Islas en la Red (11 page)

Read Islas en la Red Online

Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
9.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todos la miraron, sorprendidos por su estallido.

—Hubieran podido matarnos. Hubieran podido hacer saltar por los aires todo el Albergue. —Cogió la copia de impresora y la agitó ante el rostro de Magruder—. ¡Incluso nos escribieron directamente y se burlan de nosotros! El ElAT, sean quienes sean: ésos son los asesinos. ¿Qué hay de ellos?

El rostro de la niña se ensombreció, y probó un llanto tentativo. David la acunó entre sus brazos, medio volviéndose hacia un lado. Laura bajó la voz.

—Señor alcalde, veo adónde quiere ir a parar usted. Y supongo que lamento todo esto, o todo lo que quiera decirme al respecto. Pero tenemos que enfrentarnos a la verdad. Esa gente de los paraísos de datos son profesionales, han desaparecido hace ya rato. Excepto quizás el otro granadino, Sticky Thompson. Creo que sé dónde está Thompson ahora. Se ha metido bajo tierra aquí mismo en Galveston, con la Iglesia de esa chica. Me refiero a sus amigas de la Iglesia de Ishtar, señor alcalde.

Lanzó una rápida mirada a David. El rostro de David se había descongelado, estaba con ella. Reflejaba ánimo:
Sigue adelante, chica.

—Y no deseamos que metan las narices en la Iglesia, ¿no? Todos esos grupos marginales están ligados unos a otros. Si se tira de un hilo, todo se desmorona.

—Y terminamos con el culo al aire —remató David.

Todos nosotros.

El alcalde hizo una mueca, luego se encogió de hombros.

—Pero eso es exactamente lo que yo estaba diciendo.

—Limitación de daños —señaló Emerson.

—Correcto, eso es.

Emerson sonrió.

—Bien, ahora estamos llegando a alguna parte.

El relófono de Laura sonó. Miró hacia la consola. Era una llamada de prioridad.

—La recibiré abajo y dejaré que ustedes sigan hablando —indicó.

David la siguió escaleras abajo, con Loretta cogida en el hueco de su brazo.

—Esos dos viejos gruñidores —murmuró.

—Sí. —Laura hizo una pausa cuando entraron en el comedor.

—Estuviste estupenda —dijo él.

—Gracias.

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Ahora. —El personal del Albergue, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, estaba sentado en torno de la mesa más grande, hablando en español. Todos ellos iban despeinados y se les veía inquietos. Los disparos les habían hecho saltar de sus camas a las dos de la madrugada. David se quedó con ellos.

Laura respondió a la llamada en la pequeña oficina de abajo. Era Emily Donato, desde Atlanta.

—Acabo de enterarme —dijo Emily. Se la veía pálida—. ¿Estás bien?

—Dispararon contra el Albergue —dijo Laura—. Lo mataron. Al viejo rastafari. Yo estaba de pie justo a su lado. —Hizo una pausa—. Me asustó una máquina espía. Él salió para protegerme. Pero lo estaban esperando a él, y lo mataron allí mismo.

—Pero tú no estás herida.

—No. Fue gracias a las paredes, ya sabes, arena conglomerada. Las balas se clavaron en ella. No hubo rebotes. —Laura hizo una nueva pausa y se pasó los dedos por el cabello—. No puedo creer que esté diciendo esto.

—Sólo deseaba saber… Bueno, ya sabes que estoy contigo en todo esto, de principio a fin. Contigo y con David. Hasta el final. —Alzó dos dedos, apretados entre sí—. Solidaridad, ¿de acuerdo?

Laura sonrió por primera vez en horas.

—Gracias, Em. —Contempló agradecida el rostro de su amiga. El maquillaje vídeo de Emily parecía ausente; demasiada rojez, la línea de los ojos temblorosa. Laura se tocó su propia mejilla desnuda—. Olvidé mi maquillaje vid —estalló, dándose cuenta de ello por primera vez. Sintió una repentina e irrazonable oleada de pánico. De entre todos los días…, un día en el que iba a necesitar estar en la Red todo el tiempo.

