Azania había sido siempre una serie de campos, de trabajadores inmigrantes apelotonados en barracones, o de ciudadanos negros mantenidos en aislamiento por la policía con látigos de piel de rinoceronte y pases, o de intelectuales mantenidos durante años en régimen de «proscritos», según el cual les era prohibido por ley reunirse con cualquier grupo de seres humanos que hieran más de tres, formando así una especie de hogar tribal independiente consistente en una persona en una campana de cristal legal…
Laura escuchó a aquella mujer rubia que tanto se parecía a ella hablar de todo aquello, y como respuesta sólo pudo decirle…, bueno…, sí, yo también he tenido problemas…, por ejemplo, mi madre y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien. Sé que eso no parece como mucho, pero supongo que si usted hubiera sido yo hubiera pensado que…
Los camiones redujeron su marcha. Estaban bajando una cuesta.
—Creo que estamos llegando a alguna parte —dijo Laura, agitándose.
—Déjeme mirar —dijo casualmente Katje, y se puso en pie y se arrastró hasta la parte de atrás del camión y atisbo fuera por un lado de la lona trasera—. Yo tenía razón —dijo—. Veo algunos bunkers de cemento. También hay jeeps y…, oh, querida, un cráter. Laura, un cráter tan grande como un valle.
Entonces el semioruga que iba detrás de ellas estalló. Simplemente voló en pedazos como una figurilla de porcelana, instantáneamente, de una forma casi graciosa. Katje se lo quedó mirando con una expresión de deleite infantil, y Laura se halló de repente tendida en el fondo del camión, donde se había dejado caer por algún reflejo que la golpeó más aprisa que su propio pensamiento. Un rugir llenó el aire, seguido por el enloquecedor tableteo de las armas automáticas, y las balas perforaron la lona en una línea recta como las puntadas de una máquina de coser que dejara brillantes agujeros de luz diurna que cruzaron la figura de Katje allá donde estaba de pie. Katje se estremeció sólo ligeramente mientras las puntadas la atravesaban, y se volvió y miró a Laura con una expresión de desconcierto, y cayó de rodillas.
Y el segundo semioruga volcó bruscamente como si algo lo hubiera golpeado en el eje delantero y empezó a humear, y el aire estuvo lleno con el silbar de las balas. Laura se arrastró hasta donde Katje estaba acurrucada de rodillas. Katje se llevó ambas manos a su estómago y las retiró empapadas de sangre, y miró a Laura con el primer signo de comprensión, y se dejó caer sobre el piso del camión, pesada, cuidadosamente.
Estaban matando a los soldados del primer camión. Los pudo oír morir. No parecían estar devolviendo el fuego, todo había ocurrido de una forma demasiado instantánea, con una rapidez letal, en meros segundos. Oyó el fuego de ametralladora perforar la cabina de su propio camión, los cristales estallar, el elegante tic del metal supersónico perforando el metal. Más balas desgarraron el suelo de madera del camión, y fragmentos de astillas volaron alegremente en el aire como mortíferos confetti. Y de nuevo oyó el viejo rasguear, mientras nuevos agujeros del tamaño de pulgares aparecían alegremente primero en la madera del lateral del camión y luego de nuevo en la lona.
Silencio.
Más disparos, ahora más cercanos, a quemarropa. Tiros de gracia.
Una oscura mano que sujetaba un arma apareció por la parte de atrás del camión. Una figura con polvorientas gafas para el desierto y el rostro envuelto en un velo azul oscuro. La aparición las miró a las dos y murmuró algo ininteligible. Una voz masculina. El embozado hombre saltó a la parte de atrás del camión, cayó arrodillado junto a Laura y la apuntó inmediatamente con su arma. Laura permaneció tendida inmóvil, sintiéndose invisible, gaseosa, nada excepto los blancos de sus ojos.
El hombre embozado gritó algo y agitó un brazo fuera del camión. Llevaba una capa azul y ropas de lana, y su pecho estaba lleno de ennegrecidas bolsas de piel atadas con correas. Llevaba una bandolera de cargadores y una curvada daga casi del tamaño de un machete, y gruesas y sucias sandalias sobre unos desnudos pies callosos. Apestaba como un animal salvaje, el radiante olor almizcleño del sudor y la supervivencia en el desierto.
Transcurrieron unos instantes. Katje emitió un sonido profundamente gutural. Sus piernas se estremecieron dos veces y cerró los ojos, mostrando una débil rendija de blanco. Shock.
Otro hombre con el rostro cubierto apareció en la parte de atrás del camión. Sus ojos estaban ocultos tras unas tintadas gafas para el desierto, y llevaba al hombro un lanzacohetes. Lo apuntó al interior del camión. Laura lo miró, vio el brillo de un objetivo, y se dio cuenta por primera vez de que se trataba de una cámara de vídeo.
—Hey —dijo. Se sentó, y mostró a la cámara sus manos atadas.
El primer atacante miró al segundo y dijo algo, una larga y fluida sucesión de polisílabos. El segundo asintió y bajó su cámara.
