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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (50 page)

BOOK: Islas en la Red
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Aislamiento y oscuridad, y el distante y tembloroso zumbar de los motores.

El aterrizaje la despertó. La toma de tierra fue tan suave como el de una mariposa, con precisión cibernética. Luego, media hora de interminable ansiedad mientras el calor rezumaba al interior de la cabina y el temor se arrastraba dentro de ella. ¿Acaso la habían olvidado? ¿Había llegado a un lugar equivocado? ¿Un error de ordenador en algún archivo de datos del ELAT? Un irritante detalle que podía dar como resultado que fuera fusilada y enterrada…

Oyó un crujir de las puertas de la bodega. Una luz al rojo blanco penetró y la cegó. Un zumbar, un intenso olor a polvo y gasolina.

El retumbar y chirriar de una escalerilla. El clop clop de unos pies enfundados en botas. Un hombre miró dentro, un europeo rubio muy bronceado, con un uniforme caqui. Su camisa estaba ennegrecida por el sudor en los sobacos. La divisó allá donde permanecía acurrucada junto a una masa de carga cubierta con lonas.

—Venga —le dijo. Le hizo un gesto con un brazo. Había un pequeño hocico metálico en su puño cerrado, parte de una cosa serpenteante y flexible atada a su antebrazo. El cañón de un arma. Era una metralleta—. Venga —repitió.

Laura se puso en pie.

—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?

—Nada de preguntas. —Agitó la cabeza, aburrido—. Aprisa.

La hizo bajar a un supercalentado y reseco aire. Se hallaba en un aeropuerto en medio del desierto. Pistas polvorientas que rielaban con el calor, bajos edificios cuadrados encalados con descoloridos toldos, una bandera tricolor que colgaba flàccida: rojo, dorado y verde. Un enorme hangar para aviones blanco en la distancia, pálido y con el aspecto de una granja, un distante y furioso chiflar de reactores.

Había una camioneta aguardando, un vehículo celular, pintado de blanco como la camioneta de una panadería. Gruesos neumáticos reforzados, ventanillas protegidas con tela metálica, pesados parachoques de hierro.

Dos policías negros abrieron la puerta de atrás de la camioneta. Llevaban pantalones cortos color caqui, calcetines acanalados hasta la rodilla, gafas oscuras, recias porras, pistolas enfundadas y cartucheras de balas con punta de plomo. Sus rostros inexpresivos estaban llenos de sudor e irradiaban una descuidada amenaza, con las callosas manos apoyadas sobre sus porras.

Laura subió a la camioneta. Las puertas se cerraron, y oyó el sonido de una llave. Estaba de nuevo sola, y tenía miedo. El techo metálico estaba demasiado caliente para poder tocarlo, y el suelo recubierto de goma apestaba a sangre y sudor y miedo, con el nauseabundo olor de la orina seca.

Había muerto gente ahí dentro. Laura lo supo de repente, pudo sentir la presencia de los moribundos como un peso en su corazón. Muertos, apaleados y sangrantes, allí en aquel sucio acolchado de goma.

El motor arrancó, y la camioneta dio una sacudida hacia delante y se puso en movimiento, y Laura cayó hacia atrás.

Al cabo de un momento consiguió reunir el valor necesario y miró por la ventanilla protegida con la tela metálica.

Un llameante calor, el resplandor como un destello del sol, y polvo. Redondas chozas de adobe —ni siquiera auténtico adobe, sólo barro rojo seco—, con destartalados porches de plástico y hojalata. Sucios harapos tendidos para proporcionar un poco de sombra. Volutas de humo. Las pequeñas chozas cupuladas se apretaban entre sí como el acné, un populoso barrio pobre que se extendía laderas arriba, laderas abajo, por barrancos y entre montones de basura, hasta donde podía ver. En la remota distancia, una hilera de chimeneas arrojaba suciedad al cielo sin nubes. ¿Una fundición? ¿Una refinería?

