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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (60 page)

BOOK: Islas en la Red
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—¡Pero son cosmonautas! Son profesionales entrenados, se ocupan de ciencia espacial. Biología. Astronomía.

—Sí. Montones de chicas y gloria para esos dos. Casi nada. —Gresham agitó la cabeza—. Les doy tres días como máximo.

—De acuerdo…, ¿y luego qué? Si la cosa no funciona.

—Los llamaré de nuevo. Amenazaré con dársela a algún otro. Existen otros contactos…, y nosotros seguimos teniendo la cinta original. Simplemente seguiremos probando, eso es todo. Hasta que rompamos la barrera. O Viena nos pille. O hasta que el ELAT haga una demostración sobre una ciudad y convierta la noticia en algo obvio para todo el mundo. Que es lo que cabe esperar, ¿no?

—¡Dios mío! Lo que acabamos de hacer puede causar un
pánico de alcance mundial…

El se echó a reír.

—Sí…, estoy seguro de que eso es lo que Viena se ha estado diciendo a sí misma mientras se apoltrona sobre la verdad. Desde hace años. Y ha tapado el asunto, y ha protegido a la gente que disparó contra su casa.

Un estallido de rabia cortocircuitó el miedo de Laura.

—¡Eso es cierto!

Él le sonrió.

—En realidad, ése fue el más pequeño de sus crímenes. Pero imaginé que la haría reaccionar.

Ella pensó en voz alta.

—Viena les dejó hacerlo. Ellos sabían quién mató a Stubbs, y acudieron a mi casa y me mintieron. Porque tenían miedo de algo peor.

—¿Peor? Y que lo diga. Piense en las consecuencias políticas. Viena existe para mantener el orden contra el terrorismo, y han estado encubriendo a los terroristas durante años. Van a pagar. Los muy hipócritas.

—Pero Gresham, ¿qué ocurrirá si empiezan a bombardear a la gente? Pueden morir millones.

—¿Millones? Depende de cuántas ojivas nucleares tengan. No son una superpotencia. ¿Cinco? ¿Diez? ¿Cuántos tubos de lanzamiento había en aquel submarino?

—¡Pero pueden hacerlo realmente! ¡Pueden asesinar ciudades enteras de gente inocente mientras duerme pacíficamente…, sin ninguna razón sensata! Sólo estúpida política fascista y anhelo de poder… —Su voz se hizo ronca.

—Laura…, soy mayor que usted. Conozco esa situación. La recuerdo vividamente. —Sonrió—. Le diré cómo funcionaba. Simplemente aguardábamos y seguíamos viviendo, eso es todo. No ocurrió…, quizá nunca ocurra. Mientras tanto, ¿de qué sirve pensar en ello? —Se puso en pie—. Ya estamos metidos hasta el cuello. Venga conmigo, hay algunas cosas que quiero que vea.

Ella le siguió a regañadientes, sintiéndose derrotada, alucinada. La forma en que él hablaba de ello tan casualmente:
diez ojivas nucleares…,
pero para él
era
casual, ¿no? Había vivido en una época en la que había habido miles de ojivas nucleares, las suficientes para exterminar
toda la vida humana.

Responsables de muertes masivas. Aquello la llenó de odio. Sus pensamientos galoparon, y de pronto sintió deseos de huir al desierto, de vaporizarse. Nunca había deseado estar cerca de nadie que hubiera tocado alguna vez algo así, que estuviera ensombrecido por aquel tipo de horror.

Y, sin embargo, estaban
por todas partes,
¿no? Gente que jugaba a la política con armas atómicas. Presidentes, primeros ministros, generales…, pequeños hombrecillos viejos allá en los parques, con sus nietos y sus palos de golpe. Los había visto, había vivido entre ellos…

Ella
era uno de ellos.

Su mente se entumeció.

Gresham retuvo el paso, sujetó su codo.

—Mire.

