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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (57 page)

BOOK: Islas en la Red
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Ocultaron el buggy en una de las casas en ruinas y montaron el campamento en las profundidades de un barranco, bajo las estrellas. Laura se notaba más fuerte esta vez…, ya no se sentía aturdida y cansada. El desierto había puesto al descubierto en ella alguna reflexiva capa de vitalidad. Había dejado de preocuparse. Todo no era más que un ascetismo animal.

Gresham plantó la tienda y calentó un bol de sopa con un calentador eléctrico. Luego desapareció, para comprobar a pie algún puesto en el flanco de su caravana. Laura bebió agradecida el aceitoso líquido proteinico. El olor despertó a Katje.

—Tengo hambre —susurró.

—No, no debe comer.

—Por favor, debo hacerlo. Sólo un poco. No quiero morirme de hambre.

Laura pensó en ello. Sopa. No era mucho peor que el agua, seguro.

—Usted ha estado comiendo —la acusó Katje, con los ojos velados y espectrales—. Usted ha tenido mucho. Y yo no he tenido nada.

—De acuerdo, pero no demasiado.

—Puede desprenderse de un poco.

—Estoy intentando pensar en lo que es mejor para usted… —Ninguna respuesta, sólo unos ojos brillantes llenos de suspicacia y febril esperanza. Laura inclinó el bol, y Katje tragó desesperadamente.

—Dios, eso está mucho mejor. —Sonrió, un acto de valor que partía el corazón—. Me siento mejor… Muchas gracias. —Se acurrucó, respirando entrecortadamente.

Laura se reclinó en su chilaba rígida por el sudor seco y se adormeció. Despertó cuando oyó entrar a Gresham. Volvía a hacer un frío mordiente, aquel frío lunar sahariano, y pudo captar el calor que irradiaba el cuerpo de él, enorme y masculino y carnívoro. Se sentó y le ayudó a meterse bajo las mantas.

—Hemos hecho un buen promedio hoy —murmuró él. La suave voz del desierto, que apenas alteraba el silencio—. Si vive, podremos llegar a su campo a media mañana. Espero que el lugar no esté lleno de comandos azanianos. El largo brazo de la ley y el orden imperialistas.

—«Imperialistas.» Esa palabra no significa nada para mí.

—Ahora podrá echarle un buen vistazo —dijo Gresham. Estaba mirando a Katje, que se hallaba tendida inconsciente—. Hubo un tiempo en que no era más que otro hormiguero, pero de alguna forma fueron más allá… El resto de África se ha ido haciendo pedazos, y ellos avanzan cada año un poco más al norte, ellos y sus jodidos policías y libros de leyes.

—¡Son mejores que el ELAT! Al menos ayudan.

—Demonios, Laura, la mitad del ELAT son fascistas blancos que se largaron cuando Sudáfrica se convirtió en un hombre, un voto. La diferencia no vale un céntimo… Su amiga doctora puede ser una zanahoria en vez de un palo, pero la zanahoria no es más que el palo con otra apariencia.

—No le comprendo. —Parecía tan injusto—. ¿Qué es lo que quiere usted?

—Quiero libertad. —Rebuscó en su bolsa—. Somos más de los que usted cree, Laura, viéndonos correr de este modo. La Revolución Cultural Inadin…, no es otro estúpido nombre fachada,
son
algo cultural, luchan por ello, mueren por ello… No es que todo lo que tengamos sea puro y noble, pero las líneas se cruzan aquí. La línea de la población y la línea de los recursos. Se cruzaron en África en un lugar llamado desastre. Y, después de eso, todo es más o menos un embrollo. Y más o menos un crimen.

El
déjà vu
se aposentó en ella. Se echó a reír suavemente.

—Ya he oído esto antes. En Granada y en Singapur, en los paraísos. Usted también es un isleño. Una isla nómada en un mar de arena. —Hizo una pausa—. Yo soy su enemigo, Gresham.

