Transcurrió un momento con el ahogado crujir del anticonceptivo plástico. Luego él estuvo sobre ella, dentro de ella. Ella lo rodeó con sus piernas, con su piel en llamas. Carne y músculos moviéndose en la oscuridad, el olor del sexo. Cerró los ojos, abrumada.
Él se detuvo por un instante. Ella abrió los ojos. La estaba mirando, con el rostro encendido. Luego alargó un brazo y tecleó algo.
El aparato revisó canales. La luz destelló sobre ellos como si derramara gotas de un segundo de videosatélite dentro de la tienda. Incapaz de contenerse, ella giró la cabeza para mirar.
Paisaje urbano / paisaje urbano / árboles / una mujer / marcas comerciales / escritura árabe / imagen / imagen / imagen /
Se estaban moviendo en el tiempo. Se estaban moviendo al ritmo del ordenador, los ojos alzados, clavados en la pantalla.
El placer estalló a través de ella como un rayo canalizado. Dejó escapar un grito.
Él la sujetó fuertemente y cerró los ojos. Iba a terminar pronto. Ella hizo todo lo que pudo por ayudarle.
Y todo acabó. Él se deslizó a un lado, tocó la pantalla. La imagen se congeló en una estación meteorológica, hileras de silenciosos números, fríos gráficos de ordenador con crestas y valles azules.
—Gracias —dijo—. Esto ha sido muy bueno para mí.
La reacción la hizo temblar. Halló su ropa y se la puso, con el cuerpo y la mente girando en un torbellino. Mientras la realidad se infiltraba de nuevo dentro de ella, sintió una repentina y vertiginosa oleada de alegría, de pura exaltación.
Había terminado, no había nada que temer. Los dos eran personas unidas, un hombre y una mujer. Sintió un repentino acceso de afecto hacia él. Tendió una mano. Sorprendido, él se la palmeó suavemente. Luego se puso en pie y avanzó hacia la penumbra de la televisión.
Le oyó rebuscar algo, abrir una bolsa. Regresó al cabo de un momento, con el brillo de una lata en la mano.
—Abalone.
Ella se sentó erguida. Su estómago retumbó fuertemente. Se echaron a reír, confortables en su azaramiento, con la erótica escualidez de la intimidad. Él abrió la lata, y comieron.
—Dios, está bueno —dijo ella.
—Nunca he comido nada crecido de la tierra —murmuró él—. Las plantas están llenas de mortíferos insecticidas naturales. La gente está loca comiendo esas cosas.
—Mi esposo acostumbraba decir eso constantemente.
Él alzó la vista, lentamente.
—Me marcho mañana —repitió—. No se preocupe por nada.
—Estaré bien, tranquilo. —Palabras sin significado, pero la preocupación estaba allí…, era como si se hubieran besado. Había caído la noche, empezaba a hacer frío. Se estremeció.
—La llevaré de vuelta al campo.
—Me quedaré, si usted quiere.
Él se levantó, la ayudó a ponerse en pie.
—No. Es más cálido allí.
Katje estaba tendida en un camastro de campaña, con el aroma floral de un ambientador spray dominando el olor a desinfectante. No había muchos aparatos según los estándares modernos, pero era una clínica, y habían salvado su vida.
—¿Dónde ha obtenido estas ropas? —susurró.
Laura se llevó la mano casi inconscientemente a su blusa. Era una cómoda blusa camisera, con una falda plisada.
—Una de las enfermeras, Sara…, no consigo pronunciar su apellido.
Katje pareció considerar que era divertido. Era la primera vez que Laura la veía siquiera sonreír.
—Sí, hay una chica así en todos los campos… Debe ser usted popular.
—Son buena gente, me han tratado muy bien.
—No les habló usted… de la Bomba.
—No…, pensé que debía dejárselo a usted. No supuse que me creyeran.
Katje dejó que la mentira flotara sobre ella, sin aceptarla, dejándola pasar.
