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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (59 page)

BOOK: Islas en la Red
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La música se detuvo. Los refugiados del campo aplaudieron un poco, luego se detuvieron, confusos. Gresham miró su reloj, luego se puso en pie, aferrando su cámara.

—Esto es sólo un primer contacto —le dijo a Laura—. Más tarde vendrán por más…, y espero que traigan a sus familias…

—Hagamos la entrevista.

El vaciló.

—¿Está segura?

—Sí.

Le siguió a otra tienda. Estaba custodiada por dos de los tuaregs inadin y llena con todo su equipaje. Había esterillas en el suelo y una batería, una de las de reserva de uno de los buggies. Conectada a ella había un teclado y una pantalla…, un modelo hecho a la medida con una consola de palisandro tallado a mano.

Gresham se sentó delante de él con las piernas cruzadas.

—Odio esta maldita máquina —anunció, y pasó ligeramente una mano sobre las hileras de teclas. Conectó su videocámara a una de las puerta de input de la consola.

—Gresham, ¿dónde está su caja de maquillaje?

Se la pasó. Laura abrió el espejo de mano. Estaba tan delgada y demacrada…, una expresión como de anorexia, rabia vuelta impotentemente contra ella misma.

Al infierno. Hundió sus dedos en el polvo y untó sus huecas mejillas. Alguien iba a pagar.

Empezó a ponerse rojo en los labios.

—Gresham, tenemos que imaginar cómo empujar a estos azanianos. Son chapados a la antigua, curiosos acerca de la información. No me dejaron acercarme a su maldito télex, y desean primero aclararlo todo con Pretoria.

—No los necesitamos —dijo él.

—¡Los necesitamos si queremos alcanzar la Red! Y ellos querrán ver primero la cinta…, lo averiguarán todo.

Él agitó negativamente la cabeza.

—Laura, mire a su alrededor.

Ella dejó el espejo e hizo lo que él le indicaba. Se hallaban en el interior de uno de los domos. Tela sobre costillaje de metal y entramado metálico como verja de gallinero.

—Está usted sentada debajo de un plato de satélite —dijo Gresham.

Ella le miró, alucinada.

—¿Tiene usted acceso a los satélites?

—¿Cómo demonios si no cree que se puede entrar en contacto con la Red en medio del Sáhara? El alcance es escaso, pero durante los momentos correctos puede enlazarse sin problemas.

—¿Cómo puede usted
hacer
esto? ¿De dónde viene el dinero? —Un horrible pensamiento la golpeó—. Gresham, ¿dirige usted un paraíso de datos?

—No. Sin embargo, acostumbraba a tratar con ellos. Constantemente. —Pensó en ello—. Quizá debiera empezar mi propio paraíso ahora. La competencia ha caído, y podría usar el pan.

—No lo haga. Ni siquiera piense en ello.

—Debe conocer usted muy bien ese negocio. Podría ser mi consejera. —El chiste cayó desmayadamente. La miró, pensativo—. Vendrían en seguida tras de mí, ¿verdad? Usted y sus pequeñas legiones de gente de las rectas corporaciones.

Ella no dijo nada.

—Lo siento —dijo él—. Esto apenas importa en estos momentos… De todos modos, jamás desearía enviar esta cinta a un paraíso de datos.

—¿Qué quiere decir?
¿Dónde
la mandará?

—A Viena, por supuesto. Que sepan que yo lo sé…, que los tengo cogidos por los cojones. El ELAT tiene la Bomba, y han chantajeado con ella a Viena. Así que Viena ha hecho un trato con ellos…, les ha dejado zurrar a los paraísos, mientras ellos cubrían las huellas a los terroristas nucleares. Viena ha fracasado, y yo sé que ha fracasado. Para hacerme callar tienen que perseguirme y matarme, pero soy bastante bueno en eludir esto. Con un poco de suerte, lo que intentarán a cambio es comprarme. Luego dejarme tranquilo…, de la misma forma que han dejado tranquilo a Malí.

—¡Pero eso no es suficiente! Todos tienen que saberlo. Todo el mundo.