Pudo ver gente. Nadie parecía moverse: permanecían acuclillados, atontados, aletargados como lagartos, a la sombra de los portales y los avances de tiendas. Pudo captar enormes e invisibles multitudes en ellos, aguardando el atardecer a las ardientes sombras, lo que era considerado frescor en aquel lugar olvidado de la mano de Dios. Había amplias zonas de excrementos en algunos retorcidos callejones laterales, endurecida mierda humana amarillenta por efectos del sol, con enormes y explosivas hordas de moscas africanas en torno de ellas. Las moscas eran feroces y sucias y tan grandes como abejas.

No había una sola calle pavimentada. Ni zanjas, ni cloacas, ni energía. Vio unos cuantos altavoces montados sobre postes en medio de las zonas más densas de chozas. Uno se alzaba sobre un fétido café, una superchoza de ladrillos y plástico y tablas de madera. Había hombres frente a él, docenas de ellos, acuclillados sobre sus talones a la sombra y bebiendo de antiguas botellas de refresco de cristal y jugando con guijarros en el pisoteado polvo. Sobre sus cabezas, el altavoz emitía un firme chillar en un idioma que no pudo reconocer.

Los hombres alzaron la vista cuando pasó la camioneta, inmóviles e inexpresivos. La suciedad formaba una costra en sus ropas. Eran ropas
norteamericanas:
raídas camisetas de souvenir y pantalones de poliéster a cuadros y zapatos de baile de vinilo de suela gruesa que habían pasado de moda hacía décadas, atados con trozos de cable en vez de cordones. Llevaban largos turbantes de brillantes harapos de tela acolchada.

Luego la camioneta pasó, botando y bamboleándose en los enormes baches, levantando una miasma de polvo. Su vejiga parecía a punto de estallar. Orinó en uno de los rincones del vehículo, el que olía peor.

Las chozas parecían no terminar nunca. Si acaso, parecían más apretadas entre sí y más ominosas. Entraron en una zona donde los hombres exhibían numerosas cicatrices y largos cuchillos en sus cinturones, y llevaban las cabezas afeitadas y llenas de tatuajes. Un grupo de mujeres con grasientas ropas de arpillera estaban gimoteando, sin demasiado entusiasmo, sobre un cadáver tendido frente a la puerta de su choza.

Divisó algunos elementos familiares del mundo exterior, su mundo, que habían perdido su asidero con la realidad y habían ido a parar a aquel infierno. Sacos de arpillera, con una marca medio borrada: dos manos unidas amistosamente, y la leyenda, en francés e inglés: HARINA 100 % GLUTEN, REGALO DEL PUEBLO DE CANADÁ AL PUEBLO DE MALÍ. Un muchacho quinceañero llevando una camiseta del Mundo Euro-Disney con el eslogan: «¡Visita el futuro!». Bidones de petróleo, ennegrecidos con hollín sobre curvados caracteres árabes. Piezas de un tocadiscos coreano, puertas de camión de plástico trabajosamente cementadas a una pared de barro rojo.

Luego, un horrible lugar de reuniones o iglesia tiznado de humo, con sus largas e irregulares paredes cuidadosamente pintadas con una aterradora iconografía de sonrientes santos cornudos. Su inclinado techo de barro brillaba con los redondos y manchados discos de cristal de culos de botellas rotas.

La camioneta siguió avanzando durante horas. Cruzaba el centro de una ciudad importante, una metrópoli. Había centenares de miles de personas viviendo allí. Todo el país, Malí, un enorme lugar, más grande que Texas…, esto era todo lo que quedaba de él, aquel interminable nido de ratas. Todas las demás elecciones habían sido robadas por el desastre africano. Los supervivientes de la sequía se apiñaban en gigantescos campamentos urbanos como aquél. Estaba en Bamako, la capital de Malí.