—Lo sé —dijo él—. Sólo estoy fingiendo que es de otro modo.

—Yo pertenezco a un lugar fuera de aquí, si alguna vez regreso.

—Una chica corporada.

—Ellos son mi gente. Tengo a mi esposo y una hija, a los que no he visto en dos años.

La noticia no pareció sorprenderle.

—Ha estado usted en la Guerra —dijo—. Puede volver al lugar que usted llama el hogar, pero nunca volverá a ser lo mismo.

Eso era cierto.

—Lo sé. Puedo sentirlo dentro de mí. El peso de todo lo que he visto.

Él cogió su mano.

—Quiero oírlo todo. Todo acerca de usted, Laura, todo lo que sepa.
Soy
periodista. Trabajo bajo otros nombres. InterRed Sacramento, Cooperativa Municipal de Vídeo de la Ciudad de Berkeley, una docena más, aquí y allá. Tengo mis patrocinadores…, y tengo maquillaje vídeo en una de las bolsas.

Estaba hablando muy en serio. Ella se echó a reír. Convirtió sus huesos en agua. Se dejó caer contra él en la oscuridad. Los brazos del hombre la rodearon. De pronto estaban besándose, con la barba de él arañando su rostro. Los labios y la barbilla de Laura estaban quemados por el sol, y pudo sentir las duras cerdas perforar la grasienta laca de aceite y sudor. Su corazón empezó a martillear locamente, una maníaca exaltación, como si se hubiera arrojado desde un acantilado. El la estaba clavando al suelo. La cosa estaba llegando rápidamente y ella se sentía dispuesta…, no importaba nada.

Katje gruñó en voz alta a sus pies, un sonido crujiente en su inconsciencia. Gresham se detuvo, luego rodó a un lado.

—Oh, Dios —murmuró—. Lo siento.

—Está bien —jadeó Laura.

—Todo es demasiado extraño —dijo él, reluctante. Se sentó, apartando su brazo de debajo de la cabeza de ella—. Aquí está esa pobre mujer, muriéndose en este jodido Dachau…, y yo me dejé los condones en el buggy.

—Supongo que los necesitamos.

—Demonios, sí, esto es África. Uno de los dos podría tener el virus y no saberlo en años. —Fue franco en ello, en absoluto azarado. Fuerte.

Ella se sentó también. El aire crujió con su intimidad. Tomó la mano del hombre, la acarició. No le dolió hacerlo. Era mejor ahora entre ellos, desaparecida la tensión. Se sintió abierta hacia él y feliz de sentirse abierta. El mejor de los sentimientos humanos.

—Está bien —repitió—. Rodéeme con su brazo. Abráceme. Me hace sentir bien.

—Sí. —Un largo silencio—. ¿Quiere comer algo?

El estómago de Laura dio un vuelco.

—Escop. Dios, estoy harta de ello.

—Tengo algo de abalone de California, y un par de latas de ostras ahumadas que he estado guardando para una ocasión especial.

La boca de ella se hizo agua.

—Ostras ahumadas. No. ¿Lo dice de veras?

Él palmeó su bolsa.

—Aquí mismo. En mi bolsa de seguridad. No la soltaría ni aunque incendiaran el buggy. Espere, encenderé una vela. —Tiró del cierre de la bolsa. Brilló una luz.

Laura frunció los ojos,

—¿No verán eso los aviones?

La vela prendió, iluminando la parte de atrás de su cabeza. Una mata de pelo rojizo castaño.

—Si lo hacen, al menos moriremos comiendo ostras. —Extrajo tres latas del fondo de la bolsa. Sus brillantes etiquetas norteamericanas brillaron. Una maravilloso tesoro del imperio del consumismo.

Abrió una de las latas con su cuchillo. Comieron con los dedos, al estilo nómada. El intenso sabor golpeó las estragadas papilas gustativas de Laura como una avalancha. El aroma fluyó por toda su cabeza; el placer la mareó. Sintió arder su rostro y un débil zumbido en sus oídos.

