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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (46 page)

BOOK: Islas en la Red
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Otro zumbido sobre su cabeza. Luego, en la distancia, en la oscuridad, el tableteo de un fuego de ametralladora.

Estaban matando a los supervivientes en el agua. Disparándoles desde los abejorros surgidos de la oscuridad y equipados con infrarrojos. Empezó a nadar de nuevo, alejándose desesperadamente.

No podía morir ahí fuera. No, no verse reducida a pedazos allí, muerta como una estadística… David, la niña…

Un bote hinchable surgió a su lado, oscuras formas de hombres y el suave murmullo de un motor. Un restallar en el agua…, alguien le había arrojado una cuerda. Oyó la voz de Hennessey:

—Agárrela. ¡Aprisa!

Lo hizo. Era o eso o morir allí. Tiraron de ella y la izaron a bordo, sobre el casco hinchable. Hennessey le sonrió en sus empapadas ropas. Tenía compañía: cuatro marineros con blancos cascos redondos, pulidos uniformes sedosos, oscuros con un destello de oro.

Se dejó caer en el ondulante fondo del bote, contra un casco negro y resbaladizo como vísceras, con la blusa de su sari y su ropa interior. Uno de los marineros arrojó el salvavidas por la borda. Adquirieron velocidad y se alejaron por el estrecho.

El marinero más cercano se inclinó sobre ella, un anglo de unos cuarenta años. Su rostro parecía tan blanco como una manzana recién cortada.

—¿Un cigarrillo, señora?

Ella se lo quedó mirando. El hombre se echó de nuevo hacia atrás, con un encogimiento de hombros.

Laura tosió agua de mar, luego dobló las piernas contra su cuerpo, temblando, sintiéndose desdichada. Pasó largo rato. Luego su cerebro empezó a funcionar de nuevo.

El barco nunca había tenido la menor oportunidad. Ni siquiera de lanzar un SOS. El primer misil había barrido el puente: radio, radar, todo. Lo primero que habían hecho sus asesinos había sido degollarlo.

¡Pero matar a un centenar de personas en medio del estrecho de Malaca! Cometer una atrocidad como aquélla…, seguro que otros barcos habían visto la explosión, el humo. Haber hecho una cosa así, con tanta crueldad, con tanta desfachatez…

Su voz, cuando finalmente la encontró, sonó débil y quebrada.

—¿Hennessey…?

—Henderson —dijo el hombre. Se sacó el empapado impermeable rojo por encima de su cabeza. Debajo llevaba un chaleco salvavidas de color naranja brillante. Bajo él una chaqueta sin mangas llena de bolsillos y pequeñas anillas de metal y parches de velero para sujetar cosas—. Tome, póngase esto.

Se lo tendió. Ella lo cogió, aterida.

Henderson rió quedamente.

—¡Póngaselo! Supongo que no querrá enfrentarse a un centenar de animosos marineros en ropa interior empapada.

No registró las palabras, pero empezó a ponerse el impermeable de todos modos. Avanzaban a buena velocidad en la oscuridad; el bote daba saltos sobre las olas, el viento hacía chasquear el impermeable. Luchó con él durante lo que pareció una eternidad. Se pegaba a su desnuda y mojada piel como un maldito pellejo.

—Parece que necesita que le echen una mano —dijo Henderson. Se arrastró hacia delante y la ayudó a ponérselo—. Así. Eso está mejor.

—Usted los mató a todos —chirrió Laura.

Henderson lanzó una divertida mirada a los marineros.

—Oh, nada de eso —dijo con voz fuerte—. ¡Además, recibí un poco de ayuda del barco de ataque! —Soltó una carcajada.

El marinero número dos apagó el motor. Siguieron avanzando por su propio impulso en la oscuridad.

—Nave —dijo—. Un submarino es una «nave», señor.

En la oscuridad, Laura oyó el chorrear del agua y el gorgotear de las olas. Apenas podía ver, tan sólo una vaga masa negroazulada. Pero pudo olería y sentirla, casi notar su sabor en toda su piel.

Era enorme. Estaba cerca. Un gigantesco rectángulo negro de acero pintado. Una torre cónica.

Un monstruoso submarino.

9

Era enorme y estaba vivo, y palpitaba como algún reactor trasatlántico y escupía agua de mar con secos resoplidos neumáticos y un profundo zumbar estremecido. Laura oyó el sisear de varios abejorros pasando junto a ella en la oscuridad para posarse en el casco. Malignos sonidos zumbantes. No podía verlos, pero sabía que ellos sí podían verla a ella, iluminada por su propio calor corporal.

El bote hinchable golpeó suavemente contra el submarino, un impacto blando de caucho.

Los marineros treparon por una escalerilla de cuerda al oscuro y curvado casco. Henderson aguardó hasta que se hubieron ido. Entonces apartó un mechón de húmedo pelo de sus ojos y sujetó el brazo de Laura.

—No haga ninguna estúpida tontería —le dijo—. No grite, no se ponga tonta, no haga la zorra. Salvé su vida. No me meta en un compromiso. Porque en ese caso morirá.

