—Lástima. Esperaba que pudiera enviar usted a su familia una felicitación de Año Nuevo.
—He escrito mi propio comunicado —ofreció Laura—. No dice nada acerca de ustedes, ni de Malí, ni del ELAT, ni de sus bombas. Dice simplemente que estoy viva, y tiene unas cuantas palabras que mi esposo reconocerá y sabrá que se trata realmente de mí.
El inspector se echó a reír.
—¿Por qué tipo de estúpidos nos toma, señora Webster? ¿Cree que vamos a dejarle deslizar mensajes secretos, algo que usted habrá ido preparando en su celda con su… esto… ingeniosidad femenina?
Arrojó el comunicado al cajón del fondo de su escritorio.
—Mire, yo no escribí eso. Yo no tomé la decisión. Personalmente, no creo que sea una gran cosa como comunicado. Conociendo como conozco Viena, lo más probable es que les haga ir de puntillas hasta ese castillo de termitas debajo del Campo Fedon, en vez de simplemente arrasarlo, como hubieran debido hacer allá en el año diecinueve. —Se encogió de hombros—. Pero si quiere usted arruinar su vida, ser declarada legalmente muerta, ser olvidada, entonces adelante.
—¡Soy su prisionera! No pretenda que es mi decisión.
—No sea tonta. Si eso significara algo realmente serio, podría hacer que lo leyera.
Laura guardó silencio.
—Cree que es usted fuerte, ¿verdad? —El inspector sacudió la cabeza—. Está convencida de que, si la torturamos, será una especie de validación moral romántica para usted. La tortura no es romántica, señora Webster. Es una cosa, un proceso: la tortura es la tortura, eso es todo. No la hace a usted más noble. Sólo la quebranta. De la misma forma que un motor se rompe si conduce usted demasiado aprisa, demasiado violentamente, demasiado tiempo. Nunca llega a curarse realmente, nunca llega a superarlo. Del mismo modo que no puede evitar envejecer.
—No deseo que me hagan daño. No pretenda que lo quiero.
—¿Va usted a leer esta cosa estúpida? No es tan importante.
Usted
no es tan importante.
—Ustedes mataron a un hombre en mi casa —dijo Laura—. Ustedes han matado a gente a mí alrededor. Ustedes matan a gente en esta prisión cada día. Sé que no soy mejor que ellos. No creo que lleguen a dejarme en libertad nunca, si pueden evitarlo. Así que, ¿por qué
no me matan también?
Él agitó la cabeza y suspiró.
—Por supuesto
que la dejaremos en libertad. No tenemos ninguna razón para mantenerla aquí, una vez haya desaparecido la amenaza contra nuestra seguridad. No vamos a permanecer siempre ocultos. Algún día, muy pronto, simplemente gobernaremos. Algún día, Laura Webster será un ciudadano importante en una grande y nueva sociedad global.
Transcurrió un largo momento. La mentira del hombre se había deslizado más allá de su comprensión, como algo al otro extremo de un telescopio. Finalmente habló, muy suavemente.
—Si eso importa realmente, escúcheme. Voy a volverme loca, sola en esa celda. Preferiría estar muerta que loca.
—¿Así que ahora se trata de suicidio? —Se mostró protector, tranquilizador, escéptico—. Por supuesto que
piensa
en el suicidio. Todo el mundo lo hace. Pero muy pocos lo llevan a la práctica. Incluso los hombres y mujeres que trabajan duramente en los campos de la muerte encuentran razones para seguir viviendo. Nunca se muerden la lengua y se dejan desangrar, o se abren las venas con las uñas, o se lanzan de cabeza contra una pared, o cualquiera de esas fantasías infantiles carcelarias. —Su voz se alzó—. Señora Webster, está usted en el
nivel superior
aquí. Se halla usted en
custodia especial.
Créame, los barrios pobres de esta ciudad están llenos de hombres y mujeres, e incluso
niños,
que
matarían
alegremente para poder pasárselo tan bien como se lo está pasando usted.
—Entonces, ¿por qué no deja que ellos me maten?
Los ojos del hombre se nublaron.
—Realmente me gustaría que no fuera usted así.
Suspiró y habló a través de su relófono. Al cabo de un momento, entraron los terroristas y se la llevaron.
Inició una huelga de hambre. La dejaron seguirla durante tres días. Luego le enviaron una compañera de celda.
Su nueva compañera de celda era una mujer negra que no hablaba inglés. Era bajita, y tenía un rostro ancho y alegre al que le faltaban dos de los dientes delanteros. Su nombre era algo así como Hofuette, o Jofuette. Jofúette se limitaba a sonreír y alzarse de hombros ante el inglés de Laura: no tenía el don de los idiomas, y era incapaz de recordar una palabra extranjera dos días seguidos. Era analfabeta.
Laura tuvo poca suerte con el idioma de Jofuette. Se llamaba algo así como bambara. Estaba lleno de aspiraciones y clics y extrañas tonalidades. Aprendió las palabras correspondientes a
cama
y
comer
y
dormir
y
cartas.