—En los Estados Unidos, puede usted comer esto todos los días —dijo. Tenía que decirlo en voz alta, sólo para comprobar la realidad del milagro.

—Son mejores cuando no las tenemos —dijo él—. Es una maldita cosa, ¿verdad? Perversa. Como golpearse uno la cabeza con un martillo porque es tan maravillosa la sensación cuando dejas de hacerlo. —Bebió el jugo de la lata—. Alguna gente se convierte en adicta de este modo.

—¿Es por eso por lo que vino usted al desierto, Gresham?

—Quizá —dijo él—. El desierto es puro. Las dunas…, todo líneas y formas. Como buenos gráficos de ordenador. —Dejó la lata a un lado—. Pero eso no lo es todo. Este lugar es el núcleo del desastre. Vivo en el desastre.

—Pero usted es norteamericano —dijo ella, mirando a Katje—. Usted eligió venir aquí.

Él pensó en ello. Laura pudo sentir que intentaba decir algo. Alguna confesión deliberada.

—Cuando era niño en la escuela primaria —dijo Gresham—, algunos tipos de una red de televisión con cámaras aparecieron un día en mi clase. Deseaban saber qué pensábamos del futuro. Hicieron algunas entrevistas. La mitad de nosotros dijo que serían médicos o astronautas, toda esa mierda. Y la otra mitad simplemente dijo que imaginaban que terminarían friéndose en el Punto Cero, debajo del hongo. —Sonrió, distante—. Yo fui uno de los últimos. Un forofo del desastre. Ya sabe, al cabo de un tiempo, uno termina por acostumbrarse. Uno llega a un punto en el que acaba sintiéndose inquieto cuantío las cosas parece que empiezan a mejorar. —Clavó los ojos en ella—. Usted no es así, sin embargo.

—No —dijo ella—. Supongo que nací demasiado tarde. Siempre estuve segura de que podía conseguir que las cosas fueran un poco mejor.

—Sí —dijo él—. Ésa es mi excusa también.

Katje se agitó, inquieta.

—¿Quiere un poco de abalone?

Laura negó con la cabeza.

—Gracias, pero no puedo. No podría saborearlo, no ahora, no frente a ella. —La intensa comida estaba llenando su sistema con oleadas de somnolencia. Reclinó la cabeza en el hombro de él—. ¿Va a morir?

Ninguna respuesta.

—Si muere, y usted no va al campo, ¿qué piensa hacer conmigo?

Un largo silencio.

—La llevaré a mi harén, donde cubriré su cuerpo con plata y esmeraldas.

—Buen Dios. —Le miró fijamente—. Qué maravillosa mentira.

—No, no lo haré. Encontraré alguna forma de devolverla a su Red.

—¿Después de la entrevista?

Él cerró los ojos.

—No estoy seguro de que sea una buena idea, después de todo. Puede que tenga usted un futuro en el exterior, si mantiene la boca cerrada acerca del ELAT y la Bomba y Viena. Pero, si intenta decir lo que sabe…, no le auguro un buen porvenir.

—No me importa —dijo ella—. Es la verdad, y el mundo ha de conocerla. Tengo que decirlo, Gresham. Todo.

—No es una buena idea —repitió él—. La echarán a un lado, no la escucharán.

—Haré
que me escuchen. Puedo hacerlo.

—No, no puede. Terminará por convertirse en nada, como yo. Censurado, olvidado. ¿Sabe?, yo lo intenté también. No es usted lo bastante grande como para cambiar la Red.

—Nadie es lo bastante grande. Pero tiene que cambiar.

Él apagó la luz.

Katje los despertó antes de amanecer. Había vomitado, y estaba tosiendo. Gresham encendió rápidamente la vela, y Laura se arrodilló al lado de la mujer.

Katje estaba hinchada e irradiaba fiebre. La costra de su estómago se había roto, y estaba sangrando de nuevo. La herida olía mal, un olor a muerte, excrementos e infección. Gresham mantuvo la vela encima de ella.