Gresham sacudió la cabeza.

—Creo que podemos sacarle una buena tajada a Viena, si jugamos bien las cartas. A ellos no les importa comprar a la gente cuando tienen que hacerlo, Pagarán por nuestro silencio. Más de lo que usted puede llegar a pensar.

Ella se llevó el espejo al rostro. —Lo siento, Gresham. Simplemente no me importan Viena ni su dinero. No es eso lo que soy. Me preocupa el mundo en el que tengo que vivir.

—Yo no vivo en su mundo —dijo él—. Lo siento si eso me hace sonar torpe. Pero puedo decirle esto…, si quiere usted volver y ser lo que siempre ha sido y vivir su tranquila vida en ese mundo global suyo, será mejor que no intente sacar esto a la luz a patadas. Quizá yo pudiera sobrevivir a un asunto así agachando la cabeza y ocultándome aquí en el desierto, pero no creo que usted pudiera. Al mundo no le importa una mierda lo nobles que sean sus motivos…, simplemente la apisonará. Así es como funcionan las cosas. —Le estaba dando un sermón—. Puede usted ir medrando, sacar un bocado de aquí, otro bocado de allá…, pero no puede comerse todo el mundo.

Ella examinó su cabello en el espejo. Un enmarañado pelo de prisión. Se lo había lavado en el campo azaniano, y el seco calor lo había rizado. Ahora parecía brotar de su cabeza como una explosión. Él siguió:

—Ni siquiera vale la pena intentarlo. La Red nunca divulgará esta cinta, Laura. Los servicios de noticias nunca divulgan las cintas de los rehenes de los terroristas. Excepto Viena, que sabe que todo es cierto, todo el mundo pensará que no es más que locos desvarios. Que está usted hablando sometida aún a una gran tensión, o que toda la cosa es mera publicidad, falsa de pies a cabeza.

—Usted tomó imágenes de ese sitio de pruebas nucleares, ¿no? —dijo ella—. Puede unirlo a mi comunicado. ¡Que refuten eso!

—Lo haré, por supuesto…, pero lo refutarán de todos modos.

—Usted ha oído mi historia —insistió ella—. Hice que
usted
la creyera, ¿no? Ocurrió, Gresham. Es la verdad.

—Lo sé. —Le tendió una cantimplora de cuero.

—Puedo hacerlo —dijo ella, sintiéndose quebradiza—. Comerme el mundo. No sólo una pequeña esquina de él, sino toda su enorme masa. Sé que puedo hacerlo. Soy buena en ello.

—Viena le pondrá la zancadilla.

—Yo le pondré la zancadilla a Viena. —Derramó un chorro de agua de la cantimplora en su boca, y apartó la caja de maquillaje fuera del campo de la cámara. Dejó la cantimplora junto a su rodilla.

—Es algo demasiado grande para que lo siga guardando dentro de mí —dijo—. Tengo que soltarlo. Ahora. Eso es todo lo que sé. —A la vista de la cámara, algo se estaba alzando dentro de ella, fuerte y lleno de adrenalina. Eléctrico. Todo aquel miedo y desconcierto y dolor, acumulado en una caja de hierro—. Póngame en cinta, Gresham. Estoy preparada. Adelante.

—Está en el aire.

Laura miró al ojo de cristal del mundo.

—Me llamo Laura Day Webster. Empezaré con lo que me ocurrió en el
Ali Khameini,
fuera de Singapur…

Se convirtió en puro cristal, un conductor. Nada de guión, fue hablando tal como le salía, pero las palabras brotaban puras y fuertes. Como si pudiera seguir eternamente. La verdad, sólo la verdad.

Gresham interrumpió con preguntas. Había preparado una lista de ellas. Agudas, apuntando al núcleo. Era como si la estuviera pinchando. Hubiera debido dolerle, pero no hacía otra cosa excepto abrir más el flujo. Alcanzó un nivel que jamás había tocado antes. Un éxtasis, puro arte fluido. Posesión.

