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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (40 page)

BOOK: Islas en la Red
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—¿No es esto «auténtica acción»? —exclamó Laura. Sus oídos zumbaban.

—Esto es sólo teatro, querida —dijo Hotchkiss pacientemente—. Estos pequeños radicales de salón ni siquiera tienen carabinas. Pruebe algo como esto en los malos viejos días, en Belfast o Beirut…, y ahora estaríamos tendidos aquí llenos de agujeros por todas partes.

—«Teatro.» ¿Qué se supone que significa esto? —dijo Laura.

Hotchkiss rió quedamente.

—¡Yo he luchado en una auténtica guerra! En las islas Falkland, en el ochenta y dos. Eso fue un clásico. Casi nada de televisión…

—Entonces, ¿es usted británico, coronel? ¿Europeo?

—Británico. Pertenecía al SAS. —Hotchkiss se secó el sudor—. ¡Europa! ¿Qué clase de cuerpo es el Ejército Común Europeo? Un maldito chiste, eso es lo que es. Cuando luchábamos por la Reina y la Patria…, oh, demonios, muchacha, de todos modos usted no lo entendería. —Miró su reloj—. Bien, ahí vienen nuestros chicos.

Hotchkiss avanzó hacia la parte frontal del edificio. El grupo Rizome lo siguió.

Un transporte de personal blindado de seis ruedas, como un enorme y gris rinoceronte con ruedas de caucho, brotó tranquilamente al fondo y avanzó por encima de la barricada de la calle. Los sacos estallaron y fueron arrojados a un lado. Su cañón de agua montado en la torreta giraba hacia todos lados, alerta.

Tras él venían dos coches celulares con ventanillas enrejadas. Los coches celulares abrieron sus dobles puertas traseras y de ellos salió un numeroso grupo de policías, que se alinearon rápidamente en disciplinadas filas: escudos, porras, cascos.

Nadie apareció para ofrecer resistencia. Una actitud juiciosa, puesto que un par de helicópteros flotaban sobre la calle como enormes y malignas avispas. Sus portezuelas laterales estaban abiertas, y los policías que se agazapaban tras ellas sujetaban lanzadores de granadas lacrimógenas y pistolas inmovilizadoras.

—Muy simple —dijo Hotchkiss—. No sirve de nada luchar en las calles cuando podemos agarrar a voluntad a los líderes de la revuelta. Ahora nos haremos cargo de todo un edificio lleno de ellos y…, oh, mierda.

Toda la parte delantera del almacén se desmoronó como cartón, y seis gigantescos robots de carga salieron rugiendo a la calle.

Los policías se dispersaron, tropezando. Los robots avanzaron a toda velocidad con una tremenda energía. Había una tosca demencia en sus acciones, la huella de una deficiente programación. Deficiente, pero efectiva. Habían sido construidos para levantar cargas del tamaño de remolques. Ahora estaban agarrando de forma alocada todo lo que tuviera remotamente el tamaño adecuado.

Los coches celulares fueron volcados al instante, sus costados resonaron pesadamente contra el suelo y sus neumáticos giraron impotentes en el aire. El transporte blindado abrió fuego con su cañón de agua, mientras tres robots lo golpeaban y sacudían con despiadada estupidez mecánica. Finalmente lo alzaron y lo depositaron estúpidamente sobre los brazos tendidos del tercer robot, que intentó retroceder con él, chirriando y tambaleándose. El cañón lanzaba su chorro sin apuntar a nada en concreto, una furiosa columna blanca de cuatro pisos de altura.

Los rebeldes estaban ahora encima de los policías. Las calles brillaban con el agua, chapoteaban bajo los pies a la carga. Una enorme confusión, furiosa y sin objetivo, como una columna de gigantescas hormigas.

Laura observó en absoluta confusión. No podía creer que las cosas hubieran llegado hasta aquel punto. Una de las mejor organizadas ciudades del mundo, y los hombres se estaban zurrando en las calles con palos.