—¿Puede andar? —preguntó.
—Sí, pero mi amiga está herida.
—Entonces salga. —Saltó de la parte de atrás del camión, apoyándose con una mano. La madera chirrió…, las balas la habían desencajado. Laura se arrastró rápidamente fuera.
El cámara miró a Katje.
—Está mal. Tendremos que dejarla.
—Es un rehén. Azaniano. Es importante.
—Los malíes la remendarán, entonces.
—¡No, no lo harán, la matarán! ¡No pueden dejar que muera aquí! ¡Es médica, trabaja en los campos!
El primer asaltante regresó al trote, con el cinturón del conductor muerto, lleno con hileras de balas y un anillo con llaves. Estudió alerta las esposas de Laura, cogió de inmediato la llave correcta y las abrió. Le entregó las esposas y las llaves con una ligera inclinación de cabeza y una mano posada elegantemente sobre su corazón.
Los otros incursores del desierto —unas dos docenas— estaban saqueando los rotos camiones. Conducían precarios y esqueléticos buggies de las dunas del tamaño de jeeps, todos ellos tubos, puntales y cables. Los vehículos saltaban ágilmente de un lado para otro, silenciosos como bicicletas, con sólo un ligero chirriar de los radios de cable metálico de las ruedas y el leve crujir de los muelles. Sus conductores iban envueltos en capas y embozados. Parecían grandes, hinchados, como fantasmas. Conducían sentados en sillines sobre montones de carga envuelta en lonas y firmemente sujeta.
—No tenemos tiempo. —El atacante con la cámara hizo un gesto con la mano a los demás y les gritó algo en su idioma. Le respondieron con vítores, y los hombres a pie empezaron a montar y a apilar su botín: municiones, armas, bidones.
—¡Quiero que ella viva! —gritó Laura.
El hombre la miró. Un bandido alto con los ojos cubiertos por sus gafas y el rostro por el velo y el turbante, el cuerpo rodeado de cinturones y armas. Laura sostuvo su invisible mirada sin flaquear.
—De acuerdo —dijo el hombre—. Es su decisión. —Laura sintió el peso de sus palabras. Le estaba diciendo que era libre de nuevo. Fuera de la prisión, en el mundo de las decisiones y las consecuencias. Una feroz sensación de exaltación se apoderó de ella.
—Tome mi cámara. No toque los disparadores. —El desconocido tomó a Katje en sus brazos y la llevó a su propio buggy, aparcado a cinco metros del camión.
Laura le siguió, sujetando la cámara. La carretera apisonada hizo arder sus desnudos pies, y cojeó y saltó hasta la sombra del buggy. Miró ladera abajo.
El muñón de acero de una torre vaporizada marcaba el Punto Cero. El cráter atómico no era tan profundo como había esperado. Era somero y ancho, mareado con extrañas acanaladuras. Charcos de vitrificada escoria quebrada como lodo cuarteado. Parecía algo mundano, roto, olvidado, como una vieja excavación de desechos tóxicos.
Algunos jeeps militares se estaban apartando del bunker a toda velocidad, rugiendo ladera arriba. Su parte de atrás estaba llena de soldados, la guarnición del lugar de la prueba, sujetando bamboleantes ametralladoras montadas sobre los vehículos.
Abrieron fuego desde un kilómetro de distancia. Laura vio el polvo de los impactos alzarse a veinte metros más abajo de ellos, y a continuación, lánguidamente, el distante tableteo de los disparos.
El desconocido estaba redisponiendo la carga. Cuidadosa, atentamente. Alzó con brevedad la vista hacia los jeeps enemigos que se acercaban, de la misma forma en que un hombre echaría un vistazo a su reloj de pulsera. Se volvió hacia Laura.
—Suba detrás y sujétela.
—De acuerdo.
—Bien, ayúdeme con ella. —Colocaron a Katje en el espacio que la carga había dejado libre, tendida de costado. Los ojos de Katje estaban abiertos de nuevo, pero parecían vidriosos, atontados.
Los disparos de ametralladora resonaron contra los restos de uno de los semiorugas.
El jeep de cabeza saltó de pronto torpemente por los aires. Cayó con violencia, reventado, esparciendo hombres y chatarra. Luego les alcanzó el sonido de la explosión de la mina. Los otros dos jeeps se pararon en seco, arrimándose a los lados de la carretera. Laura subió al buggy, sujetando a Katje con un brazo.
—Mantenga baja la cabeza. —El desconocido montó, puso en marcha el buggy. Se alejaron velozmente. Fuera de la carretera, hacia el desierto.
En unos pocos momentos estaban fuera de la vista. Era un desierto ligeramente ondulado, salpicado de roja y cuarteada grava y peñascos vitrificados por el calor, con ocasionales arbustos espinosos, altos hasta la cintura, y breves manchones de reseca hierba. El calor de la tarde era mortífero, y emanaba del suelo como rayos X.
