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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (45 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Es usted muy valiente —dijo Laura—. Lo siento por usted, señor.

Mala Suerte la miró.

—Es agradable por su parte. Es usted muy agradable. No me trate como a un leproso. —Hizo una pausa, con sus ardientes ojos de rata estudiándola—. Usted no es una de nosotros, ¿verdad? No está con el Banco.

—¿Qué es lo que le hace decir eso? —quiso saber Laura.

—Es usted la amiga de alguien, ¿verdad? —Sonrió en una cadavérica sonrisa de flirteo—. Hay mucha gente importante en este barco. A la gente importante le encantan las chicas eurasiáticas.

—Vamos a casarnos, ¿sabe? —dijo Laura—, así que puede olvidar todo lo que está pensando, amigo.

Él rebuscó en su chaqueta.

—¿Quiere un cigarrillo?

—Quizá sería mejor que no los despilfarrara —dijo Laura, aceptando uno.

—No, no. No hay ningún problema. ¡Puedo conseguir cualquier cosa! Cigarrillos, componentes sanguíneos. Megavitaminas, embriones… Me llamo Desmond, señorita. Desmond Yaobang.

—Hola —dijo Laura. Aceptó el fuego de un mechero.

Su boca se llenó inmediatamente de asfixiante humo venenoso.

No podía comprender por qué estaba haciendo aquello.

Excepto que era mejor que no hacer nada. Excepto que sentía lástima por él. Y quizá la presencia de Desmond Yaobang mantuviera a todos los demás a distancia.

—¿Qué cree que nos harán, allá en Abadán? Qué harán
con
nosotros, quiero decir. —La cabeza de Yaobang apenas llegaba un poco más arriba de su hombro. No había nada obviamente repulsivo en él, pero el miedo químico se había asentado en sus ojos, en las líneas de su rostro. Lo había empapado con un aura tétrica. Laura sintió la intensa e irracional ansia de golpearle con el pie. De la misma forma que una bandada de cuervos picoteará al cuervo herido hasta matarlo.

—No lo sé —dijo lentamente Laura, dándose cuenta de que el desprecio la hacía descuidada. Contempló sus pies calzados con las sandalias, evitando sus ojos—. Quizá me proporcionen algún calzado decente… Estaré bien si puedo hacer algunas llamadas telefónicas.

—Llamadas telefónicas —hizo eco nerviosamente Yaobang—. Una idea capital. Sí, ponga a Desmond ante un teléfono, y podrá conseguirle cualquier cosa. Zapatos. Seguro. ¿Quiere que lo intente?

—Mura. No, todavía no. Hay demasiada gente.

—Esta noche entonces. Estupendo, señorita. Espléndida De todos modos, no voy a poder dormir.

Ella se apartó de él y apoyó la espalda en la borda. El sol se estaba poniendo entre dos de las girantes columnas de aireación. Los enormes bancos de nubes estaban iluminados por debajo con un suave oro Renacimiento. Yaobang se volvió y miró también, mordiéndose el labio, afortunadamente silencioso. Junto con el sucio zumbar de su cerebro a causa del cigarrillo, le proporcionó a Laura una expansiva sensación de sublimidad. Hermoso, pero no podía durar mucho…, el sol se hundía rápido tras el horizonte en los trópicos. Yaobang se enderezó, señaló.

—¿Qué es eso?

Laura miró. Los sentidos del hombre, agudizados por la paranoia, habían captado algo…, un distante destello aéreo.

Yaobang entrecerró los ojos.

—¿Alguna especie de helicóptero pequeño, quizá?

—Es demasiado pequeño —dijo Laura—. ¡Es un abejorro! —La luz había destellado brevemente en sus palas, y ahora lo había perdido contra las nubes.

—¿Un abejorro? —dijo el hombre, alarmado por el tono de la voz de ella—. ¿Es eso vudú? ¿Puede hacernos daño?

—¡Cállese! —Laura se apartó de la borda—. Voy a subir al puesto de vigía…, quiero echarle una ojeada mejor. —Se apresuró por la cubierta, haciendo chasquear sus sandalias.