Enseñó a Jofuette a jugar al whist. Le tomó días, pero disponían de todo el tiempo que quisieran.
Jofuette venía de abajo, del nivel inferior, de donde procedían los gritos. No había sido torturada; o, al menos, no mostraba señales de ello. Jofuette, sin embargo, había visto fusilar a gente. Los fusilaban fuera, en el patio de ejercicios, con metralletas. A menudo fusilaban a un solo hombre con cinco o seis metralletas; sus municiones eran viejas, con un montón que no estallaban y tendían a encasquillar las armas. Sin embargo, disponían de toda la que quisieran, y más: toda la munición de cincuenta años de Guerra Fría había terminado allí en las zonas de guerra africanas. Junto con el resto de basura militar.
Laura no volvió a ver al Inspector de Prisiones. No era el tipo que dirigía el lugar. Jofuette conocía al alcaide.
Podía imitar la forma en que andaba; era terriblemente divertida.
Laura estaba bastante segura de que Jofuette era alguna especie de presa de confianza, quizás incluso una soplona. No le preocupaba demasiado. Jofuette no hablaba inglés, y de todos modos Laura no tenía secretos. Pero a Jofuette, al contrario que a Laura, se le permitía salir al patio de ejercicios y mezclarse con los prisioneros. Podía tener consigo pequeñas cosas personales: horribles y apestosos cigarrillos, una caja de píldoras de vitaminas azucaradas, una aguja e hilo. Era bueno tenerla al lado, maravilloso, mejor que nada.
Laura aprendió cosas acerca de la prisión. Los trucos para cumplir una condena. Los recuerdos eran el enemigo. Sabía que cualquier conexión con el mundo exterior sería algo demasiado doloroso para sobrevivir. Simplemente dejaba que pasara el tiempo. Inventaba dispositivos antimemoria, dispositivos de pasividad. Cuando era el momento de llorar, lloraba. No pensaba en lo que podía ocurrirle, en David y la niña, en Galveston, en Rizome, en el mundo. Pensaba principalmente en actividades profesionales. Escribir comunicados de relaciones públicas. Testificar ante los organismos públicos acerca del terrorismo malí. Escribir documentos de campaña para imaginarios candidatos al Comité Rizome.
Pasó varias semanas escribiendo un largo e imaginario folleto de ventas titulado
Manos y pies de Loretta.
Lo memorizó, y podía recitarlo frase a frase, en silencio, de memoria, lentamente, a un segundo por palabra, hasta llegar al final. Luego le añadía una nueva frase, y empezaba de nuevo.
El folleto imaginario no era acerca de la niña en sí, lo cual hubiera sido demasiado doloroso. Era simplemente acerca de las manos y los pies de la niña. Describía la forma y la textura de sus manos y pies, su olor, su forma de asir, su utilidad potencial en el caso de ser producidos en masa. Diseñaba cajas para las manos y pies, y eslóganes de marketing pasados de moda, y cancioncillas publicitarias.
Organizó una tienda de ropas mental. Nunca había sido muy entusiasta de la moda, al menos no desde sus primeros días en la escuela secundaria y su descubrimiento de los muchachos. Pero aquélla era una tienda de modas de lo más exclusivo, un emporio de las últimas tendencias dirigido a la gente más rica de Atlanta. Había galaxias de sombreros, ejércitos desfilantes de medias y zapatos, torbellinos de girantes faldas, enormes burdeles en technicolor de ropa interior sexy.
Se había decidido por los diez años. Iba a permanecer diez años en aquella prisión. Era tiempo suficiente para destruir toda esperanza, y la esperanza era algo idéntico a la angustia.
Un mes, y un mes, y un mes, y un mes.
Y otro mes, y otro y otro y otro.
Y luego tres, y luego uno más.
Un año.
Llevaba un año en aquella prisión. Un año no era un tiempo particularmente largo. Ella tenía treinta y tres. Había pasado mucho más tiempo fuera de la cautividad que dentro de ella, treinta y dos veces. Había gente que había pasado mucho más tiempo que eso en prisión. Gandhi había pasado años en prisión.
Ahora la trataban mejor. Jofuette había conseguido algún tipo de arreglo con una de las terroristas femeninas. Cuando la terrorista estaba de servicio, permitía a Laura correr por el patio de ejercicios, por la noche, cuando ningún otro prisionero estaba presente.
Una vez a la semana traían una antigua videograbadora a la celda. Tenía un televisor en blanco y negro fabricado en Argelia. También había cintas. La mayoría eran partidos de fútbol americano pasados de moda. La vieja versión del fútbol a todo contacto había sido eliminada hacía años. El juego era espectacularmente brutal: enormes gladiadores con cascos y armadura. Cada cuatro jugadas, alguno de ellos parecía quedar tendido en el suelo y herido. A veces, Laura simplemente cerraba los ojos y escuchaba el maravilloso flujo del inglés. A Jofuette le gustaban los juegos.
Luego había películas.
Las arenas de Iwo Jima. Los Boinas Verdes.