Anochecía ya. Una desharrapada multitud de un centenar de personas se había reunido delante de uno de los domos. El domo había sido abierto por la mitad, como una especie de tosco anfiteatro. Los músicos inadin estaban tocando de nuevo, y uno de ellos permanecía de pie delante de la multitud, oscilando hacia uno y otro lado, cantando. Su canción tenía una métrica quejumbrosa y muchos versos. Los otros inadin oscilaban también al mismo compás, a veces lanzando un seco grito de aprobación. La multitud miraba con las bocas abiertas.

—¿Qué es lo que dice?

Gresham empezó a hablar de nuevo con su voz de televisión. Estaba recitando poesía.

Escuchad, gente del Kel Tamashek, somos los inadin, los herreros. Siempre hemos vagado por entre las tribus y clanes, siempre hemos llevado vuestros mensajes. Las vidas de nuestros padres fueron mejores que las nuestras,

las de nuestros abuelos aún mejores. Hubo un tiempo en el que nuestro pueblo viajaba por todas partes,

Kano, Zanfara, Agadez.

Ahora vivimos en las ciudades y nos hemos convertído en números y letras, ahora vivimos en el campo y comemos comida mágca de tubos.

Gresham se detuvo.

—Su palabra para magia es
tisma.
Significa «el arte secreto de los herreros».

—Siga —dijo ella.

Nuestros padres tenían dulce leche y dátiles,

nosotros sólo tenemos ortigas y espinas.

¿Por qué debemos sufrir así?

¿Es esto el fin del mundo?

No, porque no somos hombres malvados,

no, porque ahora tenemos tisma.

Somos herreros que poseemos la magia secreta,

somos plateros que vemos el pasado y el futuro.

En el pasado ésta fue una tierra rica y verde,

ahora no es más que roca y polvo.

Gresham hizo una pausa, observando a los tuaregs. Dos de ellos se levantaron y empezaron a bailar, con los brazos extendidos enroscándose y oscilando, sus pies calzados con sandalias golpeando el suelo al compás. Era un baile como un vals, lento, elegante, elegiaco. El cantante se puso de nuevo en pie.

—Ahora viene la parte buena —dijo Gresham.

Pero donde hay roca puede haber hierba,

donde hay hierba viene la lluvia.

Las raíces de la hierba retendrán la lluvia,

los tallos de la hierba frenarán las tormentas de arena.

Pero éramos los enemigos de la hierba,

y por eso sufrimos.

Lo que nuestras vacas no comían, las ovejas comían. Lo que las ovejas rechazaban, las cabras consumían. Lo que las cabras dejaban atrás, los camellos devoraban.

Ahora tenemos que ser los amigos de la hierba, tenemos que disculpamos ante ella y tratarla amorosamente.

Sus enemigos son nuestros enemigos. Debemos matar la vaca y la oveja, debemos sacrificar la cabra y decapitar él camello. Durante un millar de años amamos nuestro ganado, durante un millar de años debemos alabar la hierba. Comeremos la comida tisma para vivir, compraremos Camellos de Hierro de la GoMotion Unlimited de Santa Clara California.

Gresham cruzó los brazos. El cantante prosiguió.

—Hay mucho más —dijo Gresham—, pero esto es la sustancia.

La pregunta era obvia.

—¿Ha escrito usted esto para ellos?

—¡No! —dijo él orgullosamente—. Es una vieja canción. —Hizo una pausa—. Readaptada.

—Ya.

—Una pequeña parte de esta multitud puede unirse a nosotros. Unos pocos de esos pocos pueden quedarse. Es una vida dura en el desierto. —La miró—. Me marcho por la mañana.

—¿Mañana? ¿Tan pronto?

—Tiene que ser así.

La crueldad de aquello la hirió fuertemente. No la crueldad de él, sino la pura crueldad de la necesidad. Supo inmediatamente que nunca volvería a verle. Se sintió lacerada, aliviada, presa del pánico.

