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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (49 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Especializadas…

—Exacto.

—¿Tienen por casualidad
La doctrina Lawrence y la insurgencia postindustrial
de Jonathan Gresham?

Hesseltine abrió mucho los ojos.

—Me asombra usted. ¿Dónde demonios ha oído hablar de eso?

—Sticky Thompson me lo mostró. —Hizo una pausa. Le había impresionado. Se alegró de ello. Era estúpido y temerario decirlo, alardear delante de Hesseltine, pero se alegró de haberle pinchado de algún modo, haberle desequilibrado. Se apartó un mechón de pelo de los ojos y se sentó más erguida aún—. ¿Tiene algún ejemplar? No pude leer todo lo que me hubiera gustado.

—¿Quién es ese Thompson?

—Un granadino. El hijo de Winston Stubbs.

Hesseltine sonrió burlonamente, se puso de nuevo en pie.

—No es posible que se refiera a Nesta Stubbs.

Laura parpadeó, sorprendida.

—¿Nesta Stubbs es el auténtico nombre de Sticky?

—No, es imposible. Nesta Stubbs es un psicópata. ¡Un asesino enloquecido por las drogas! Un tipo así es vudú, puede comerse a una docena como usted para desayunar.

—¿Por qué no puedo conocerle? —exclamó Laura—. Le conozco
a usted,
¿no?

—¡Hey! —dijo Hesseltine—. Yo no soy como ellos…, yo estoy de
su
lado.

—Si Sticky…, Nesta…, supiera lo que le ha hecho usted a su gente, estaría mucho más asustado de usted que lo que usted lo está de él.

—¡Vaya! —murmuró Hesseltine. Pensó en ello, luego pareció complacido—. ¡Apuesto a que sí! Y tendría malditamente razón, ¿no?

—Pero iría tras de usted, de algún modo, no sé cómo. Si lo supiera.

—Ajá —dijo Hesseltine—. Y puedo decir que el asunto le interesaría enormemente a usted… Bueno, no hay ningún problema. Ya les pateamos en el culo una vez, y dentro de un par de meses no
habrá
ninguna Granada—. Mire, nadie con su actitud necesita leer a un jodido loco como Gresham. Haré que le traigan un ordenador.

—De acuerdo.

—No volveremos a vernos, Laura. En el próximo cambio del turno Amarillo me recogerán por vía aérea.

Era la forma en que había sido siempre con Hesseltine, Laura no supo qué decirle, pero tenía que decir algo.

—Seguro que desearán que siga ocupado, ¿no?

—Lo desconozco… Todavía está Luxemburgo, ¿sabe? El EFT Commerzbank. Creen que están seguros, puesto que se hallan encajados en el centro mismo de Europa. Pero su centro bancario está en Chipre, y Chipre es una pequeña y deliciosa isla. Puede imaginar que estoy ahí, cuando empiecen a rodar cabezas.

—Por supuesto que lo haré. —Sabía que él estaba mintiendo. No iba a ir a ninguna parte cerca de Chipre. Tal vez ni siquiera abandonara la nave. Probablemente iba a meterse en un tanque, pensó, para ser masajeado por húmedas muñecas de caucho de Hollywood mientras flotaba en el limbo… Pero debía de existir alguna razón para que deseara que ella pensara en Chipre. Y eso podía significar que algún día iban a dejarla marchar. O, al menos, que Hesseltine pensaba que podían hacerlo.

Pero no volvió a ver a Hesseltine.

Pasó el tiempo. El submarino funcionaba según un ciclo de dieciocho horas: seis horas de turno, doce horas libres. El sueño se dividía entre turnos, de modo que el día y la noche —como en todas las profundidades oceánicas— se convertían en algo sin sentido. A cada turno, un miembro de la tripulación le traía la comida y la acompañaba a los servicios. Todos se mostraban muy escrupulosos en no tocarla.