Hubo un ruido en el vestíbulo. Laura miró a través de la puerta abierta de la oficina y más allá del mostrador de recepción. Una mujer de uniforme acababa de entrar por la puerta exterior del vestíbulo. Una mujer negra. Pelo corto, blusa militar, enorme cinturón de cuero lleno de armas, sombrero de cowboy en la cabeza. Una ranger de Texas.

—Oh, Jesús, los rangers están aquí —dijo.

Emily asintió, con los ojos muy abiertos.

—Corto. Sé que tienes las manos repletas.

—Sí, gracias. Adiós. —Laura cortó la comunicación. Se levantó apresuradamente del escritorio y salió al vestíbulo. Un hombre rubio vestido de civil siguió a la ranger al interior del Albergue. Llevaba un traje bien cortado color gris carbón ancho en la cintura, una corbata ancha de algodón fino estampado con colores llamativos…, gafas oscuras y el maletín de un terminal de ordenador. El tipo de Viena.

—Soy Laura Webster —dijo Laura a la ranger—. La coordinadora del Albergue. —Tendió la mano. La ranger la ignoró y se limitó a lanzarle una mirada de inexpresiva hostilidad.

El tipo de Viena depositó su terminal portátil sobre el mostrador, aceptó la mano de Laura y sonrió dulcemente. Era muy apuesto, con un aire casi femenino: altos pómulos eslavos, una larga y lisa melena de cabello rubio que le caía sobre las orejas, un lunar de estrella de cine marcando su mejilla derecha. Soltó reluctante la mano de ella, como si estuviera tentado de besarla.

—Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias, señora Webster. Soy Voroshilov. Éste es mi enlace local, la capitana Baster.

—Baxter —dijo la ranger.

—Usted presenció el ataque, tengo entendido —dijo Voroshilov.

—Sí.

—Excelente. Debo entrevistarme con usted. —No dijo interrogar. Hizo una pausa y tocó una pequeña protuberancia en un ángulo de sus gafas oscuras. Un largo cable de fibra óptica descendía desde la parte de atrás de su oreja hasta su chaqueta. Laura vio entonces que las gafas de sol eran videocámaras, el nuevo tipo con lentes de un millón de diminutos píxeles. Estaba filmándola—. Los términos de la Convención de Viena requieren que le especifique cuál es su posición legal. En primer lugar, todo lo que diga será grabado y su imagen filmada. Sus declaraciones serán archivadas en varias agencias de los gobiernos firmantes de la Convención de Viena. No estoy obligado a especificar cuáles son esas agencias ni la cantidad de localizaciones de los datos de esta investigación. Las investigaciones del tratado de Viena no están sometidas a las leyes de libertad de información o intimidad. No tiene usted derecho a un abogado. Las investigaciones bajo la convención tienen prioridad global sobre las leyes de su nación y estado.

Laura asintió, sin apenas seguir aquel recitado. Lo había oído otras veces antes, en programas de televisión. Los thrillers de la televisión usaban a menudo a los tipos de Viena. Aparecían, mostraban sus tarjetas holográficas de identificación, pasaban por encima de la programación de los taxis y se lanzaban en persecución de los malos en emocionantes carreras manuales. Pero nunca olvidaban su maquillaje vídeo.

—Comprendo, camarada Voroshilov.

Voroshilov alzó la cabeza.

—Qué olor tan interesante. Siempre he admirado la cocina regional.

Laura se sobresaltó.

—¿Puedo ofrecerle algo?

—Un poco de té con menta sería estupendo. Oh, sólo té, si no tiene menta.

—¿Algo para usted, capitana Baxter?

Baxter la miró con ojos llameantes.

—¿Dónde fue muerto?

—Mi esposo podrá ayudarla con eso… —Tocó su relófono—. ¿David?