El palo de trinquete del barco tenía la instalación de radar y vídeo para la conducción por ordenador. Pero había un acceso hasta allí arriba para las reparaciones y el respaldo humano cuando fuera necesario: un puesto de vigía, a una altura de tres pisos por encima de la cubierta. Laura se aferró a los fríos peldaños de hierro, luego se detuvo, frustrada. El maldito sari…, se enredaría en sus pies. Se volvió y le hizo una seña a Yaobang.

Desde arriba le llegó un grito.

—¡Hey! —Un hombre con un impermeable rojo brillante estaba inclinado sobre el parapeto del puesto de vigía—. ¿Qué está haciendo?

—¿Es usted de la tripulación? —preguntó Laura, vacilante.

—No. ¿Y usted?

Ella negó con la cabeza.

—Creí ver algo. —Señaló—. ¡Allí!

—¿Qué es lo que vio?

—¡Creo que fue un CL-227 Canadair!

Los zapatos del hombre resonaron cuando descendió rápidamente a cubierta.

—¿Qué es un canadario? —preguntó quejumbrosamente Yaobang, saltando de uno a otro pie. Observó un par de binoculares Zeiss en torno del cuello del otro—. ¿Dónde consiguió eso?

—En los suministros de cubierta —dijo Impermeable Rojo, sin que aquello aclarara nada.

—A usted le conozco, ¿verdad? ¿Henderson? Soy Desmond Yaobang. Sección contracomercio.

—Hennessey —dijo Impermeable Rojo.

—Hennessey, sí…

—Déjeme esto —pidió Laura. Cogió los binoculares. Bajo el delgado poncho del impermeable, el pecho de Hennessey era blando y grueso. Llevaba algo. ¿Una chaqueta a prueba de balas?

Un chaleco salvavidas.

Laura se quitó las gafas de sol, buscó apresuradamente un bolsillo —no hay bolsillos en un sari—, y se las puso finalmente sobre la cabeza. Enfocó los binoculares.

Localizó la cosa casi inmediatamente. Allí estaba, flotando malignamente en el cielo del atardecer. Había estado en sus pesadillas tantas veces que no podía creer que la estuviera viendo realmente.

Era el mismo abejorro que había ametrallado su Albergue. No exactamente el mismo, porque éste era de color verde militar, pero sí el mismo modelo…, doble rotor, forma acampanada doble. Incluso el estúpido dispositivo de aterrizaje.

—¡Déjeme ver! —pidió frenéticamente Yaobang. Para hacerle callar, Laura le pasó los binoculares.

—Hey —protestó blandamente Hennessey—. Son míos. —Era un anglo de unos treinta y tantos años, con pómulos prominentes y un pequeño bigote cuidadosamente recortado. No tenía acento…, pura habla medioatlántica de la Red. Bajo el colgante poncho de plástico, había algo ágil y escurridizo en él.

Le sonrió a Laura, de una forma tensa, mirándola directamente a los ojos.

—¿Es usted norteamericana? ¿De los Estados Unidos?

Laura tanteó en busca de sus gafas de sol. Habían echado el sari hacia atrás, revelando su rubio cabello.

—¡Lo veo! —exclamó excitado Yaobang—. ¡Es un cacahuete volante!

Los ojos de Hennessey se abrieron mucho. La había reconocido. Estaba pensando rápido. Laura pudo ver que echaba el cuerpo ligeramente hacia delante, apoyando el peso sobre los dedos de los pies.

—¡Quizá sea granadino! —dijo Yaobang—. ¡Mejor advertir a todo el mundo! Yo lo vigilaré…, ¡señorita, vaya corriendo!

—No, no lo haga —le dijo Hennessey a Laura. Rebuscó algo debajo de su poncho y extrajo algo parecido a una pieza de maquinaria. Era pequeña y esquelética, y parecía como un cruce entre una llave de tuercas y un aplicador de masilla. Se situó al lado de Yaobang, sujetando el artilugio con ambas manos.