—Peritonitis, supongo.

Laura sintió una oleada de desesperación.

—No hubiera debido darle de comer.

—¿Le dio usted
comida?

—¡Me lo suplicó! ¡Tuve que hacerlo! Fue una caridad…

—Laura, no se debe dar de comer nada a alguien que ha recibido un tiro en la barriga.

—¡Maldita sea! No hay nada que se pueda hacer correctamente en una situación como ésta… —Se secó furiosa las lágrimas—. ¡Maldita sea, va a morir, después de todo!

—Aún no está muerta. Ya no falta mucho. Vámonos.

La cargaron en el buggy, tanteando en la oscuridad. Sorprendentemente, Katje empezó a hablar. Murmullos, en inglés y afrikaan. Plegarias. No quería morir, y estaba apelando a Dios. Al Dios loco que fuera que gobernaba África, como si si estuviera observando y tolerando todo aquello.

El campo era un par de kilómetros cuadrados de blocaos de cemento blanco, rodeados por una alta verja de malla. Avanzaron por un camino alineado con verjas a ambos lados que conducía hasta el centro del lugar.

Los niños habían corrido a la verja desde el otro lado. Centenares de ellos, rostros que pasaban velozmente por su lado. Katje fue incapaz de mirarlos. Mantuvo los ojos clavados en un solo rostro entre la multitud. Una chica quinceañera negra con un brillante mandil de poliéster rojo de algún envío de ropa de caridad estadounidense. Una docena de relojes digitales baratos de plástico colgaban como brazaletes de sus esqueléticos antebrazos.

Laura no podía apartar la vista de ella. La había galvanizado. Metió los brazos por las mallas de la verja y suplicó entusiásticamente:


¡Mam'selle, mam'selle! ¡Le thé de Chine, mam'selle! ¡La canne à sucre!

Gresham siguió conduciendo con rostro hosco. La muchacha gritó más alto, agitando la verja con sus delgados brazos, pero su voz fue ahogada por los gritos de los demás. Laura casi se volvió para mirar hacia atrás, pero se detuvo en el último momento, humillada.

Había unas puertas allá delante. Un desgarrado paracaídas militar había sido extendido sobre ella para proporcionar un poco de sombra. Soldados negros con monos de trabajo de camuflaje para el desierto y sombreros de ranger de ala ancha con el distintivo del regimiento clavado a un lado. Comandos, pensó, tropas azanianas. Al otro lado de las cerradas puertas había un campo más pequeño dentro del campo, con edificios más altos. Chozas prefabricadas, una zona de aterrizaje para helicópteros. Y un centro administrativo.

Gresham redujo la marcha.

—No pienso entrar en este jodido lugar.

—De acuerdo. Yo me encargo.

Uno de los guardias hizo sonar un silbato y alzó una mano. Parecían curiosos acerca del solitario buggy, no particularmente preocupados. Tenían aspecto de bien alimentados. Soldados de ciudad. Aficionados.

Laura bajó, haciendo chasquear las sandalias de repuesto de Gresham contra el suelo.

—¡Un médico! —gritó—. ¡Traigo a una azaniana herida, es del personal del campo! ¡Traigan una camilla!

Corrieron hacia delante para ver. Gresham permanecía sentado en su sillín, mirándolo todo desde su altura, con sus sueltas ropas, la cabeza envuelta en el velo y el turbante. Un soldado con galones se acercó a ellos.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó.

—Soy la que la ha traído hasta aquí. ¡Apresúrense, se está muriendo! Él es un periodista norteamericano y está conectado a audio, así que vigile su lenguaje, cabo.

El soldado la miró fijamente. Su manchada túnica, una sucia camisa enrollada como un turbante en torno de su cabeza, los ojos untados con grasa negra.

—Teniente —dijo, dolido—. Mi rango es teniente, señorita.

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