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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (56 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Aficionados.

Ella miró a Gresham. Parecía como si hubiera nacido en el limbo y se hubiera elevado hasta el suelo del infierno.

—Sí, supongo que sí.

Gresham se ablandó un poco.

—Ha oído hablar de mí a sus carceleros, ¿no? Sé que ellos lo han leído. Viena lo leyó también…, no pareció servirles de mucho, sin embargo.

—¡Tiene que significar algo! ¡Este puñado de gente suya sobre sus bicicletas ha acabado con todo un convoy!

Gresham se crispó ligeramente, como un artista de vanguardia alabado por un zopenco.

—Si yo hubiera sido más inteligente… Lo siento por su amiga. Son gajes de la guerra, Laura.

—Igualmente hubiera podido ser yo.

—Sí, uno aprende estas cosas al cabo de un tiempo.

—¿Cree usted que se saldrá de ello?

—No, no lo creo. Si uno de nosotros hubiera recibido una herida tan mala, simplemente le hubiéramos disparado el tiro de gracia. —La miró—. Si quiere, puedo hacerlo —dijo. Estaba siendo genuinamente generoso, Laura pudo darse cuenta de ello.

—Ella no necesita más balas, necesita cirugía. ¿Hay algún médico al que podamos llegar?

Él sacudió la cabeza.

—Hay un campo de ayuda azaniano a tres días de aquí. Pero no vamos allá…, necesitamos reagruparnos en nuestro depósito de provisiones local. Tenemos que velar por nuestra supervivencia…, no podernos hacer gestos caballerescos.

Laura se inclinó hacia delante y sujetó la gruesa ropa del hombro de Gresham.

—¡Es una mujer que se está muriendo!

—Está usted en África ahora. Las mujeres que se están muriendo no son nada raro aquí.

Laura inspiró profundamente.

Había alcanzado el lecho de dura roca.

Intentó pensar intensamente. Miró a su alrededor, tratando de aclarar sus ideas. Su mente no era más que deshilachados jirones. El desierto a su alrededor parecía estarla evaporando. Todas las complejidades apuntaban a… Era algo claro y simple y elemental.

—Quiero salvar su vida, Jonathan Gresham.

—Es una mala táctica —dijo Gresham. Apartó los ojos de ella, vigilando el camino—. Ellos no saben que está mortalmente herida. Si es un rehén importante, esperarán que nos encaminemos hacia ese campo. Y no hemos vivido tanto tiempo haciendo lo que el ELAT espera.

Ella se apartó de él. Cambió de táctica.

—Si tocan ese campo, las Fuerzas Aéreas azanianas arrasarán todo lo que queda de su capital.

Él la miró como si se hubiera vuelto loca.

—Es cierto —dijo Laura—. Hace cuatro días, los azánianos atacaron duramente Bamako. Bombas incendiarias, comandos, todo. Desde su portaaviones.

—Maldita sea, que me condene. —Gresham sonrió bruscamente. No había esperanza allí…, la sonrisa era feral—. Cuénteme más, Laura Webster.

—Por eso nos estaban llevando al lugar de pruebas de la bomba atómica. Para emitir un comunicado de propaganda, asustar a los azanianos. He visto su submarino nuclear. Incluso he vivido a bordo de él. Durante semanas.

—Jesucristo —dijo Gresham—. ¿Lo vio usted todo? ¿Un testigo ocular?

—Sí. Lo vi.

La creyó. Ella pudo ver que resultaba duro para él, que era una noticia que cambiaba las premisas básicas de su vida. O al menos las premisas básicas de su guerra, si había alguna diferencia entre su vida y su lucha. Pero se dio cuenta de que ella le estaba diciendo la verdad. Era algo que se estaba estableciendo entre ellos, algo básico y humano.

—Prepararemos una entrevista —murmuró.

Una entrevista. Él tenía una cámara, ¿no? Se sintió confusa, aliviada, oscuramente avergonzada. Miró hacia atrás en busca de aquel lecho de roca moral. Aún estaba allí.