—Bueno, lo hizo, ¿no? —dijo roncamente—. Me rescató y salvó la vida de mi amiga. —Intentó abrazarle. Él retrocedió.

—No, no aquí fuera…, no frente a ellos. —La sujetó por el brazo—. Vayamos dentro.

La condujo al interior del domo. Los guardias estaban aún allí, patrullando. Contra los ladrones, pensó ella. Temían a los ladrones y vándalos del campo. Mendigos. Parecía algo tan patético que se echó a llorar.

Gresham conectó la pantalla de su ordenador. Una suave luz ámbar inundó la tienda. Se volvió hacia la puerta del domo, les dijo algo a los guardias. Uno de ellos le respondió algo con voz seca y aguda y se echó a reír. Gresham cerró la puerta y la aseguró con una abrazadera.

Vio las lágrimas de Laura.

—¿Qué ocurre?

—Usted, yo. El mundo. Todo. —Se secó la mejilla con la manga—. Esa gente del campo no tiene nada. Aunque usted intente ayudarles, ellos robarían todo
esto
que tiene usted aquí, si pudieran.

—Ah —dijo Gresham, tranquilo—. Eso es lo que los grandes entrometidos culturales de elevados pensamientos denominan «el nivel vital de corrupción».

—No tiene que hablarme de esta forma. Ahora que puedo ver lo que intenta hacer.

—Oh, Señor —dijo Gresham con voz infeliz. Se puso a pasear arriba y abajo por el domo, a la débil luz del monitor, y reunió un puñado de sacos de arpillera. Las llevó cerca de su pantalla y el teclado y las colocó en el suelo como almohadas—. Venga, siéntese conmigo.

Ella se le unió. Los sacos-almohadas tenían un agradable olor resinoso. Estaban llenos de semillas de hierba. Vio que algunos estaban ya medio vacíos. Habían estado sembrando hierba en los barrancos mientras huían de la persecución.

—No empiece a pensar que soy muy parecido a usted —dijo él—. Honesto y dulce y deseando lo mejor para todo el mundo… Admito sus buenas intenciones, pero las intenciones no cuentan para mucho. Corrupción…, eso es lo que cuenta.

Hablaba en serio. Estaban sentados juntos, a sólo unos centímetros de distancia el uno del otro, pero algo le estaba corroyendo a él de tal forma que no podía mirarla.

—Lo que acaba de decir…, no tiene el menor sentido para mí.

—Estuve en Miami en una ocasión —dijo él—. Hace mucho tiempo. ¡El cielo era rosa! Paré a aquel tipo en la acera, le dije: Parece que tienen ustedes algunos problemas particularmente malos ahí. Me contestó que el cielo estaba lleno de África. ¡Y era cierto! Era el harmatán, la tormenta de arena. El suelo del Sáhara, arrastrado a través de todo el Atlántico. Y me dije para mí mismo: aquí, este lugar, es tu hogar.

La miró, directamente a los ojos.

—¿Sabe usted cuándo empezaron realmente a ir mal las cosas aquí? Cuando intentaron ayudarnos. Con medicinas. E irrigación. Cavaron profundos pozos, y el agua dulce empezó a fluir, y por supuesto los nómadas se instalaron allí. Así que, en vez de mover sus rebaños de un lado para otro, dejando a los pastos la posibilidad de recuperarse, devoraron todo lo que encontraron hasta dejar sólo roca desnuda, en muchos kilómetros a la redonda en torno de cada pozo. Y los ocho, nueve hijos que desde tiempos inmemoriales han tenido las mujeres africanas…, todos
vivieron.
No es que al mundo no le importara. Lucharon heroicamente, durante generaciones, noblemente y sin ningún egoísmo. Para conseguir una atrocidad…

—Eso es demasiado complicado para mí, Gresham. ¡Es perverso!