Siempre la llevaban al mismo cubículo. Siempre estaba recién esterilizado. Ningún contacto con ningún tipo de fluidos corporales, pensó.

La trataban como si fuera un caso de retrovirus. Quizá pensaran que así era. En los viejos días, los marineros solían correr a los puertos apenas desembarcar, para beber todo lo que se les pusiera por delante y joder con quien se presentara. Pero, luego, todas las prostitutas portuarias de todo el mundo empezaron a morir de retrovirus.

El mundo había conseguido eliminar casi todos los virus. O contenerlos, al menos. Todo estaba bajo control.

Menos en África.

¿Era posible que la
tripulación
tuviera retrovirus?

La máquina de videojuegos era casi tan lista como el relófono de un niño. Los juegos eran cargados de pequeñas casetes, desgastadas de tanto uso. Los gráficos eran toscos, con píxeles enormes, y las pantallas saltaban constantemente.

No le importaba la tosquedad…, pero los temas eran sorprendentes.

Un juego se llamaba «Comando de misiles». El jugador controlaba pequeñas manchas en la pantalla que al parecer indicaban ciudades. El ordenador las atacaba con armas nucleares: bombas, rayos, misiles balísticos.

La máquina ganaba siempre…, aniquilando toda vida en una gran exhibición de destellos. Los
niños
habían jugado en su tiempo a aquel juego. Era absolutamente morboso.

Luego había uno llamado «Invasores del espacio». Las criaturas invasoras eran pequeños cangrejos y perros locos formados a base de píxeles. OVNIs procedentes de otro planeta. Figuras deshumanizadas, avanzando pantalla abajo a un paso firme. Siempre ganaban. Una podía matarlos a centenares, incluso conseguir nuevos pequeños fuertes desde donde seguir disparando contra las cosas —¿con láseres? ¿bombas?—, pero siempre acababa por morir. El
ordenador
ganaba siempre. Todo aquello tenía tan poco sentido…, dejar que el ordenador ganara cada vez, como si sus circuitos disfrutaran con la victoria. Y todos los esfuerzos, no importaba lo heroicos que fueran, terminaban en un Armagedón. Era todo tan horrible, tan siglo xx.

Había un tercer juego que implicaba a una especie de consumidor redondo y amarillo…, el objetivo era devorar todo lo que apareciera a la vista, incluidos, a veces, los pequeños enemigos perseguidores azules.

Jugó principalmente a ese último juego, puesto que el nivel de violencia resultaba menos ofensivo. No era que le gustara mucho, pero a medida que transcurrían los turnos y las horas vacías giraban y giraban descubrió su compulsiva y obsesiva cualidad…, la descuidada insistencia en quebrantar todos los límites de la cordura que era la huella del premilenio. Jugó a todos ellos hasta que se le ampollaron las manos.

Ran-ran-pataplán, tres hombres en una tina: el carnicero, el carnicero y el carnicero… Tres marineros manejaban el bote hinchable bajo un ardiente sol y un infinito cielo sin nubes, sobre un interminable océano plano verdeazulado de suaves olas. Los cuatro eran las únicas personas que habían existido nunca. Y la pequeña masa de caucho del bote era la única tierra.

Permanecían sentados inclinados sobre sí mismos, cubiertos con chaquetones con capucha de delgado aluminio reflectante. El aluminio brillaba dolorosamente al despiadado resplandor tropical.

Laura echó hacia atrás su capucha. Se apartó de los ojos un grasiento mechón de pelo. El cabello le había crecido. Desde que entrara en el submarino nunca había conseguido limpiarlo por completo.

—Póngase la capucha —le advirtió con un gesto el marinero n.° 1.

Laura sacudió, aturdida, la cabeza.

—Quiero sentir el aire libre.

—No es bueno para usted —dijo n.° 1, ajustándose las mangas—. Con esa capa de ozono desaparecida, está pidiendo a gritos un cáncer de piel con una luz solar como ésta.

Laura era cautelosa.