David asomó la cabeza al vestíbulo desde la puerta del comedor. Vio a la policía, se volvió y dirigió unas rápidas órdenes en español fronterizo al personal por encima del hombro. Todo lo que Laura pudo captar fue
los Rinches,
los rangers, pero se oyó el raspar de sillas, y la señora Delrosario apareció apresuradamente.

Laura hizo las presentaciones. Voroshilov volvió las intimidatorias videogafas hacia todo el mundo, por turno. Eran unas cosas de aspecto inquietante…, desde un cierto ángulo, Laura pudo ver una fina retícula dorada como una tela de araña en las opacas lentes. No había partes móviles. David se marchó con la ranger.

Laura se encontró tomando té con el hombre de Viena en la oficina de abajo.

—Una notable decoración —observó Voroshilov, reclinándose en el asiento de coche tapizado en vinilo y tirando de los puños de su camisa color crema para hacer asomar un par de centímetros por las mangas de su chaqueta gris carbón.

—Gracias, camarada.

Voroshilov alzó sus videogafas con un gesto que sólo da la práctica y la favoreció con una larga mirada de sus ojos azul terciopelo propios de una estrella del rock.

—¿Es usted marxista?

—Demócrata económica —dijo Laura.

Voroshilov hizo girar los ojos en un breve e involuntario desdén y volvió a dejar caer las gafas sobre su nariz.

—¿Había oído hablar alguna vez del ElAT antes de hoy?

—Nunca —dijo Laura—. Nunca había oído hablar de ellos.

—La declaración no hace mención de los grupos de Europa y Singapur.

—No creo que supieran que los otros estaban aquí —dijo Laura—. Nosotros…, Rizome, quiero decir…,, fuimos muy cuidadosos con la seguridad. La señora Emerson, nuestro enlace de seguridad, podrá decirle más al respecto.

Voroshilov sonrió.

—La noción estadounidense de «cuidadosa seguridad». Me siento emocionado. —Hizo una pausa—. ¿Por qué se halla usted implicada en esto? No es asunto suyo.

—Ahora sí —dijo Laura—. ¿Quiénes son el ElAT? ¿Pueden ayudarnos ustedes contra ellos?

—No existen —dijo Voroshilov—. Oh, existieron una vez. Hace años. Todos esos millones que su gobierno estadounidense gastó, pequeños grupos por aquí, pequeños grupos por allá. Horribles pequeños restos de los Viejos Días Fríos. Pero, en la actualidad, el ElAT es sólo una fachada, un cuento de hadas. El ElAT es una máscara tras la que se escudan los paraísos de datos para tirotearse los unos a los otros. —Hizo un gesto con la mano como si apuntara con una pistola—. Como las antiguas Brigadas Rojas, pop-pop-pop contra la OTAN. La UNITA angoleña, pop-pop-pop contra los cubanos. —Sonrió—. Así que aquí estamos nosotros, sí, sentados en estos hermosos asientos, bebiendo este hermoso té como gente civilizada. Porque usted pisó la escoria que quedó abandonada porque a su abuelo no le gustaba el mío.

—¿Qué piensa hacer usted?

—Debería reñirla —dijo Voroshilov—. Pero en vez de ello voy a reñir a su ex comisario de la CIA que está arriba. Y mi amiga ranger también la reñirá. A mi amiga ranger no le importa lo que le han hecho a la hermosa reputación de Texas. —Alzó la pantalla de su terminal y se puso a teclear órdenes—. Usted vio el moscón volador que efectuó los disparos.

—Sí.

—Dígame si lo ve aquí.

Las imágenes empezaron a parpadear en la pantalla, estallidos de cuatro segundos de duración de perfectamente realizados gráficos de ordenador. Aparatos de recias alas con fuselajes ciegos…, sin carlinga, controlados por radio. Algunos estaban salpicados con pintura de camuflaje. Otros mostraban números de identificación o caracteres cirílicos o hebreos.

—No, nada parecido —
dijo
Laura. Voroshilov se encogió de hombros y pulsó más teclas. Aparecieron aparatos más extraños aún: dos pequeños dirigibles. Luego una cosa esquelética, como una colisión entre un helicóptero y un triciclo infantil. Luego una especie de pelota de golf con un doble rotor. Luego un cacahuete de color naranja. —Espere —dijo Laura. Voroshilov congeló la imagen.