—Oh, Dios —dijo Yaobang ciegamente. Otra oleada le estaba golpeando con dureza…, temblaba con tanta fuerza que apenas podía sujetar los binoculares—. Tengo miedo —castañeteó. Una voz quebrada, reflexiva, de niño pequeño—. Puedo verlo venir… ¡Tengo miedo!

Hennessey apuntó el mecanismo a las costillas de Yaobang y apretó una especie de gatillo, dos veces. Hubo dos pequeñas y discretas toses, apenas audibles, pero la cosa saltó malignamente en las manos de Hennessey. Yaobang se convulsionó con el impacto, agitó los brazos y su pecho se tensó, como si hubiera sido golpeado con un hacha. Cayó de espaldas y golpeó la cubierta con un resonar de los binoculares.

Laura lo miró con asombrado horror. Hennessey acababa de abrir dos grandes agujeros humeantes en la chaqueta de Yaobang. Yaobang permanecía tendido inmóvil, con el rostro lívido y ennegrecido.

—¡Lo ha matado!

—No. No hay ningún problema. Es el tinte especial del narcótico —dijo secamente Hennessey.

Ella miró de nuevo. Sólo por un segundo. La boca de Yaobang estaba llena de sangre. Miró a Hennessey y empezó a retroceder.

Con un repentino movimiento, suave y reflexivo, Hennessey centró el arma en el pecho de ella. Laura vio el cavernoso cañón, y supo repentinamente que contemplaba la muerte de cara.

—¡Laura Webster! —dijo Hennessey—. ¡No corra, no me obligue a disparar!

Laura se inmovilizó.

—Soy agente de policía —dijo Hennessey. Miró nerviosamente más allá de la proa, por la parte de babor—. Convención de Viena. Comando de Operaciones Especiales. Simplemente obedezca mis órdenes, y todo irá bien.

—¡Eso es una mentira! —gritó Laura—. ¡No existe ese comando!

Él no la estaba mirando. Su vista seguía fija en el mar. Laura siguió la dirección de sus ojos.

Algo avanzaba hacia el barco. Lo hacía a toda velocidad por encima de las olas, con una sorprendente y mágica celeridad. Un largo cilindro blanco, como una varita mágica, con afiladas alas cuadradas. Tras él se formaba como una ligera estela de vapor de condensación.

Avanzó hacia el puente, a proa, una aguja sobre una estela de vapor. Dentro de él. A través de él.

Estalló un brusco fuego, más alto que una casa. Un muro de calor y sonido surgió hacia arriba desde el puente y derribó a Laura. Se vio tendida en el suelo, magullada, cegada por el destello. La proa del barco se agitó bajo ella como un enorme animal de acero.

Transcurrieron unos rugientes segundos. Piezas de plástico y acero golpetearon por todas partes contra la cubierta. La superestructura del puente —el mástil del radar, las antenas del teléfono— eran una enorme y horrible conflagración. Era como si alguien hubiera edificado un volcán en ella…, el calor de la termita y los retorcientes fragmentos de metal al rojo blanco y los glóbulos de lava de la cerámica y el plástico fundidos. Como un petardo estallando en el interior de un pastel de boda blanco.

Debajo de ellos, él barco seguía cabeceando. Hennessey había conseguido ponerse en pie y correr hacia la borda. Por un momento Laura pensó que iba a saltar. Luego estuvo de vuelta con un salvavidas…, un enorme anillo de flotación ceremonial marcado con caracteres parsi. Tropezó y se tambaleó y llegó hasta su lado. No había ninguna señal de su arma ahora…, había vuelto a enfundarla, quitándola de la vista.

—¡Póngase esto! —le gritó al rostro.

Laura lo agarró reflexivamente.

—¡El bote salvavidas! —gritó a su vez.

Él negó con la cabeza.

—¡No! ¡No es buena idea! ¡Lleva una bomba!

—¡Es usted un maldito bastardo!

Él la ignoró.