Fantástica, alucinante violencia. Disparaban contra los enemigos y éstos caían limpiamente, como muñecos recortables de papel. A veces los chicos buenos recibían algún disparo también, generalmente en el hombro o en el brazo. Se limitaban a hacer alguna mueca, quizás a poner cara dura.
Una semana llegó una película llamado
Camino a Marruecos.
Estaba ambientada en el desierto africano y protagonizada por Bing Crosby y Bob Hope. Laura tenía vagos recuerdos de Bob Hope, creía haberlo visto cuando ella era muy joven y él era muy viejo. En la película era joven, y muy divertido, de una manera extravagantemente premilenio. Le dolió terriblemente verle, como si le arrancaran de golpe un vendaje, alcanzando partes profundas de ella que había conseguido mantener insensibles. Tuvo que parar la cinta varias veces para secarse las lágrimas. Finalmente, sacó la cinta y la volvió a meter bruscamente en su caja.
Jofuette agitó la cabeza, dijo algo en bambara y volvió a meter la cinta. Mientras lo hacía, un trozo doblado de tisú, o de papel para cigarrillos, cayó de una hendidura en un lado de la caja de cartón. Laura lo recogió.
Lo desdobló mientras Jofuette observaba enfrascada la televisión. Estaba cubierto con una letra minúscula e irregular. No tinta. Sangre, quizá. Una lista.
10Abel Lacoste-Serv. Euro. Cons.
Steven Lawrence-Oxfam América
Marianne Meredith-ITN Canal Cuatro
Valeri Chkalov-Viena
George Valdukov-Viena
Sergei Ilyushin-Viena
Kazuo(?) Watanabe-Mitsubishi
(?)Riza-Rikabi-EFT Commerzbank
Laura Webster-GI Rizome
Jatje Selour-Cuerpo A.C.A.
y cuatro más.
El segundo año pasó más aprisa que el primero. Ya estaba acostumbrada. Se había convertido en su vida. Ya no anhelaba las cosas que había perdido…, era incapaz de nombrárselas a sí misma sin un esfuerzo. Estaba más allá de todo anhelo: estaba momificada. Monásticamente sellada.
Pero podía notar que las cosas se aceleraban a su alrededor, los temblores en la tela de araña del distante mundo exterior.
Ahora sonaban disparos casi cada noche. Cuando la llevaban a hacer sus ejercicios al patio, podía ver los agujeros de balas en la pared, pequeños cráteres como los del Albergue. Debajo de esos agujeros la tierra requemada por el sol mostraba un aspecto feo, llena con el zumbar de las moscas y el cobrizo olor de la sangre.
Un día, el cielo del desierto más allá del agujero en la pared de su celda mostró el desenrollar de una interminable madeja de volutas de derivante humo. Los camiones zumbaron entrando y saliendo de la prisión durante horas, y estuvieron fusilando gente toda la noche. Al estilo de una línea de montaje: gritos, órdenes, aullidos, súplicas, el feroz tableteo del fuego de las metralletas. Luego, rápidos tiros de gracia. Puertas cerrándose, motores. Luego más. Luego más. Luego todavía más.
Jofuette se mostró asustada durante días. Finalmente vinieron a buscarla, dos mujeres. Entraron sonriendo y hablando en su idioma; parecían decirle que todo había terminado, que iban a dejarla en libertad. La terrorista más corpulenta sonrió sugestivamente y se llevó las manos a las caderas e hizo un inequívoco movimiento de bombeo. Un amigo, estaba diciendo…, o tal vez el esposo de Jofuette. O quizás estaba sugiriendo una noche en la ciudad, en el sugestivo centro de Bamako.
Jofuette sonrió temblorosamente. Una de las mujeres le tendió un cigarrillo y se lo encendió con un floreo.
Laura no volvió a verla nunca.
Cuando le trajeron la videograbadora para la habitual sesión semanal, Laura aguardó hasta que se hubieron ido. Entonces cogió el aparato con ambas manos y lo estrelló repetidamente contra la pared. Se hizo pedazos, derramando una profusión de cables y placas de circuitos integrados. Los estaba aplastando con los pies cuando la puerta se abrió y dos terroristas masculinos entraron en tromba.
Llevaban las porras en las manos. Laura se lanzó contra ellos con los puños apretados.
La derribaron inmediatamente, con una despectiva facilidad.
Luego la pusieron de nuevo en pie y empezaron a golpearla. Con metódica profesionalidad. La golpearon en el cuello, en los ríñones. La arrojaron sobre el camastro y la golpearon en la espina dorsal. Los relámpagos ardieron dentro de ella, grandes sacudidas electrocutantes, al rojo blanco, al rojo sangre. La estaban golpeando con hachas, cortando su cuerpo a rodajas. Estaba siendo despedazada con las porras.
Un rugir llenó completamente su cabeza. El mundo se desvaneció.
Había una mujer sentada al otro lado de la celda, en el camastro de Jofuette. Una mujer rubia, con un traje azul. ¿Cuántos años…, cuarenta, cincuenta? Un rostro triste y compuesto, con arrugas en las comisuras de los labios y ojos verdeamarillentos. Ojos de coyote.