—Oh, Jesucristo —dijo Hotchkiss—. Nosotros estamos mejor armados, pero nuestra moral se ha ido al diablo… El apoyo aéreo se hará cargo de las cosas, de todos modos. —Los helicópteros estaban disparando balas inmovilizadoras a los extremos de la confusión…, sin mucho éxito. Demasiada gente, demasiado caos y movimiento. Laura se estremeció cuando un robot de carga resbaló y derribó a tres policías a la vez.

Renovados golpes sacudieron la puerta. Alguien había clavado el filo cerámico de un machete entre hoja y jamba, y estaba cortando vigorosamente la maraña de cinta plástica. Se volvieron para mirar hacia allá…, y vieron más allá, en los muelles, una de las grúas de carga. El esquelético brazo estaba girando sobre su eje, adquiriendo velocidad con una poderosa gracia. Al extremo de sus cables había un contenedor frigorífico de carga, alzado muy arriba por encima de los muelles gracias a la fuerza centrífuga.

De pronto, la grúa lo soltó. La enorme caja de carga, de la mitad del tamaño que una casa, partió libre y trazó un loco arco en el aire. Voló casi gentilmente, girando sobre sí misma, como una pelota de softball lanzada bajo mano.

Su trayectoria se interrumpió bruscamente. Golpeó, con precisión cibernética, contra un negro helicóptero de la policía que flotaba sobre los muelles. Hubo un explosivo estallido cuando el recipiente frigorífico reventó, lanzando gaseosos chorros de escarcha y una brillante lluvia de centenares de cajas de cartón. El helicóptero se bamboleó, picó, y chapoteó espectacularmente contra la sucia superficie del agua. Permaneció allí entre las flotantes cajas como una libélula aplastada por la parrilla de un coche.

—Los palitos de pescado congelados de la señora Srivijaya —murmuró la diminuta Derveet, al lado de Laura. Había reconocido la carga.

La grúa se inclinó hacia delante, y sus tenazas se cerraron sobre otro contenedor.

—¿Cómo demonios hicieron eso? —exclamó Hotchkiss.

—Es una máquina muy lista —dijo el señor Suvendra.

—Me estoy haciendo viejo —murmuró tristemente Hotchkiss—. ¿Desde dónde controlan esa maldita cosa?

—Desde dentro del almacén —dijo el señor Suvendra—. Hay consolas…

—Muy bien. —Hotchkiss aferró la delgada muñeca del señor Suvendra—. Lléveme allí. ¡Lu! ¡Aw! ¡Nos vamos!

—No —dijo el señor Suvendra.

Suvendra sujetó el otro brazo de su esposo. De pronto estuvieron tirando de él como si fuera un muñeco.

—¡No participaremos en ninguna violencia! —dijo la mujer.

—¿Que no harán
qué?
—siseó Hotchkiss.

—No lucharemos —dijo Suvendra apasionadamente—. ¡No somos como ustedes! ¡No nos gusta su gobierno! ¡No lucharemos! ¡Arréstenos!

—Esa maldita grúa va a matar a nuestros pilotos…

—¡Entonces dejen de luchar! ¡Envíenlos fuera de aquí! —Suvendra alzó la voz hasta que adquirió un tono estridente—. ¡Todo el mundo, sentados!

El equipo Rizome se inmovilizó allá donde estaba y se sentó, como una sola persona. El señor Suvendra se sentó también, aunque seguía colgando por un brazo de la enorme y pecosa mano de Hotchkiss.

—Su maldita jodida política —dijo Hotchkiss con asombrado desdén—. No puedo creerlo. Les estoy
ordenando,
como ciudadanos…

—Nosotros no somos ciudadanos suyos —dijo llanamente Suvendra—. Tampoco obedecemos su ilegal régimen de ley marcial. ¡Arréstenos!

—¡Por supuesto que voy a arrestarlos, maldita sea, a todos ustedes! Demonios, son peores que ellos.

Suvendra asintió e inspiró profundamente.

—Somos no violentos. ¡Pero somos los enemigos de su gobierno, coronel, créalo!

Hotchkiss miró a Laura.

