]

—Oh, señora Rodríguez —dijo Laura al reloj—. Hum, ¿cómo está?

—[Oh, la bursitis del viejo está bastante mal hoy]

—Lamento oír eso —murmuró Laura. Se esforzó en sentarse, mientras la cama de agua se agitaba bajo ella.

—[Este Albergue está muy vacío sin ustedes y los huéspedes] —dijo la señora Rodríguez con voz más animada—. [La señora Delrosario dice que sus dos chicas están corriendo por la ciudad como animales salvajes.]

—Bueno, ¿por qué no le dice que, hum…? —Laura se detuvo, bruscamente abrumada por el shock cultural—. No sé dónde demonios estoy.

—[¿Se encuentra bien, Laurita?]

—Sí, supongo… —Miró alocada el extraño dormitorio a su alrededor, localizó la puerta del cuarto de baño. Aquello ayudaría.

Cuando regresó se vistió rápidamente, luego corrió las persianas.

—[Ay, es extraño cuando la imagen se mueve de este modo] —dijo la señora Rodríguez desde el audífono de Laura—. [¡Me hace sentir mareada!]

—A mí también —dijo Laura—. ¿Con quién está hablando David ahí fuera? ¿Con esos que se hacen llamar sirvientes?

Other books

The Boy Who Lost Fairyland by Catherynne M. Valente
Silken Savage by Catherine Hart
Orphan Brigade by Henry V. O'Neil
Spellscribed: Ascension by Cruz, Kristopher
Witch & Wizard by James Patterson, Gabrielle Charbonnet
The Bad Beat by Tod Goldberg