Pero no podía mantenerlo mucho tiempo. Era algo fuera del tiempo cuando lo tenía en ella, pero empezó a darse cuenta de que se le iba escapando a medida que salía. Su voz se hizo ronca, y empezó a tartamudear un poco. Escapándosele cosas, dejando que la pasión temblara en su voz.

—Ya está todo —dijo él al fin.

—¿Puede repetir la pregunta?

—Ya no hay ninguna pregunta. Eso es todo. Fin. —Cortó la cámara.

—Oh. —Laura se secó las manos, ausente. Estaba empapada—. ¿Cuánto tiempo ha durado?

—Ha hablado usted durante noventa minutos. Creo que puedo montarlo de modo que ocupe una hora.

Noventa minutos. Le habían parecido diez.

—¿Cómo estuve?

—Sorprendente. —Sonaba respetuoso—. Ese asunto cuando pasaron los reactores sobre el campo…, eso es el tipo de cosa que nadie puede falsear.

Ella se mostró desconcertada.

—¿Qué?

—Ya sabe. Cuando los reactores pasaron sobre nosotros, hace un momento. —La miró—. Reactores. Los de Malí sobrevolaron el campo.

—Ni siquiera los oí.

—Bueno, pues alzó los ojos, Laura. Y aguardó. Luego siguió hablando.

—El demonio se apoderó de mí —murmuró ella—. Ni siquiera sé lo que dije. —Se llevó una mano a la mejilla. La retiró sucia de la mascarilla. Por supuesto…, había estado llorando—. ¡Se me ha corrido todo el maquillaje por la maldita cara! Y usted lo ha permitido.

—Cinema verité
—dijo él—. Es real. Crudo y real. Como una granada en directo.

—Entonces arrójela —dijo ella. Turbadamente. Se relajó y se dejó caer hacia atrás allá donde estaba sentada. Su cabeza golpeó contra una piedra oculta debajo de la esterilla, pero la sorda sacudida de dolor pareció una parte central de la experiencia.

—No sabía que fuera a ser así —dijo él. Había un auténtico miedo en su voz. Era como si, por primera vez, se hubiera dado cuenta de que tenía algo que perder—. Puede que simplemente ocurra…, puede que se difunda por la Red. La gente puede llegar a
creerlo
realmente. —Se agitó, intranquilo, allá donde estaba sentado—. Tengo que estudiar primero todos los ángulos. ¿Qué ocurrirá si Viena
cae
? Eso sería estupendo, pero pueden simplemente reformarse y volver con unos dientes más afilados esa vez. En cuyo caso estaremos jodidos yo y todo lo que he intentado crear aquí. Una mierda así puede ocurrir, cuando uno arroja granadas en directo.

—Tiene
que difundirse —dijo ella apasionadamente—. Se
difundirá,
en algún momento. El ELAT lo sabe, Viena lo sabe, quizás incluso algunos gobiernos… Un secreto de estas dimensiones está predestinado a hacerse público, más pronto o más tarde. No es obra
nuestra.
Simplemente ha ocurrido que estábamos allí.

—Me gusta esta línea de razonamiento, Laura. Sonará bien si nos atrapan.

—Eso no importa. ¡De todos modos, no podrán
tocarnos
si todo el mundo sabe la verdad! ¡Vamos, Gresham! ¡Tiene usted esos malditos satélites, piense en la forma de enviarles esto, maldita sea!

Él suspiró.

—Ya lo estoy haciendo —dijo. Se puso en pie y pasó junto a ella, desenrollando un cable. Al cabo de un momento, ella se alzó sobre un codo y miró fuera del triangular trozo de pastel de la puerta, tras él. Era ya última hora de la tarde, y los tuaregs estaban volcando dos de los domos hasta convertirlos en dos tazas de té con las bocas abiertas hacia el seco cielo sahariano.

Gresham volvió. La miró mientras ella se dejaba caer de nuevo sobre la esterilla, respirando fuerte.

—¿Se encuentra bien?

—Estoy hueca. Eviscerada. Absuelta.