Una bala había alcanzado a Katje unos cinco centímetros a la izquierda del ombligo y había salido por detrás, rozando una de sus costillas flotantes. En el seco e intenso calor la sangre de ambas heridas se había coagulado rápidamente, dejando brillantes franjas de sangre coagulada en su espalda y en su estómago. Tenía un mal corte en un tobillo, sin duda un hueso astillado, pensó Laura.
La propia Laura había salido incólume del ataque. Se había despellejado un poco un nudillo al dejarse caer en la parte de atrás del camión. Eso era todo. Se sintió sorprendida ante su suerte…, hasta que consideró la suerte de una mujer que había sido ametrallada dos veces en su vida sin haberse unido jamás a un maldito ejército.
Cubrieron aproximadamente unos cinco kilómetros siguiendo una ruta sinuosa. El asaltante disminuyó la velocidad.
—Irán tras de nosotros —dijo por encima del hombro—. No con los jeeps…, con aparatos aéreos. Tendremos que seguir avanzando, y pasaremos algún tiempo bajo el sol. Métala bajo la lona. Y usted cúbrase la cabeza.
—¿Con qué?
—Mire en esa bolsa de ahí. ¡No, ésa no! Eso son minas terrestres.
Laura soltó la lona y cubrió a Katje con ella, luego abrió el cierre de la bolsa. Ropas…, encontró una sucia camisa militar. Se la puso sobre la cabeza y el cuello como si fuera un albornoz, y se envolvió la frente al estilo de un turbante con las mangas.
Tras mucho probar, consiguió librar a Katje de sus esposas. Luego, arrojó los dos pares fuera del vehículo, junto con las llaves. Eran cosas asquerosas. Como parásitos de metal.
Se subió al montón de la carga, detrás de su rescatados El hombre le pasó sus gafas.
—Póngase eso —dijo. Sus ojos eran brillantemente azules.
Laura se puso las gafas. Sus bordes de caucho tocaron su rostro, fríos con el sudor del hombre. El torturante resplandor disminuyó al instante. Se sintió agradecida.
—Es usted norteamericano, ¿verdad?
—Californiano. —Se bajó el velo que lo cubría, mostrando su rostro. Era un elaborado velo tribal, metros y metros de tela, que envolvía su rostro y su cráneo en un alto y crestado turbante, con los extremos colgando sobre sus hombros. Un crudo tinte vegetal teñía sus mejillas y boca, cebrando de índigo su fruncido rostro anglo.
Llevaba casi dos semanas de rojiza barba, salpicada de blanco. Sonrió brevemente, mostrando una hilera de imposiblemente blancos dientes norteamericanos.
Parecía un periodista de televisión que se hubiera equivocado horrible y permanentemente de lugar. Laura supuso de inmediato que se trataba de un mercenario, algún tipo de consejero militar.
—¿Quién
es
su gente?
—Pertenecemos a la Revolución Cultural Inadin. ¿Y usted?
—Al Grupo de Industrias Rizome. Laura Webster.
—¿De veras? Tiene que tener usted alguna historia que contar, Laura Webster. —La miró con un repentino e intenso interés, como un gato soñoliento descubriendo una presa.
Sin advertencia previa, ella sintió un repentino y poderoso destello de
déjà vu.
Recordó haber ido a un exótico safari park cuando era niña, con su abuela. Se había puesto en pie en el coche para observar a un enorme león macho royendo una carcasa en un lado de la carretera. El recuerdo la golpeó: aquellos grandes dientes blancos, el pelaje tostado, el hocico manchado de sangre hasta los ojos. El león había alzado calmadamente la vista hacia ella y la había mirado a través del parabrisas, con una expresión exactamente igual a la que aquel desconocido le estaba dirigiendo ahora.
—¿Qué es un inadin? —preguntó.
—¿Conoce usted a los tuaregs? ¿Una tribu sahariana? ¿No? —Bajó un poco su turbante, escudando sus ahora desnudos ojos—. Bueno, no importa. Se llaman a sí mismos los «kel tamashek». «Tuaregs» es como los llaman los árabes…, significa «los olvidados de Dios». —Estaba adquiriendo de nuevo velocidad, conduciendo expertamente por entre los peores peñascos. La suspensión absorbía casi todos los impactos…, un buen diseño, pensó por reflejo. Las anchas ruedas con radios de tirante dejaban una clara huella tras ellos.
—Soy periodista —dijo el hombre—. Independiente. Cubro sus actividades.
—¿Cómo se llama?
—Gresham.
—¿Jonathan
Gresham?
Gresham la miró durante un largo momento. Sorprendido, pensativo. Estaba juzgándola de nuevo. Siempre parecía estar juzgándola.
—Vaya con el anonimato —dijo al fin—. ¿De qué se trata? ¿Soy famoso ahora?
—¿Es usted el coronel Jonathan Gresham, el autor de
La doctrina Lawrence y la insurgencia postindustrial?
Gresham pareció azarado.
—Mire, estaba completamente equivocado en ese libro. Por aquel entonces yo no sabía nada, todo es teoría, tonterías en su mayor parte. Usted no lo ha
leído,
¿verdad?
—No, pero conozco gente que realmente lo tenía en muy alta consideración.