—Eso es —dijo Laura—. Ese dispositivo de aterrizaje…, como las patas de una barbacoa. —Lo miró fijamente. La delgada cintura del cacahuete tenía dos anchas palas tipo helicóptero que giraban en direcciones opuestas—. Cuando las palas se mueven, captan la luz, y parecen como un platillo —dijo en voz alta—. Un platillo volante con grandes protuberancias arriba y abajo.

Voroshilov examinó la pantalla. —Esto es un Vehículo a Control Remoto de Despegue y Aterrizaje Vertical Canadair CL-227. Tiene un radio de treinta millas…, millas, qué estúpida medida de longitud. —Tecleó una nota en su teclado cirílico—. Probablemente despegó de alguna parte en esta misma isla, manejado por el asesino…, o quizá desde algún barco. Es fácil de hacer despegar. No necesita ningún tipo de pista.

—El que vi tenía un color distinto. Metal desnudo, creo.

—Y equipado con una ametralladora —dijo Voroshilov—. No era el modelo estándar. Pero un viejo aparato como éste ha estado en el mercado negro de armas desde hace muchos, muchos años. Resulta fácil de adquirir, si uno tiene los contactos.

—Entonces, ¿no puede rastrear a los propietarios?

La miró compasivamente. El relófono de Voroshilov zumbó. Era la ranger.

—Estoy fuera en la plataforma —dijo—. Tengo uno de los casquillos.

—Déjeme adivinar —indicó Voroshilov—. OTAN, estándar, 35 milímetros.

—Afirmativo, sí.

—Piense en esos millones y millones de balas de la OTAN que nunca llegaron a ser disparadas —murmuró Voroshilov—. Demasiadas incluso para el mercado africano, ¿no? Una bala no disparada tiene como una especie de presión maligna en ella, ¿no cree? Algo en ella desea ser disparada… —Hizo una pausa, con sus vacías lentes fijas en Laura—. No me está usted siguiendo.

—Lo siento, pensé que estaba hablando usted con ella. —Laura hizo una pausa—. ¿No puede hacer usted algo?

—La situación parece clara —dijo el hombre—. Un «trabajo interno», como dicen ellos. Uno de los grupos piratas tenía colaboradores en esta isla. Probablemente el Banco Islámico de Singapur, famoso por sus traiciones. Tuvieron la oportunidad de matar a Stubbs, y la aprovecharon. —Cerró la pantalla—. Durante mi vuelo a Galveston pedí acceso al archivo de Stubbs en Granada, estaba mencionado en el comunicado del ElAT. Muy interesante de leer. Los asesinos explotaron la naturaleza del banco del paraíso de datos…, que los archivos codificados son totalmente seguros, incluso contra los propios piratas del paraíso. Sólo un paraíso puede volver la fuerza del mismo paraíso contra sí mismo de esta forma tan humillante.

—Entonces, tiene que ser usted capaz de ayudarnos.

Voroshilov se encogió de hombros.

—La policía local puede llevar adelante algunas acciones. Rastrear los barcos locales, por ejemplo…, ver si alguno de ellos estaba cerca de la orilla, y quién lo había alquilado. Pero me alegra decir que esto no fue un acto de terrorismo motivado políticamente. Lo clasificaría más bien como un asesinato entre gángsteres. El comunicado del ElAT no es más que un intento de enlodar las aguas. Un caso de la Convención de Viena obtiene unas ciertas restricciones de publicidad que consideran útiles.

Other books

THE ONE YOU CANNOT HAVE by SHENOY, PREETI
There Will Come A Stranger by Dorothy Rivers
Point of Hopes by Melissa Scott
The Last of the Firedrakes by Farah Oomerbhoy
The Glass Canoe by David Ireland
Questions for a Soldier by Scalzi, John
White Thunder by Thurlo, Aimee