—Salve la vida de mi amiga.

—Podemos intentarlo. —Se puso en pie en su sillín y extrajo algo de su cinturón…, una especie de abanico blanco plegable. Lo abrió con un golpe de la mano, lo alzó por encima de su cabeza y lo agitó en secos movimientos de semáforo. Por primera vez Laura se dio cuenta de que había otro tuareg a la vista…, un perfil como de gusano, casi perdido en la bruma del calor, a un par de kilómetros al norte. Como respuesta les llegó un parpadeo, como un punto.

Katje gruñó en la parte de atrás, un ronco sonido animal.

—No la deje beber demasiado —advirtió Gresham—. Mejor humedézcale los labios con un paño.

Laura volvió a la parte de atrás.

Katje estaba despierta, consciente. Había algo enorme y elemental, terrible, en su situación. Era tan poco lo que el hablar o pensar podía hacer por ella…, no había forma de luchar por ella contra la muerte. Su rostro era como una calavera, y estaba luchando sola.

Mientras transcurrían las horas, Laura hizo todo lo que pudo. Una palabra o dos con Gresham, y descubrió lo poco que tenía él que pudiera ayudar. Algo blando para poner debajo de la cabeza y los hombros de Katje. Pellejos de cuero llenos de agua que sabía insípida y destilada. Algo de grasa para la piel que olía como sebo animal. Tinte negro para los pómulos, para protegerlos del resplandor del sol.

La herida de salida de la bala en la espalda era la peor. Estaba desgarrada, y Laura temía que pronto se infectara. El tapón de sangre coagulada se había abierto dos veces durante lo peor del camino, y un pequeño hilillo de sangre resbalaba por la espina dorsal de Katje.

Se detuvieron en una ocasión cuando golpearon contra un peñasco y la rueda delantera derecha empezó a quejarse. Luego de nuevo cuando Gresham divisó lo que creyó que podían ser aviones de patrulla…, eran un par de buitres.

Mientras el sol se ponía, Katje empezó a murmurar en voz alta. Jirones y retazos de una vida. Su hermano el abogado. Las misivas de su madre en un papel de cartas decorado con flores. Los tés. La escuela. Su mente perseguía delirante alguna visión, a kilómetros y años de distancia. Un diminuto centro de orden humano en un círculo de desolado horizonte.

Gresham condujo hasta bastante después de anochecer. Parecía conocer la región. Nunca lo vio consultar un mapa.

Finalmente se detuvo en el profundo canal de un arroyo…, un «uadi», lo llamó. Las arenosas profundidades del seco río estaban llenas de arbustos que llegaban hasta la cintura y olían a creosota y estaban llenos de pequeñas cardas irritantes.

Gresham desmontó y se echó al hombro un talego de lona. Sacó su curvado machete y empezó a cortar arbustos.

—Los aviones son peores después de oscurecer —dijo—. Utilizan infrarrojos. Si nos descubren, harán una pasada rápida y nos alcanzarán. —Empezó a colocar ramas sobre el buggy, camuflándolo—. Así que dormiremos lejos de él. Con el equipaje.

—De acuerdo. —Laura se arrastró fuera de la parte de atrás del buggy, molida, sucia, exhausta hasta los huesos—. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Puede vestirse para el desierto. Busque en la mochila.

Laura cogió la mochila del otro lado del vehículo y rebuscó en ella. Camisas. Sandalias de repuesto. Una larga y áspera túnica de un azul descolorido, arrugada y manchada. Se quitó su blusa de la prisión.

Dios, estaba tan delgada. Podía ver todas sus costillas. Delgada y vieja y exhausta, como algo que debería ser muerto. Se pasó la túnica por la cabeza… las costuras de sus hombros le llegaban a medio camino de sus bíceps y las mangas colgaban hasta sus nudillos. Era gruesa, sin embargo, y ablandada por el mucho uso. Olía a Gresham, como si él la hubiera abrazado.

