Joram regresa del Más Allá junto a Gwendolyn, su esposa. Lo primero que hace es romper el hechizo que pesa sobre Sayron y éste deja des ser una estatua de piedra. De este modo, Joram recupera la Espada Arcana aprisionada en las pétreas manos del catalista.
La llegada de Joram coincide con el inicio de la guerra entre Sharakan y Merilon y él se verá obligado a ayudar a los habitantes de su mundo en la lucha contra un temible y extraño ejército procedente del Más Allá, mandado por un diabólico hechicero, llamado Menju, cuyo objetivo es apoderarse de toda la magia y dominar el universo. La lucha será desigual y temible, y el desenlace sorprendente.
Joram, acompañado por Sayron, Mosiah y el inefable Simkin, cumplirá la Profecía de la Espada Arcana, la Profecía que pone en sus manos la destrucción del mundo o su salvación.
Margaret Weis & Tracy Hickman
El Triunfo
La espada de Joram III
ePUB v1.0
Volao25.04.12
Agradecimientos
Nos gustaría dar las gracias efusivamente, por su valiosa ayuda y constante apoyo a las siguientes personas:
A nuestro agente, Ray Peuchner, fallecido trágicamente de cáncer en el verano de 1987. Ray, a quien siempre recordaremos como a una persona amable y tierna, no sólo fue nuestro agente sino también nuestro amigo, y lloramos su muerte del mismo modo en que nos alegramos de que su vida fuera tan hermosa.
A Laura Hickman por sus consejos, su apoyo, y por soportar a Tracy.
A nuestros colaboradores Larry Elmore y Darryl Viscenti, Jr.
A Valerie Valusek, y a Steve Sullivan, ambos amigos nuestros y a la vez valiosos miembros de nuestro «equipo».
A Patrick Lucien Price por compartir con nosotros sus conocimientos sobre las cartas del tarot y el arte de la adivinación.
A John Hefter por facilitarnos las frases en lengua latina y por ayudarnos a descubrir la verdadera naturaleza de la búsqueda de la comprensión espiritual. Es a John, precisamente, a quien dedicamos el personaje del prudente y bondadoso sacerdote, Saryon.
A nuestra editora, Amy Stout, quien probablemente eliminará esta pequeña nota de reconocimiento, aunque esperamos que no lo haga porque se la merece.
Y finalmente a vosotros —nuestros lectores— cuyo continuado y entusiasta apoyo unido a vuestros amables comentarios hizo que disfrutáramos tanto escribiendo esta obra.
El Vigilante de piedra de nueve metros de altura que montaba guardia en la Frontera de Thimhallan, había visto muchas cosas extrañas con sus pétreos ojos durante los últimos diecinueve años. Este Vigilante llevaba únicamente diecinueve años en su puesto. Anteriormente su condición fue la de un ser humano, un catalista; su crimen había sido producto de la pasión. Había amado a una mujer, cometiendo el imperdonable pecado de unirse a ella físicamente, y engendrar un niño. Por ese motivo se lo había condenado a la Transformación, durante la cual se convirtió su carne en piedra viviente, y a permanecer para siempre en la Frontera, con la mirada clavada en el reino del Más Allá, el reino de la muerte cuyo dulce reposo y paz nunca conocería.
El Vigilante rememoró los primeros seis años pasados después de su Transformación. Seis años de un vacío insoportable, durante los que raras veces tuvo ocasión de ver a un humano, y mucho menos de oír una voz humana. Seis años durante los cuales su mente y su alma se retorcían furiosas en su interior. Pero aquel período pasó, y un día una mujer trajo a un niño a sus pies. Era un hermoso pequeño, de largos cabellos negros y enormes ojos de un castaño oscuro.
—Éste es tu padre —había dicho la mujer al niño, señalando a la estatua de piedra.
¿Sabía el Vigilante que aquello no era verdad? ¿Sabía que su hijo había muerto al nacer? Lo sabía. En lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que los catalistas no habían mentido al predecir que no habría descendencia de su unión con aquella mujer. ¿De quién era aquel niño? Eso era algo que el Vigilante desconocía, y lloró por la criatura y aún más por la pobre mujer que un día había amado y que ahora estaba a sus pies, vestida con andrajos y mirándolo con ojos dementes.