—Dicen que ese problema del ozono no es más que para asustar a la gente.

—Oh, seguro —se burló n.° 1—. Si acepta usted la palabra de su gobierno. —Los otros dos marineros rieron lúgubremente, una breve risa que se evaporó en la absoluta calma del océano.

—¿Dónde estamos? —preguntó Laura.

El marinero n.° 1 miró por encima del costado del bote. Sumergió su pálido dedo en el agua y lo contempló gotear; murmuró:

—En el país de los celacantos…

—¿Qué hora es? —quiso saber Laura.

—Dos horas antes del final del turno Amarillo.

—¿Qué
día?,
quiero saber.

—Me alegraré cuando la vea marcharse —dijo de pronto el marinero n.° 2—. Me pone usted nervioso.

Laura no dijo nada. Un completo silencio cayó de nuevo sobre ellos. Eran despojos a la deriva, maniquíes de brillante aluminio en su burbuja flotante negro mate. Se preguntó cuál sería la profundidad del océano debajo de la delgada película del casco.

—A usted siempre le gustó más el turno Rojo —dijo el marinero n.° 3 con un repentino y sorprendente veneno—. Sonrió al Equipo Rojo más de cincuenta veces. Mientras que apenas sonrió a nadie del Equipo Amarillo.

—No tenía la menor idea de ello —dijo Laura—. Lo siento de veras.

—Oh, sí. Seguro que lo siente. Ahora.

—Aquí está el avión —comentó el marinero n." 1.

Laura alzó la vista, escudando los ojos. El vacío cielo estaba lleno de pequeñas manchas oculares, extraños y pequeños artefactos de la visión, arrastrándose ante ella al compás de los movimientos de sus ojos. No estaba segura de lo que eran ni de qué los producía, pero tenían algo que ver con los niveles de resplandor. Luego vio algo que se abría en el cielo, algo que se deshilachaba y agitaba y, finalmente, se desplegaba rígidamente como un cisne papirofléxico. Enormes alas de brillante aluminio con el color naranja propio de los chalecos salvavidas. Planeaba hacia ellos.

El marinero n.° 2 examinó su teléfono militar, comprobando la recepción de la señal. El marinero n.° 3 conectó una deshinchada bolsa a una botella de hidrógeno y empezó a hincharla con un fuerte silbido flatulento.

Luego cayó otra carga, y otra. El marinero n.° 2 vitoreó alegremente. Los bultos cruzaban el vacío cielo, rectángulos amarronados del tamaño de autobuses, con amplias alas de desplegante plástico naranja. Le recordaron a Laura a los melolonthas, esos escarabajos voladores de gordas barrigas de las noches de verano texanas. Descendían en un amplio y girante descenso.

Sus curvados cascos chapotearon y se aposentaron en el agua con una sorprendente y poderosa gracia, creando círculos concéntricos de pequeñas olas. Las alas volvían a plegarse inmediatamente con audibles pops y crujidos.

Ahora podía ver el avión que los había dejado caer, un airbus de amplias alas cerámicas, azul cielo por debajo, camuflaje de desierto amarillo y pardo por arriba. El marinero n.° 1 puso en marcha el motor del bote hinchable, y éste avanzó murmurando hacia la carga más cercana. El bulto era más grande que el bote, un enorme cilindro flotante, con su parte delantera y los lados reforzados con recios anillos.

Los marineros n.° 2 y n.° 3 estaban luchando con el globo meteorológico. Lo soltaron, y se alzó repentinamente, desenrollando metro tras metro de delgado cable con un salvaje silbido.

—Bien —dijo n.° i. Ató el extremo del cable a una serie de clips en la espalda del chaleco salvavidas de Laura—. Supongo que querrá mantener las rodillas alzadas y cogidas entre sus brazos —dijo—. Mantenga también la cabeza baja y las mandíbulas apretadas. Supongo que no querrá partirse el cuello o destrozarse los dientes. Cuando note que el avión agarra el cable, va a empezar a subir realmente rápido. Así que simplemente relájese y deje sueltas sus piernas. Como si se tirara en paracaídas.