La capital del ELAT. Ellos eran la
policía secreta
allí, la gente que gobernaba el lugar. Estaban dirigiendo una nación arruinada más allá de toda esperanza, una serie de monstruosos campamentos.

Con un brusco y repelente destello de percepción, Laura comprendió cómo el ELAT había llevado a cabo de una forma tan casual todas aquellas masacres. Aquella ciudad campamento era un sumidero de miseria lo bastante grande como para ahogar a todo el mundo. Siempre había sabido que las cosas estaban mal en África, pero nunca había comprendido que la vida allí significara tan poco. Se dio cuenta, con una oleada de fatalista terror, que su propia vida era simplemente demasiado pequeña como para que importara a nadie. Ahora estaba en el infierno, y aquí las cosas se hacían de forma diferente.

Finalmente cruzaron una verja de alambre de espino a una zona más despejada, con polvo y asfalto y esqueléticas torres de vigilancia. Allá delante —el corazón de Laura dio un salto— vio el familiar y amistoso fondo de amarronadas paredes de arena conglomerada. Se estaban acercando a un recio edificio en forma de domo, muy parecido a su propio Albergue Rizome en Galveston. Era mucho más grande, sin embargo. Eficientemente construido. Progresivo y moderno, con las mismas técnicas que David había elegido.

Pensar en David era algo tan sorprendentemente doloroso que desechó de inmediato el pensamiento.

Luego penetraron en el edificio a través de sus dobles paredes de sólida arena de un metro de espesor, bajo crueles rastrillos de hierro forjado.

La camioneta se detuvo. Una espera.

El europeo abrió las puertas traseras.

—Fuera.

Salió a un mareante calor. Estaba en una desnuda arena, un patio de ejercicios redondo de reseca tierra apisonada rodeada por un anillo de dos pisos de altura de amarronados muros de fortaleza. El europeo la condujo a una compuerta de hierro, una puerta blindada que conducía al interior de la prisión. Dos guardias aparecieron tras ella. Entraron a una sala iluminada con tubos solares baratos clavados al techo.

—Duchas —dijo el europeo.

La palabra resonó ominosamente en su cabeza. Laura se detuvo en seco.

—No quiero ir a las duchas.

—Hay un cuarto de baño también —ofreció el europeo.

Ella negó con la cabeza. El europeo miró por encima del hombro de ella e hizo un asomo de movimiento con la cabeza.

Una porra la golpeó por detrás, en la unión de su cuello con sus hombros. Fue como si hubiera sido alcanzada por un rayo. Todo su costado derecho quedó como entumecido; cayó de rodillas.

Luego el shock fue menguando, y el dolor se infiltró en todo su cuerpo. Un auténtico dolor, no aquella cosa estúpida y ligera a la que llamaba «dolor» en el pasado, sino una sensación auténticamente profunda, biológica. No pudo creer que eso fuera todo, que simplemente hubiera sido golpeada con una porra. Podía sentirlo ya, cambiando toda su vida.

—Arriba —dijo el hombre, con la misma voz aburrida. Se puso en pie. La llevaron a las duchas.

Allí había una matrona. La desnudaron, y la mujer registró todas sus cavidades, mientras los hombres examinaban la desnudez de Laura con un distante interés profesional. Fue empujada a las duchas y le entregaron una pastilla de áspero jabón que olía a insecticida. El agua era calcárea y salobre y no eliminaba el jabón. Dejó de manar antes de que hubiera acabado de enjuagarse.

Salió. Sus ropas y zapatos habían desaparecido. La matrona de la prisión inyectó en su nalga cinco centímetros cúbicos de un líquido amarillo. Lo sintió penetrar en su carne, e inmediatamente empezó a picarle.

El europeo y sus dos terroristas se marcharon, y aparecieron otras dos terroristas, éstas mujeres. Le entregaron a Laura unos pantalones y una camisa de lona a rayas blancas y negras, ásperos y arrugados. Se los puso, temblando. O bien la inyección empezaba a hacerle efecto, o estaba empezando a creer que así era. Sentía la cabeza como ligera, y mareos, y no se creía lejos de la auténtica locura.