Un pensamiento extraño, mareante. Se sintió azarada. Era todo un patético espectáculo. Gresham jamás podría desear a una mujer loca…

De pronto el suelo ascendió hacia ella y la golpeó. Quedó tendida en medio de un amasijo de sus propios brazos y piernas, preguntándose qué había pasado. Transcurrió un tiempo impreciso, sumida en un vago dolor y oleada tras oleada de vértigo.

Gresham sujetaba sus brazos.

Lo miró con ojos vacíos. El le dio agua. El agua la revivió lo suficiente como para sentir su propia miseria.

—Se desvaneció —dijo el hombre. Ella asintió, comprendiendo por primera vez. Gresham la cogió en brazos. La levantó como si fuera un puñado de globos; se sintió ligera, hueca, con huesos como de pájaro.

Había una especie de tienda de una sola vertiente pegada a la pared del arroyo. Un cortavientos con un corto techo arqueado de tela de camuflaje del desierto. Bajo el techo, una figura oscura estaba acuclillada sobre la blanca forma a rayas de Katje…, otro de los incursores tuareg, con un largo rifle de francotirador cruzado en su espalda. Gresham depositó a Laura en el suelo e intercambió unas palabras con el tuareg, que asintió sombríamente. Laura se arrastró al interior de la tienda, notó áspera lana bajo sus dedos…, una esterilla.

Se enroscó en ella. El tuareg canturreaba atonalmente para sí mismo, bajo una rampa de llameantes estrellas.

Fue despertada por el humeante aroma del té. Apenas había amanecido, tan sólo un ligero resplandor auroral al este. Alguien le había echado una manta por encima durante la noche. También tenía una almohada, un saco de arpillera marcado con extraños signos angulares. Se sentó, dolorida por todas partes.

El tuareg le tendió una taza, gentil, cortésmente, como si se tratara de algo precioso. El caliente té era de un color marrón oscuro y con una ligera espuma, y dulce, con un intenso aroma a menta. Laura dio un sorbo. Era hervido, no en infusión, y la golpeó como un narcótico duro, astringente y fuerte. Sabía horrible, pero pudo notar que curtía su garganta, preparándola para otro día de supervivencia.

El tuareg se había vuelto a medias, tímidamente, y alzó con discreción su velo para beber ruidosa y apreciativamente. Luego abrió una bolsa cerrada con una cuerda y se la ofreció. Pequeñas bolitas amarronadas de algo…, como cacahuetes. Algún tipo de escop seco. Tenía sabor a serrín azucarado. Su desayuno. Comió dos puñados.

Gresham apareció en el espacio que se iba iluminando lentamente, una enorme figura envuelta hasta los ojos, con otra bolsa colgada del hombro. Estaba arrojando puñados de algo al suelo, con rápidos gestos rituales. ¿Polvo antirrastreador, quizá? No tenía la menor idea.

—Ha superado la noche —le dijo Gresham, sacudiéndose las manos—. Incluso ha hablado un poco esta mañana. Son testarudos esos bóers.

Laura se puso dolorosamente en pie. Se sentía avergonzada.

—No he sido de mucha utilidad, ¿verdad?

—Éste no es su mundo. —Gresham ayudó al tuareg a desmontar y doblar la tienda—. Esta vez no ha habido mucha persecución… Plantamos algunas antorchas de calor, quizás eso despistó a los aviones. O tal vez pensaron que éramos comandos azanianos…, espero que así sea. Podemos provocar algo interesante.

El alivio del hombre la aterró.

—Pero, si el ELAT tiene la Bomba…, ¡No pueden provocar ustedes a una gente que puede destruir ciudades enteras!

Él no se mostró impresionado.

—El mundo está lleno de ciudades. —Miró su relófono, sujeto a su muñeca por un brazalete de cuero trenzado—. Nos espera un largo día, así que será mejor que nos pongamos en marcha.