La envió escalerilla arriba por delante de él. Los peldaños de cuerda hirieron sus manos, y el resbaladizo casco de acero conservaba aún el frío de las aguas profundas bajo sus pies descalzos. El plano casco de la cubierta se extendía interminable en la oscuridad. Tras ella, la torre cónica se alzaba diez metros por encima de su cabeza. Largas espinas de antenas blancas y negras brotaban de su parte superior.

Una docena más de marineros se apiñaban en el casco, con elegantes pantalones acampanados y blusas de manga larga con puños bordados en oro. Se ocupaban de los abejorros, dirigiéndolos hacia una serie de bostezantes escotillas. Se movían con una extraña actitud, con los hombros hundidos y como si anduvieran de puntillas. Como si hallaran opresivo el vacío cielo nocturno.

La tripulación del bote hinchable lo izó tras ellos, tirando de la cuerda mano sobre mano. Lo deshincharon, sacando el aire con un demente zapateado, luego metieron la mojada masa de caucho en una gran bolsa.

Todo estuvo listo en unos pocos instantes, y la gente empezó a retirarse a su enorme madriguera de acero, como ratas. Henderson empujó a Laura hacia la brazola de una escotilla que conducía hacia abajo. Se hundió bajo sus pies, y la escotilla se cerró sobre su cabeza con un bufar y un chirrido hidráulico que hizo cantar sus oídos.

Salieron del pozo del ascensor a una enorme zona de almacenamiento cilíndrica iluminada con débiles bombillas amarillas. Tenía dos cubiertas: un piso inferior, bajo sus pies desnudos, de sólido hierro, y uno superior de plancha perforada. Era cavernosa, de sesenta metros de largo; cada tres metros estaba cortada, a derecha e izquierda, por enormes pozos de ascensor. Pozos de tres metros de diámetro, silos de acero, con sus bases llenas de conexiones y cables de energía. Como tanques bio-tec, pensó, grandes fermentadores.

Dos docenas de marineros transitaban en silencio sobre zapatillas de suela de espuma en las estrechas pasarelas entre los silos. Trabajaban en los abejorros con susurrante concentración. En el aire flotaba un intenso olor a aceite de aviación caliente y munición disparada. Vibraciones entremezcladas de guerra e industria e iglesia.

El compartimiento estaba pintado de color azul cielo, los tubos de un profundo índigo medianoche espacial. Henderson se encaminó hacia popa. Mientras la arrastraba tras él, Laura tocó la fría superficie de látex de un tubo, interrogándose. Alguien lo había decorado penosamente pintando en él irregulares estrellas de cinco puntas, cometas con zumbantes colas de libro de cómics, pequeños Saturnos anillados amarillos. Como el ingenuo arte de las planchas de surf. Soñador y barato.

Algunos silos habían sido cortados al soplete y estaban siendo reparados con arcanas herramientas…, reconvertidos en tubos de lanzamiento de abejorros. Los otros eran más viejos, parecían intactos. Sirviendo aún a su función original, fuera cual fuese.

Henderson hizo girar la rueda manual en el centro de una escotilla hermética. Se abrió con el suave bump de una botella termo, y la cruzaron. Al interior de una cámara parecida a un ataúd recubierta con revestimiento insonoro tipo huevera.

Laura tuvo la impresión de que el mundo se inclinaba sutilmente bajo sus pies. Un resonar como el discurrir de un río de los tanques de lastre y un distante zumbar de motores. El submarino se estaba sumergiendo. Luego un sorprendente coro de pops, secos crujidos, tintinear de botellas de cristal, y la presión empezó a morder el casco.

Cruzaron la cámara a otra estancia inundada con una clara luz blanca. Intensos fluorescentes sobre sus cabezas, derramando esa extraña luz tipo láser que con sus tres picos de radiación lo iluminaban todo con un nítido superrealismo. Algún tipo de sala de control, con una profusión de maquinaria que recordaba un árbol de Navidad. Estaba rodeada de enormes consolas, con bancadas de interruptores, indicadores parpadeantes, diales con agitadas agujas. Marineros con el pelo muy corto se sentaban ante ellas en sillas giratorias suntuosamente acolchadas.

La habitación estaba llena de tripulantes…, no dejó de observar más y más de ellos, con sus cabezas atisbando por entre densos racimos de monitores e indicadores. La estancia estaba atestada del suelo al techo con equipo, de tal modo que las paredes no eran visibles. Los hombres se tocaban codo con codo, encajados en pequeños y arcanos nódulos ergonómicos. Alvéolos para gente.

La aceleración les golpeó; Laura se tambaleó ligeramente. En alguna parte se produjo un débil y agudo zumbido y un líquido temblor cuando la gran masa de acero adquirió velocidad.

Justo delante de ella había una zona que formaba una depresión del tamaño de una bañera. Había un hombre sentado en ella, con unos enormes auriculares acolchados y aferrando una rueda de timón llena de protuberancias.

Parecía un muñeco infantil rodeado por caro equipo estéreo. Justo encima de su cabeza había una protuberante baderna gris con un cartel pintado a mano: LUZ ANTICOLISIÓN-CAMBIAR A DESTELLO. El hombre miraba fijamente media docena de redondos indicadores.