—¡No sabía que las cosas iban a ser así! —exclamó ansiosamente Laura—. ¡Paracaidismo! ¡No sé cómo se hace eso!

—Lo sé —dijo impacientemente n.° 2—. Pero lo ha
visto,
en la
televisión.

—Un enganche desde un avión es lo mismo que tirarse en paracaídas, sólo que al revés —dijo el marinero n.° 1 con ánimos de ayudar. Condujo el bote hasta la proa del primer bulto de carga—. ¿Qué suponéis que es esto?

—Un nuevo envío de misiles —dijo n.° 2.

—No, hombre, es la nueva comida. Se trata de un contenedor refrigerado.

—Ni lo sueñes. Ese de ahí es el refrigerado, mira. —Se volvió hacia Laura—. ¿No ha oído ni una palabra de lo que le he dicho? ¡Agárrese las piernas!

—Yo… —En aquel momento algo parecido a un accidente de coche la golpeó. Un repentino y terrible tirón, como si el gancho allá en el cielo deseara arrancarle todos los huesos de la carne. Saltó hacia arriba como disparada por un cañón, con las articulaciones de brazos y piernas convertidas en fuego.

Su visión se volvió negra, mientras la sangre de la aceleración era empujada con violencia hacia sus pies. Se sintió impotente, al borde del desmayo, mientras el viento azotaba furiosamente sus ropas. Empezó a girar sobre sí misma, y el mundo azul dio vueltas a su alrededor como un carrusel sin límites. Suspendida en el vacío, sintió una repentina y rugiente sensación de éxtasis místico. Un sublime terror, una absoluta maravilla: Simbad arrebatado por el ave roc de Madagascar. El este de África. Bajo ella, una sábana azul de mar giraba incansable: botes de juguete, mentes de juguete…

Una sombra cayó sobre ella. Un poderoso zumbido de propulsores, el silbar de una polea girando. Luego estuvo arriba y dentro, en el vientre del aeroplano. Una tenue mancha de luz diurna: cajas rotuladas con grandes letras negras, una telaraña de acero receptora. El brazo de una grúa interna tiraba de su cable, la arrastró limpiamente a través de la bodega de carga hasta depositarla en el suelo. Permaneció tendida allí, aturdida y jadeando.

Luego las puertas de la bodega se cerraron con un bang, y una absoluta oscuridad cayó sobre ella.

Sintió que la velocidad golpeaba el avión. Ahora que la había recogido, estaba elevándose, apuntando su morro hacia arriba y acumulando energía para un vuelo continental.

Estaba en una negra caverna volante que olía a plástico y a aceitada lona impermeable y al agudo y primigenio aroma del polvo africano. Todo estaba tan oscuro como en el interior de un termo.

—¡Luces, encendeos! —gritó. Nada. Oyó reverberar sus palabras.

Estaba sola. Aquel avión no tenía tripulantes. Era un abejorro gigante, un robot.

Consiguió quitarse a tientas el chaleco salvavidas. Probó distintas variantes de la orden de encender las luces. Pidió la ayuda de varios sistemas generales, en inglés y en japonés. Nada. No era más que carga…, y nadie escuchaba la carga.

Empezó a hacer frío. Y el aire se hizo más tenue por momentos.

Se estaba congelando. Tras tantos días en el invariable aire del submarino, el frío la mordió como si fuera electricidad. Se acurrucó en su equipo de supervivencia de tela de aluminio. Metió manos y pies en mangas y perneras y apretó estrechamente los cordones que las cerraban. Se llevó las manos protegidas por la tela de aluminio al rostro: demasiado oscuro para verlas, ni siquiera a un dedo de distancia. Se cubrió el rostro con las manos y respiró en ellas. Heladas bocanadas de tenue aire himalayo. Se acurrucó en una apretada bola, temblando.

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