—Usted también, ¿eh?

Laura le devolvió la mirada con ojos brillantes, furiosa al verle centrarse en ella por encima de todos los demás.

—No puedo ayudarle —dijo—. Yo soy globalista, y usted es un brazo del Estado.

—Oh, por la sangre de Cristo, no son más que un puñado de hijos de puta hechos de leche y agua —murmuró quejumbrosamente Hotchkiss. Los miró de arriba abajo, y pareció tomar una decisión—. Usted —le dijo a Laura.

Saltó sobre ella y le esposó las manos a la espalda.

—¡Está secuestrando a Laura! —chilló Suvendra, escandalizada—. ¡Cortadle el paso!

Hotchkiss alzó a Laura en pie. Ella no deseaba ir, pero se levantó inmediatamente cuando un agónico dolor golpeó las articulaciones de sus hombros. El equipo Rizome se apiñó a su alrededor, agitando los brazos, gritando. Hotchkiss aulló algo sin palabras, lanzó a Alí una patada a la rótula, luego sacó su pistola inmovilizadora. Alí, y el señor Suvendra, y Bima, cayeron, aferrando las envolventes masas de cinta plástica. Los demás echaron a correr.

Los rebeldes estaban abriéndose paso de nuevo. Apareció un agujero en la parte superior de la puerta. Hotchkiss le gritó algo al agente Lu, que cogió un nudoso cilindro negro de su cinturón y lo lanzó a través del orificio.

Transcurrieron dos segundos. Detrás de la puerta se produjo un cataclísmico destello, un horrible bang, y la puerta saltó por los aires, escupiendo humo.

—¡Adelante! —gritó Hotchkiss.

La parte superior de la escalera estaba sembrada de rebeldes, ensordecidos, ciegos, aullando. Uno estaba aún en pie, acuchillando frenéticamente el vacío aire con una espada cerámica y gritando a pleno pulmón:

—¡Mártir! ¡Mártir!

Lu lo derribó con una ráfaga de proyectiles de jalea plástica. Luego avanzaron, disparando con sus pistolas inmovilizadoras contra la multitud que se estaba congregando.

Aw lanzó otra granada destellante al descansillo de abajo. Otro cataclísmico bam.

—De acuerdo —dijo Hotchkiss detrás de Laura—. Si quiere usted jugar a ser Gandhi, lo hará con los dos brazos rotos. ¡Adelante! —La empujó a través de la puerta.

—¡Protesto! —gritó Laura, dando saltos para evitar brazos y piernas.

Hotchkiss tiró de ella hacia atrás, contra su pecho.

—Mire, yanqui —dijo con helada sinceridad—. Es usted una rubita inteligente que a primera vista parece realmente encantadora. Pero, si se pone tonta conmigo, voy a volarle los sesos…, y diré que lo hicieron los rebeldes. ¿Dónde están los malditos controles?

—En la planta baja —jadeó Laura—. Al fondo…, tras una protección de cristal.

—De acuerdo, vamos para allá. ¡Adelante! —Sonó un estremecedor tableteo cuando Lu se abrió paso de nuevo con la metralleta. En el cerrado pozo de la escalera produjo un ruido infernal que clavó agujas en la cabeza de Laura. Sintió que un repentino estallido de calor la empapaba de arriba abajo. Hotchkiss la arrastró hacia delante, con una mano clavada en su sobaco. Bajaba los escalones de dos en dos y de tres en tres, medio llevándola en vilo. Era un hombre corpulento, increíblemente fuerte…, era como ser arrastrada por un gorila.