Volvieron a cargar el buggy…, trasladaron algo de la carga al otro vehículo. Katje estaba tendida en una especie de nido hecho con mantas, protegido por una lona, con los ojos abiertos.

—Buenos días —murmuró.

Laura se sentó a su lado, apoyando la espalda y sujetándose las piernas. Gresham puso bruscamente el buggy en marcha. Gimió reluctante mientras ganaba velocidad…, las baterías estaban bajas, pensó.

Tomó la muñeca de Katje. Un pulso ligero e irregular.

—Vamos a devolverla a su gente, Katje.

Katje parpadeó, con unos párpados pálidos y llenos de venillas. Se obligó a pronunciar las palabras:

—Es un salvaje, un anarquista…

—Intente descansar. Usted y yo vamos a sobrevivir a todo esto. Viviremos para contarlo todo. —El sol se asomó por el horizonte, una vivida pústula amarilla de calor.

Pasó el tiempo, y el calor fue aumentando hoscamente con los kilómetros. Estaban abandonando el Sáhara profundo y cruzando una región con algo muy parecido a tierra bajo sus pies. Aquello había sido tierra de pastos en su tiempo…, estaban pasando por encima de las momias del ganado muerto, antiguos muñecos de huesos recubiertos por cuarteados jirones de piel seca.

Laura nunca se había dado cuenta de la escala del desastre africano. Era continental, planetario. Habían viajado centenares de kilómetros sin divisar ningún otro ser humano, sin ver nada excepto unos cuantos pájaros revoloteando sobre sus cabezas y las huellas de algunos lagartos. Había pensado que Gresham estaba mostrándose arrogante, deliberadamente brutal, pero ahora comprendió lo realmente poco que debían preocuparle el ELAT y sus armas. Vivían allí, aquél era su hogar. Un bombardeo atómico no podía convertirlo en algo peor. Sólo lo haría más amplio.

A media tarde, un avión perseguidor del ELAT halló uno de los buggies tuareg y lo alcanzó. Laura nunca llegó a ver el avión, no captó signo alguno del encuentro excepto una distante columna de humo. Se detuvieron y se pusieron a cubierto durante media hora, hasta que el abejorro hubo agotado su combustible o su munición.

Las moscas los hallaron inmediatamente apenas se detuvieron. Enormes y osadas moscas saharianas que se lanzaban contra las ropas manchadas de sangre de Katje como si fueran un imán. Tenían que ser ahuyentadas a manotazos y golpes antes de conseguir alejarlas. E incluso entonces zumbaban en cercanos arcos, esperando la primera ocasión para volver a posarse. Laura luchó hoscamente contra ellas, estremeciéndose cuando se posaban en sus gafas e intentaban chupar la humedad de su nariz y labios.

Finalmente la caravana transmitió señales a través de su semáforo. El conductor había sobrevivido sin heridas; un compañero lo había recogido junto con todo lo aún utilizable.

—Bueno, eso cambia las cosas —dijo Gresham mientras reanudaban la marcha. Había sacado de alguna parte unas destartaladas gafas de sol de espejo—. Ahora saben adónde nos dirigimos, si no lo sabían ya antes. Si tuviéramos algo de buen sentido nos quedaríamos aquí, descansaríamos, nos ocuparíamos de los vehículos.

—Pero ella morirá.

—Las posibilidades dicen que no pasará de esta noche.

—Si ella puede conseguirlo, entonces nosotros también.

—No es una mala apuesta —murmuró él.

Se detuvieron después de oscurecer en un muerto poblado agrícola, con casas de paredes de adobe sin techos ni ventanas. Había matorrales espinosos en las ruinas de un corral, y un largo y sinuoso barranco había hendido en dos el terreno. El suelo en los rudimentarios canales de irrigación estaba tan salinizado que resplandecía con una costra de sal. El profundo pozo de piedra estaba seco. Allí había vivido gente en su tiempo…, generación tras generación, un millar de años tribales.

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