—Usted se siente agradecida hacia mí porque cree que la salvé. Y un infierno. Hicimos todo lo posible por matar a todo el mundo en aquel convoy. Rociamos aquel camión con fuego de ametralladora, tres veces. No sé cómo demonios sobrevivió usted.

—«Azares de la guerra…»

—Amo la guerra, Laura. Disfruto con ella, como el ELAT. Ellos disfrutan asesinando a gente harapienta con robots. Yo soy más visceral. En algún rincón dentro de mí deseaba el Armagedón, y esto es lo más cerca de él a lo que he llegado. Donde la Tierra está reventada y la enfermedad supura por todos lados.

Se acercó más a ella.

—Pero eso no es todo. No soy lo bastante inocente como para dejar solo al caos. Apesto a la Red, Laura. Al poder y la planificación y los datos, y al método occidental, y a la pura incapacidad de dejar nada a solas. Nunca. Aunque eso destruya mi propia libertad. La Red perdió África una vez, la hizo estallar de una forma tan mala que se convirtió en algo malvado y salvaje, pero la Red volverá, algún día. Verde y agradable y controlada, y exactamente igual que todo lo demás.

—Así que yo gané, y usted perdió…, ¿es eso lo que me está diciendo? ¿Que somos enemigos? Quizá seamos enemigos, de alguna forma abstracta que está solamente en su cabeza. Pero, como personas, somos amigos, ¿no? Y yo nunca le haría ningún daño si pudiera evitarlo.

—No puede evitarlo. Me empezó a hacer daño ya antes incluso de que supiera que usted existía. —Él se reclinó hacia atrás—. Quizá mis abstracciones sean sus abstracciones, así que le ofreceré algunas de las suyas. ¿Cómo cree que he
financiado
todo esto? Granada. Ellos fueron mis principales promotores. Winston Stubbs…, ése fue un hombre con una visión. Nunca nos vimos personalmente, pero fuimos aliados. Me dolió mucho perderlo.

Ella se sintió impresionada.

—Recuerdo… Dijeron que daban dinero a grupos terroristas.

—Nunca he sido exigente. No puedo permitírmelo…, este proyecto mío es todo Red, dinero, y el dinero de la corrupción constituye su propio corazón. Los tuaregs no tienen nada que vender, son nómadas del Sáhara, indigentes. No tienen nada que la Red desee, así que yo mendigo y rasco. Unos cuantos árabes ricos, nostálgicos del desierto mientras van por ahí con sus limusinas. Traficantes de armas, ya no quedan muchos de ésos… Incluso acepté dinero del ELAT, allá en los viejos días, antes de que apareciera la condesa y lo cagara todo.

—¡Katje me dijo eso! Que es una mujer la que dirige el ELAT. ¡La condesa! ¿Es cierto?

El pareció sorprendido, como cogido a contrapié.

—Ella no lo «dirige» exactamente, y en realidad no es una condesa, éste es sólo su
nom de guerre…
Pero si, la conocí, en los viejos días. La conocí muy bien, cuando éramos más jóvenes. Tan bien como la conozco a usted.

—¿Fueron
amantes?

El sonrió.

—¿Somos
amantes
usted y yo, Laura?

El silencio se prolongó, un silencio del desierto roto por las distantes voces de los tuaregs. Ella le miró fijamente a los ojos.

—Hablo demasiado —dijo él tristemente—. Soy un teórico.

Ella se puso en pie y se quitó la túnica por encima de la cabeza y la arrojó a sus pies. Se sentó de nuevo al lado de él, desnuda, a la luz de la pantalla.

Él guardó silencio. Torpemente, ella tiró de su camisa, pasó su mano sobre el pecho masculino. Él abrió sus ropas y apoyó su peso sobre ella.

Se agitó suavemente sobre ella. Por primera vez, algo vital, muy profundo dentro de Laura, le dijo que estaba viva de nuevo. Como si su alma se hubiera dormido como un brazo inmovilizado por unas esposas, y ahora la sangre estuviera volviendo. Un torrente de sensación.

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