—Sí —dijo él—. Habló exactamente así, todo el tiempo. —Se sentó con las piernas cruzadas ante su consola y empezó a teclear cuidadosamente.

Transcurrieron los minutos.

Una voz de mujer entró en erupción en la consola.

—Atención fuente emisora del norte de África, latitud dieciocho grados, diez minutos, quince segundos, longitud cinco grados, diez minutos, dieciocho segundos. Está emitiendo usted en una frecuencia reservada por la Convención Internacional de Comunicaciones para usos militares. Se le advierte que desista de inmediato.

Gresham carraspeó.

—¿Está ahí Vassili?

—¿Vassili?

—Sí. Da.

—Da, claro, sí que está, espere un momento.

Unos instantes más tarde brotó una voz de hombre. Su inglés no era tan bueno como el de la mujer.

—Es Jonathan, ¿no?

—Sí. ¿Cómo vamos?

—¡Muy bien, Jonathan! ¿Ha recibido las cintas que le envié?

—Sí, Vassili, gracias, spaseba, es usted muy generoso. Como siempre. Tengo algo muy especial para usted esta vez.

La voz se hizo cautelosa.

—¿Muy especial, Jonathan?

—Vassili, es un artículo que no tiene precio. Imposible de obtener en ningún otro lugar.

Un silencio incómodo.

—Debo preguntar, ¿no puede esperar a nuestro próximo paso sobre su zona? Tenemos un pequeño problema de recepción aquí en este momento. Un problema de recepción muy pequeño.

—Realmente creo que lo mejor sería que le dedicara a esto su inmediata atención, Vassili.

—Muy bien. Conectaré el desmodulador. —Una momentánea espera—. Listo para transmisión.

Gresham tecleó en su consola. Se oyó un agudo zumbido. Se echó hacia atrás y se volvió hacia Laura.

—Esto tomará un tiempo. Los desmoduladores son un tanto torpes allá en el viejo Memorial Gorbachev.

—¿Eso era la
estación espacial
rusa?

—Sí. —Gresham se frotó vigorosamente las manos—. Las cosas están subiendo.

—¿Ha enviado usted nuestra cinta a un
cosmonauta?

—Ajá. —Dobló las piernas, descansando los codos sobre sus rodillas—. Le diré a usted lo que creo que puede ocurrir. Van a mirarla ahí arriba. Van a pensar que es una locura…, al principio. Pero puede que lo crean. Y si lo hacen, serán incapaces de retenerla. Porque las consecuencias son simplemente demasiado extremas.

»Así que…, la enviarán de nuevo abajo, a Moscú, y a ese otro lugar, Ciudad Estelar. Y los equipos de tierra la mirarán, y el apparatchiks también. Y la copiarán. No porque piensen que
tiene
que haber un montón de copias, sino porque necesita ser estudiada. Y empezarán a enviar las copias a todas partes. A Viena primero, por supuesto, porque su gente es toda Viena. Pero al resto del bloque socialista también…, sólo por si acaso…

Bostezó en su puño.

—Y, entonces, esos tipos en la estación se darán cuenta de que tienen en sus manos el golpe publicitario de toda una vida. Y, si hay alguien dispuesto a tontear con algo así, son ellos. Tengo un montón de contactos aquí y allá, ¡pero ellos son los más locos bastardos que conozco! No tardarán en enviarla a todos lados, por emisión directa. Si pueden conseguir el permiso de Ciudad Estelar. O quizás incluso sin su permiso.

—No lo entiendo, Gresham. ¿Emisión directa? Eso suena lunático.

—¡Usted no sabe cómo son las cosas ahí arriba! Espere un momento,

lo sabe…, ha vivido usted en un submarino. Pero entienda, simplemente han estado echando fuego desde que el pequeño Singapur envió a ese tipo con el despegue láser. Porque ellos llevan ahí arriba
años,
con el culo colgando en el borde del infinito, y sin que nadie les preste atención. ¿No ha oído lo
patético
que sonaba Vassili? Como un forofo radioaficionado encerrado en un sótano.

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