Noblesse oblige,
o quizás el anestésico.
—Yo se lo dije…, ahora la preocupación ya no es mía…,, que se preocupen ellos.
—Buena idea. Ahorre sus fuerzas.
—Ya no voy a seguir haciendo esto…, me vuelvo a casa. A ser feliz. —Cerró los ojos.
Se abrió la puerta. Entró el director, Mbaqane, seguido por el representante político, Barnaard, y el capitán de paracaidistas.
Y luego el personal de Viena. Eran tres. Dos hombres con traje de safari y gafas de espejo, y una elegante mujer rusa de mediana edad con chaqueta, lisos pantalones caqui y botas de cuero.
Se detuvieron junto a la cama.
—Así que éstas son nuestras heroínas —dijo la mujer con voz alegre.
—Sí, eso es —respondió Mbaqane.
—Me llamo Tamara Frolova…, éste es el señor Easton y éste el señor Neguib de nuestra oficina de El Cairo.
—¿Cómo están ustedes? —dijo Laura reflexivamente. Casi se levantó para estrechar sus manos, luego se contuvo—. Ésta es la doctora Selous… Me temo que está muy cansada.
—Y no es extraño, ¿verdad? Tras la forma en que escaparon.
—La señora Frolova tiene muy buenas noticias para ustedes —dijo Mbaqane—. Se ha decretado un alto el fuego. ¡El campo está fuera de peligro! ¡Parece que el régimen Malí está dispuesto a firmar la paz!
—Vaya —dijo Laura—. ¿Van a entregar las bombas?
Un silencio incómodo.
—Una pregunta natural —dijo Frolova—. Pero se han producido algunos errores. Errores honestos, por supuesto. —Sacudió la cabeza—. No existen tales bombas, señora Webster.
Laura saltó en pie.
—¡Esperaba eso!
—Por favor, siéntese, señora Webster.
—Señora Frolova,…, Tamara…, déjeme decirle esto de persona a persona. No sé lo que sus jefes le ordenaron que dijera, pero ahora ya no importa. Ya no pueden seguir adelante con esto.
El rostro de Frolova se congeló.
—Sé que ha sufrido usted una dura prueba, señora Webster, Laura. Pero no debería actuar irresponsablemente. Primero hay que pensar las cosas. Las declaraciones imprudentes de este tipo…, son un evidente peligro público al orden internacional.
—¡Estaban llevándome…, llevándonos a las dos…, a
un lugar de pruebas atómicas
! ¡Para hacer chantaje nuclear! A Azania esta vez… Dios sabe que a ustedes ya los tenían intimidados.
—La zona que vieron ustedes no es un lugar de pruebas atómicas.
—¡Deje de ser
estúpida
! Esto ni siquiera
necesita
la cinta de Gresham. Puede que hayan convencido ustedes a estos pobres médicos, pero las autoridades azanianas no van a conformarse con palabras. Desearán volar por encima del desierto y examinar el cráter.
—¡Estoy segura de que esto podrá arreglarse! —dijo Frolova—. Una vez hayan quedado zanjadas las actuales hostilidades.
Laura se echó a reír.
—Sabía que diría esto también. Nunca van a quedar zanjadas, por poco que puedan. Pero aún no ha sido echado el telón sobre el asunto. Olvidan ustedes… que nosotras
hemos estado allí.
El aire estaba lleno de polvo. Pueden examinar nuestras ropas, y hallarán radiactividad. Quizá no mucha, pero sí la suficiente como para que constituya una prueba. —Se volvió hacia Mbaqane—. No les deje que se acerquen a esas ropas bajo ningún concepto. Porque se apoderarán de las pruebas, después de haberse apoderado de nosotras.
—Nosotros no estamos «apoderándonos» de nadie —dijo Frolova.
Mbaqane carraspeó.
—Dijo usted que las quería para redactar el informe. Para interrogarlas.