No dejaba de pensar en que iba a llegar un momento en el que podría tomarse una pausa y pedir que la mataran con su dignidad intacta. Pero no parecían ansiosos por matarla, y ella tampoco se sentía ansiosa por morir, y estaba empezando a darse cuenta de que un ser humano podía ser reducido casi a la nada a base de golpes. No deseaba que la golpearan de nuevo, no hasta que tuviera un mayor dominio sobre sí misma.

La matrona dijo algo en francés criollo e indicó el cuarto de baño. Laura negó con la cabeza. La matrona la miró como si fuera idiota, se encogió de hombros y tomó nota en su tablilla.

Las dos terroristas femeninas le esposaron las manos a la espalda. Una de ellas sacó su porra, la hizo girar hábilmente por entre la cadena metálica de las esposas, de un modelo muy antiguo, y tiró de los brazos de Laura hacia arriba hasta que ésta se vio obligada a doblarse hacia delante. Entonces la hicieron avanzar en esta posición, dirigiéndola como si fuera un carrito de dulces por un pasillo y subiendo unas estrechas escaleras con verjas arriba y abajo. Luego, en el piso superior, más allá de una larga serie de puertas de hierro equipadas con mirillas deslizantes.

Se detuvieron delante de la celda número 31 y aguardaron allí hasta que apareció un carcelero. Eso requirió cinco minutos, y las dos terroristas pasaron el tiempo masticando chicle y haciendo bromas acerca de Laura en algún dialecto malayo.

Finalmente, el carcelero abrió la puerta y la empujaron dentro. La puerta se cerró a sus espaldas.

—jHey! —gritó Laura—. ¡Estoy esposada! ¡Habéis olvidado quitarme las esposas! —La mirilla se abrió, y vio asomar un ojo humano y parte del puente de una nariz. Luego la mirilla se cerró de nuevo.

Estaba en una celda. En una prisión. En un Estado fascista. En África.

Empezó a preguntarse si había algún lugar peor en el mundo. ¿Podía algo ser peor que aquello? Sí, pensó, podía ponerse enferma.

Empezó a sentirse febril.

Una hora es:

Un minuto y un minuto y un minuto y un minuto y un minuto.

Y un minuto y un minuto y un minuto y un minuto y un minuto.

Luego otro, y otro minuto, y otro, y otro aún, y luego otro.

Y un minuto, luego dos minutos más. Luego, otros dos minutos.

Luego, dos minutos. Luego, dos minutos. Luego, un minuto. Luego un minuto parecido. Luego otro dos. Y otros dos.

Esto hace treinta minutos, hasta ahora.

Así que hay que empezar de nuevo.

La celda de Laura tenía un poco menos de cuatro pasos de largo y un poco más de tres pasos de ancho. Era aproximadamente del tamaño del cuarto de baño en el lugar donde solía vivir, el lugar en el que no se permitía pensar. Buena parte de este espacio estaba ocupado por su camastro. Tenía cuatro patas de tubo de acero, y un marco de apoyo de barras planas de hierro. Encima había un colchón de cutí de algodón a rayas, relleno con paja. El colchón olía, de una forma débil pero no completamente desagradable, a la larga enfermedad de un desconocido. Un extremo estaba ligeramente manchado con sangre descolorida.

Había el agujero de una ventana en la pared de la celda. Era un agujero de buen tamaño, de casi quince centímetros de diámetro, el tamaño de una tubería de desagüe. Tenía aproximadamente un metro de longitud, perforado a través de la gruesa arena conglomerada, y mostraba una reja de delgado metal en su parte exterior. Si permanecía de pie directamente delante del agujero, Laura podía ver un brillante círculo de amarillento cielo del desierto. Débiles ráfagas de sobrecalentado aire penetraban a veces por el tubo.

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