—¡Cuando se hunda, tendrá usted que nadar fuerte, Laura! ¡Fuerte, alejándose del remolino!

—¡No! —Ella saltó en pie, apartándose de un salto de su intento de sujetarla. La parte de atrás del barco estaba vomitando humo ahora, enormes, negros y explosivos volúmenes de él. La gente se arrastraba por la cubierta.

Laura se volvió hacia Hennessey. Estaba en el suelo, doblado sobre sí mismo, con las manos anudadas en su nuca y las piernas cruzadas en los tobillos. Lo miró con la boca abierta, luego miró de nuevo al mar.

Otro misil. Se deslizaba justo por encima de las olas, con el brillo de su chorro iluminando las rizadas aguas con la brevedad de un destello. Golpeó.

Una catastrófica explosión en las bodegas. Las escotillas saltaron libres de sus sujeciones y se alzaron girando sobre sí mismas en el aire como llameantes dominós. Tras ellas brotaron géiseres de fuego. El barco se tambaleó como un elefante alcanzado por un disparo.

La cubierta se inclinó, lentamente, inexorablemente, mientras la gravedad los aferraba como el fin del mundo. El vapor brotaba con un hedor a agua de mar escaldada. Laura cayó de rodillas y resbaló.

Hennessey se había arrastrado hasta la borda de proa. Se sujetaba a ella con un codo y le hablaba a algo…, un teléfono de campaña militar. Hizo una pausa, sacó de un tirón su larga antena y siguió hablando. Alegremente. Vio que ella lo miraba y le hizo un gesto. ¡Salte! ¡Nade!

Ella se puso de nuevo en pie tambaleante, deseando ciegamente lanzarse sobre él y matarle. Estrangularle, arrancarle los ojos con las uñas. La cubierta cayó bajo ella como un ascensor roto y Laura se vio de nuevo en el suelo, arañándose las rodillas. Casi perdió el salvavidas.

Sus tobillos estaban mojados. Se volvió. El mar estaba subiendo en la parte de proa por encima de la borda de estribor. Grises y feas olas, llenas de restos de todas clases. El barco había sido eviscerado, y estaba derramando sus tripas al mar.

El miedo la abrumó. Un pánico mezclado con el deseo de vivir. Rasgó y se despojó del sari que la envolvía. Sus sandalias habían desaparecido hacía rato. Se pasó el anillo del salvavidas por la cabeza y hombros. Luego trepó a la borda, se apoyó en ella y saltó.

El agua la envolvió, cálida y empapante. El anochecer se estaba apoderando rápidamente del cielo, pero el resplandor del barco iluminaba el estrecho como si fuera un campo de batalla.

Otra explosión menor, y un destello de luz iluminó el único bote salvavidas del barco. Hennessey lo había matado. Buen Dios, ¡iban a matarlos
a todos ellos
! ¿Cuánta gente…, un centenar, ciento cincuenta? ¡Habían sido conducidos como ganado a alta mar para ser sacrificados allí! ¡Quemados y ahogados, como una plaga!

Un zumbido resonó furioso justo sobre su cabeza. Notó el viento en su empapado pelo.

Comprobó que el salvavidas estaba firmemente sujeto bajo sus sobacos y empezó a nadar enérgicamente.

El mar parecía estar hirviendo. Pensó en tiburones. De pronto las opacas profundidades debajo de sus desnudas piernas se llenaron de presencias acechantes. Nadó más vigorosamente, hasta que las fuerzas del pánico la abandonaron para dejar paso a un helado shock. Se volvió y miró.

Estaba hundiéndose. La popa lo último, alzada por encima del nivel del mar entre los últimos restos de sibilantes llamas, como una distante lápida iluminada por velas. Lo contempló durante una eterna serie de largos y resonantes latidos de su corazón. Luego desapareció, hundido en la nada y en la oscuridad.

La noche era nublada. La oscuridad descendió sobre ella como un sudario. El torbellino del hundimiento la alcanzó y la hizo girar como una boya.

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