—¡Las ropas no prueban nada! ¡Estas mujeres han estado en manos de un provocador y terrorista! Ya ha cometido un grave delito de información, con la ayuda de la señora Webster. Y, ahora que la oigo personalmente, puedo ver que no se trató de una ayuda forzada. —Se volvió hacia Laura—. ¡Señora Webster, debo prohibirle que siga hablando! Queda usted arrestada.
—Dios de los cielos —dijo Mbaqane—. No puede referirse usted a ese periodista.
—¡Esta mujer es un cómplice! ¡Señor Easton! Por favor, tome su arma.
Easton extrajo una pistola inmovilizadora de su funda sobaquera.
Katje abrió los ojos.
—Tantos gritos…, por favor, no me disparen a mí también.
Laura se echó a reír, inconteniblemente.
—Esto es divertido…, ¡ridículo! Tamara, escuche lo que está diciendo usted misma. Gresham nos salvó de las celdas de la muerte de Malí…, así que pudo espolvorear nuestras ropas con uranio. ¿Espera que alguien crea eso? ¿Qué van a decir ustedes cuando Malí lance una bomba atómica sobre Pretoria? Debería sentirse avergonzada.
Barnaard se dirigió a los de Viena con voz inquisitiva.
—Ustedes nos
alentaron
a atacar Malí. Dijeron que tendríamos su apoyo…, en secreto. Dijeron, Viena dijo, que nosotros éramos la mayor potencia africana, y que debíamos restablecer el orden. Pero ustedes… —Su voz tembló—. ¡Ustedes sabían que ellos tenían la Bomba! ¡Ustedes deseaban ver si iban a
usarla
contra nosotros!
—¡Tomo esta acusación en la forma más grave posible! Ninguno de ustedes es diplomático global, están actuando hiera de su campo de experiencia…
—¿Cuán buenos tenemos que ser antes de poder juzgarles a ustedes? —dijo Laura.
Easton apuntó su pistola contra ella. Mbaqane golpeó su muñeca, y la pistola cayó al suelo con un fuerte resonar. Los dos hombres se miraron, sorprendidos. Mbaqane halló su voz: aguda, lívida.
—¡Capitán! ¡Arreste inmediatamente a estos sinvergüenzas!
—Director Mbaqane —retumbó el capitán—, es usted civil. Yo recibo mis órdenes de Pretoria.
—¡No pueden ustedes arrestarnos! —dijo Frolova—. ¡No tienen jurisdicción!
El capitán habló de nuevo.
—Pero acepto agradecido su
sugerencia.
Para un soldado azaniano, el camino del honor está muy claro. —Extrajo su 45 y la alzó hacia la cabeza del señor Neguib—. Deje caer su arma.
Neguib extrajo cuidadosamente su pistola inmovilizadora.
—Están creando ustedes una seria complicación internacional.
—Nuestros diplomáticos se disculparán si me obligan ustedes a abrir fuego.
Neguib dejó caer la pistola.
—Abandonen esta clínica. Mantengan sus manos a plena vista. Mis soldados se harán cargo de ustedes.
Los condujo lentamente hacia la puerta.
Barnaard no pudo resistirse a un último alfilerazo.
—¿Olvidan ustedes que nuestro país también tiene uranio?
Frolova giró sobre sus talones. Adelantó un brazo, apuntando a Laura con él.
—¿Lo ve? ¿Lo ve ahora? ¡Ya está empezando todo de nuevo!
Esquivó a los periodistas en el aeropuerto de Galveston. Empezaba a ser muy buena en ello. No estaban tan ansiosos como lo habían estado al principio, y sabían que pronto podrían ponerse de nuevo en contacto con ella.
—Bienvenida a la Ciudad Alegre —dijo el transporte—. Alfred A. Magruder, alcalde. Por favor, anuncie claramente su destino en el micrófono.
Anuncie usted…
—repitió en español.