Era el piloto, pensó Laura. No había forma de mirar fuera en un submarino. Sólo había indicadores.

Se oyeron pasos en una pasarela curva en la parte de atrás de la estancia…, alguien bajaba de la cubierta superior.

—¿Hesseltine?

—¡Sí! —dijo alegremente Henderson. Tiró de Laura por la muñeca, y ella clavó testarudamente su codo en una columna vertical—. Vamos —insistió él, sin dejar de tirar.

Recorrieron el laberinto al encuentro del que había hablado. El recién llegado era un hombre robusto, de rizado pelo negro, labios protuberantes, ojos solemnes bajo densas cejas. Llevaba hombreras llenas de insignias, más insignias en las mangas, y una gorra de marinero redonda orlada de negro con letras doradas: REPÚBLICA DE MALÍ. Estrechó la mano de Henderson/Hesseltine. De una forma enloquecedora, los dos hombres empezaron a hablar en un rápido y fluido francés.

Subieron la escalerilla en espiral, recorrieron un largo corredor escasamente iluminado. Los zapatos de Hesseltine chirriaban audiblemente. Siguieron hablando de manera entusiasta en francés.

El oficial les indicó una hilera de estrechos cubículos: duchas.

—Estupendo —dijo Hesseltine, entrando en una y tirando de Laura tras él. Soltó su muñeca por primera vez—. ¿Prefiere tomar su propia ducha, muchacha? ¿O tengo que ayudarla?

Laura lo miró en silencio.

—Relájese —dijo Hesseltine. Se quitó la chaqueta con un rápido movimiento—. Ahora está con buena gente. Van a traernos ropa nueva. Luego comeremos algo. —Le sonrió, vio que no funcionaba, y sus ojos brillaron irritados—. Mire. ¿Qué estaba haciendo usted en aquel barco, de todos modos? Supongo que no se ha convertido en una banquera de datos. ¿Es alguna especie de agente doble?

—¡No, por supuesto que no!

—¿Tiene alguna razón en especial por llorar a todos esos criminales?

La vacuidad moral de aquello la abrumó. Eran seres humanos.

—No… —murmuró, casi involuntariamente.

Hesseltine se quitó la camisa, revelando un estrecho y bronceado pecho muscularmente abultado.

Laura lanzó una mirada de reojo a la desechada chaqueta. Sabía que había un arma en ella, en alguna parte.

Él captó su mirada y su rostro se endureció.

—Mire. Vamos a hacer esto de una forma sencilla. Métase en el cubículo de una ducha y no salga hasta que yo se lo diga. O de lo contrario…

Ella se metió en la ducha, cerró la puerta y la conectó. Permaneció en ella durante diez minutos, bajo el zumbante chorro de bruma ultrasónica. Lavó la sal de lo que quedaba de sus ropas y se frotó el pelo con el acre jabón que encontró.

—De acuerdo —le gritó Hesseltine. Salió, llevando de nuevo el impermeable. Hesseltine estaba recién peinado. Llevaba puesto un uniforme naval azul medianoche y se estaba atando los cordones de sus zapatos. De alguna forma había conseguido un chándal gris de tela de toalla para ella: unos pantalones ajustables y un pullover con capucha.

Se puso los pantalones, vuelta de espaldas a él, se quitó el impermeable y se metió rápidamente el pullover. Se volvió de nuevo, vio que él la había estado observando en el espejo. No con deseo, ni siquiera con apreciación…, había una expresión fría y vacua en su rostro, como un niño malo matando metódicamente un bicho.

Cuando ella se volvió, la expresión se desvaneció como un juego de prestidigitación.

Él nunca dejó translucir ni el menor atisbo de ello. Hesseltine era un caballero. Aquélla era una situación embarazosa pero necesaria a la que ambos se enfrentaban como adultos. De alguna forma, Hesseltine le estaba diciendo todo aquello, mientras permanecía inclinado atándose los zapatos. La mentira irradiaba de él. Por todos sus poros, como sudor.

Un marinero les aguardaba fuera, un correoso veterano de corta estatura con un bigote gris y ojos lejanos. Les condujo a una diminuta cabina, donde el casco formaba un techo inclinado y redondeado. El lugar tenía más o menos el tamaño de un cobertizo para las herramientas de un jardín. Cuatro marineros mortalmente pálidos, con las mangas subidas y los cuellos desabrochados, estaban sentados ante una pequeña mesa de café, jugando silenciosamente a las damas.

El oficial que hablaba francés estaba también allí.

—Siéntense —dijo en inglés. Laura se sentó en un apretado banco junto a la pared, lo suficientemente cerca de uno de los cuatro marineros como para poder oler su desodorante floral.

Al otro lado de la cabina, pegados al curvado techo, había carteles con idealizados retratos de hombres con elaborados uniformes. Laura dirigió una rápida mirada a dos de los nombres: DE GAULLE, JARUZELSKI. No le dijeron nada.

—Me llamo Baptiste —dijo el marino—. Oficial Político a bordo de esta nave. Tenemos que hablar. —Una pausa que duró dos latidos de corazón—. ¿Quiere un poco de té?

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