El humo se aferraba a su garganta. Se veían grandes manchas burbujeantes en el alegre color pastel de las paredes: plástico púrpura o sangre. Había rebeldes tendidos por todas partes, algunos gritando, con las manos apretadas contra sus ojos u oídos. Otros estaban pegados a la barandilla de la escalera, con el rostro amoratado y jadeando bajo la tensa presión del plástico inmovilizador. Laura tropezó con las piernas de un muchacho, inconsciente o muerto, el rostro abierto por una bala de jalea de plástico, la sangre manando de un ojo destrozado…

Luego llegaron a la planta baja y salieron del pozo de la escalera. La distante luz del sol penetraba a través de la derrumbada parte delantera del almacén, donde policías y rebeldes libraban todavía una furiosa batalla, con los rebeldes llevando la mejor parte. Dentro del cavernoso almacén, los PAL corrían frenéticos de un lado para otro, cortando con sus machetes las cintas de plástico que inmovilizaban a algunas de sus víctimas, arrastrando a los capturados y esposados policías tras una pared de cajas… Alzaron la vista sorprendidos, treinta hombres furiosos, manchados de sangre y empapados de sudor, recortados contra la luz de la calle.

Por un momento todos formaron un cuadro repentinamente congelado.

—¿Dónde está la sala de control? —susurró Hotchkiss.

—Le mentí —susurró de vuelta Laura—. Está en el primer piso.

—Jodida puta —gruñó Hotchkiss.

Los PAL estaban avanzando ya. Algunos llevaban cascos cogidos a los policías, y casi todos se protegían con escudos antidisturbios. Uno de ellos disparó de repente una ráfaga inmovilizadora, que falló por poco al agente Aw y se retorció en el suelo con movimientos espásticos, como una semifundida planta trepadora.

Laura se sentó pesadamente. Hotchkiss la sujetó con fuerza, se lo pensó mejor y empezó a retroceder. De pronto, dieron media vuelta y echaron a correr hacia la parte de atrás del almacén.

Luego hubo un maelstrom a todo su alrededor. Los hombres echaron a correr tras el equipo de los TAE, gritando. Otros se dirigieron hacia las escaleras, donde las aturdidas y cegadas víctimas de Hotchkiss gemían, maldecían y gritaban. Laura alzó las piernas contra su cuerpo, apretó las manos unidas a su espalda e intentó hacerse pequeña.

Su mente galopaba alocadamente. Podía volver al tejado, reunirse con su gente. No…, mejor ayudar a los heridos. No…, intentar escapar, ir al encuentro de la policía, hacerse arrestar. No, debía…

Un quinceañero malayo con un ostentoso bigote y una mejilla hinchada y tumefacta la amenazó con una espada tensamente sujeta. Le hizo un gesto de que se levantara, golpeándola ligeramente con un pie.

—Mis manos —dijo Laura.

Los ojos del muchacho se abrieron mucho. Fue tras ella y cortó el recio plástico de la cadena de sus esposas. Sus brazos quedaron libres, con una repentina oleada de crujiente y placentero dolor en sus hombros.

El muchacho le escupió algo en un furioso malayo. Laura se puso en pie. Repentinamente fue una cabeza más alta que él. El muchacho retrocedió un paso, dudó, se volvió hacia alguien…

Una ráfaga de brusco viento y un zumbido sibilante llenaron el almacén. Un helicóptero había descendido hasta el nivel de la calle…, estaba orientado hacia ellos al otro lado del agujero en la pared delantera del almacén. Cascos inexpresivos detrás del cristal de la cabina. Hubo un explosivo resoplido cuando un gran cilindro metálico se desprendió y cayó al suelo del almacén: rodó hacia delante, vomitando bruma…

Oh, mierda. Gases lacrimógenos. Una repentina y virulenta oleada la alcanzó, y pudo sentir la presa del ácido en sus globos oculares. Entonces la golpeó el pánico. Se arrastró sobre manos y rodillas. Un dolor salvaje aferró su garganta y llenó sus ojos de lágrimas. Le faltaba el aire. Apartó ciegamente a la gente, sin ver, empujando de forma salvaje, y de pronto estaba corriendo. Corriendo libre…

Las lágrimas, en envenenados torrentes, empapaban su rostro. Cuando tocaron sus labios notó un picante hormigueo y el sabor como a queroseno. Siguió corriendo, apartándose de la confusa y gris mancha de los edificios al lado de la calle. Su garganta y pulmones parecían llenos de anzuelos de pesca.

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