—Al Albergue Rizome.
Conectó la radio, captó la última mitad de una nueva canción pop. «Los cascotes saltan en Bamako». Una música dura, rítmica, sincopada. Era extraño lo rápidamente que había vuelto a ponerse de moda aquello. Inquietud, misterio, nervios de guerra.
La ciudad no había cambiado mucho. No le permitían que cambiara mucho. Los mismos grandes y viejos edificios, las mismas palmeras, las mismas multitudes de houstonianos, disminuidas por un frente frío decembrino.
La Iglesia de Ishtar se anunciaba públicamente ahora. Eran casi respetables, al menos prósperas, en un tiempo de guerra y putas. Carlotta había tenido razón al respecto. Pensó en Carlotta, perdida en algún lugar en su sagrado mundo de dudosa reputación, sonriendo con su alegre y drogada sonrisa y guiñándole el ojo a algún cliente. Quizá sus caminos se cruzaran de nuevo, de alguna forma, en algún lugar, en algún momento, pero Laura lo dudaba. El mundo estaba lleno de Carlottas, lleno de mujeres cuyas vidas no eran suyas. Ni siquiera sabía el auténtico nombre de Carlotta.
Las olas de tormenta, empujadas hacia tierra por una depresión tropical, rompían contra la costa de Texas en nubosas y quebradas hileras. Había surfistas decididos en la playa, con sus trajes de surf transparentes. Más de la mitad de los surfistas tenían la piel negra.
Lo primero que vio fue el astil con las banderas. La bandera de Texas, el emblema de Rizome. Aquella visión la golpeó fuertemente. Recuerdos, maravilla, tristeza. Amargura.
Los periodistas estaban aguardando justo fuera del límite de la propiedad. Habían conseguido atravesar arteramente un autobús en su camino. El transporte de Laura se detuvo en seco. El sombrero y las gafas de sol no iban a ayudarla ahora. Bajó.
La rodearon. Manteniéndose a tres metros de distancia, como exigían las leyes sobre protección de la intimidad. Una bendición muy pequeña.
—¡Señora Webster, señora Webster! —Luego, una voz entre el coro—: ¡Señorita Day!
Laura se detuvo en seco.
—¿Qué?
Un joven pelirrojo lleno de pecas. Con una expresión engreída.
—¿Alguna noticia acerca de su inminente solicitud de divorcio, señorita Day?
Los miró a todos. Ojos, cámaras.
—Conozco a gente que podría comérselos a todos ustedes para desayunar.
—Gracias, gracias, esto es
gránele,
señorita Day…
Cruzó la playa. Subió las viejas escaleras familiares hasta la plataforma. Las barandillas de la escalera habían envejecido estupendamente, con el sedoso aspecto de la madera a la deriva, y el toldo a rayas era nuevo. El Albergue parecía un buen lugar, con sus alegres arcos y su torre como un castillo de arena, con las profundas y redondas ventanas y las banderas. Diversiones inocentes, baños de sol y limonada, un maravilloso lugar para un niño.
Entró en el bar, dejó que la puerta se cerrara por sí misma a sus espaldas. Dentro la luz era tenue…, el bar estaba lleno de desconocidos. El aire era fresco, olía a vino frío y tacos de tortilla. Mesas y sillas de mimbre. Un hombre alzó la vista hacia ella, uno de los miembros del equipo de demolición de David, recordó, no Rizome, pero siempre les había gustado estar allí…, había olvidado su nombre. Vaciló al verla, reconociéndola pero sin estar seguro del todo.
Pasó junto a él como un fantasma. Una de las chicas de la señora Delrosario se cruzó con ella con una jarra de cerveza en la mano. La muchacha se detuvo, giró sobre sus talones.
—Laura, ¿es usted?
—Hola, Inés.
No podían abrazarse…, la muchacha llevaba la cerveza. Laura le dio un beso en la mejilla.