Durante muchos y largos años después de aquello, el Vigilante permaneció allí de pie, exteriormente sereno, pero con el espíritu atormentado en su interior. Algunas veces veía cómo a otros de su Orden —catalistas— se los convertía en piedra por alguna infracción que habían cometido. Otras veces observaba cómo a un mago del país se lo enviaba al Más Allá, castigo infligido a aquellos que poseían el don de la Vida. Veía al Verdugo arrastrar a la víctima hasta los límites de la arenosa orilla, y contemplaba cómo ésta era arrojada a las siempre cambiantes brumas que señalaban la Frontera del Mundo. Sus oídos de piedra escuchaban el horrorizado alarido que surgía de aquellos remolinos de niebla gris, y luego la nada. El Vigilante envidiaba a aquellos proscritos; los envidiaba amargamente, ya que ellos descansaban por fin, mientras que él debía seguir viviendo.
Pero el espectáculo más extraño que observara jamás había tenido lugar tan sólo un año antes. ¿Por qué lo había impresionado?, se preguntaba a menudo durante las oscuras horas de la noche, que eran las más difíciles de soportar. ¿Por qué había dejado una huella dolorida en su pétreo corazón cuando ninguno de los demás la había producido? No lo sabía, y algunas veces meditaba sobre ello durante días y más días, reviviendo la escena mentalmente una y otra vez.
Había sido otra Transformación. Había reconocido los preparativos: los veinticinco catalistas saliendo de los Corredores, la señal dibujada en la arena para indicar el lugar donde debía situarse la víctima, el Verdugo ataviado con la túnica gris de la justicia. No obstante, ésa no había sido una Transformación corriente. El Vigilante quedó muy sorprendido al ver llegar al Emperador con su esposa, luego apareció el Patriarca Vanya —el Vigilante lo maldijo en silencio— y el príncipe Lauryen, hermano de la Emperatriz.
Por último, trajeron al prisionero. El Vigilante se asombró aún más. ¡Aquel joven de largos cabellos negros y cuerpo fornido no era un catalista! Y, según la costumbre, tan sólo los catalistas eran sentenciados a la Transformación. ¿Por qué era diferente aquel joven? ¿Cuál era su crimen?
Observó con avidez, agradecido por tener algo que mitigara el horrible tedio de su existencia. Vio llegar entonces a un catalista y mientras el sacerdote ocupaba su lugar junto al Verdugo, el Vigilante advirtió que el sacerdote llevaba una espada, una espada de aspecto muy extraño. El Vigilante nunca había visto una parecida, y se estremeció al contemplar aquel metal negro y sin brillo.
Se hizo el silencio entre los espectadores, y el Patriarca Vanya leyó los cargos.
El joven estaba Muerto. Había asesinado. Y lo que era aún peor, había vivido entre los Hechiceros de las Artes Arcanas y allí había creado un arma endiablada y perversa. A causa de todo esto se lo iba a Transformar en Piedra, y lo último que verían sus ojos, mientras su visión se congelaba, sería la terrible arma que había traído al mundo.
El Vigilante no reconoció en el joven al niño que se había acurrucado a sus pies hacía tantos años. ¿Por qué debiera de haberlo hecho? No existía ningún vínculo entre ellos. Sin embargo, sintió lástima por él. ¿El motivo? Quizá porque una muchacha de dorados cabellos —no mucho mayor que la mujer que él había amado en una ocasión— era obligada a presenciar toda la escena, de la misma forma que se había forzado en otro tiempo la asistencia de su amada. Sintió gran compasión por ambos jóvenes, especialmente cuando vio que el muchacho caía de rodillas ante el catalista, llorando de miedo y de terror.
El Vigilante vio al catalista abrazar al joven y su corazón de piedra lloró por los dos. Contempló cómo el muchacho se ponía en pie —erguido en toda su estatura— para enfrentarse a su castigo, mientras el sacerdote ocupaba su lugar junto al Verdugo, con la espada en la mano. Los veinticinco catalistas extrajeron la magia, la Vida del mundo, la concentraron en su interior, y luego abrieron los conductos hacia el Verdugo. La magia describió un arco surgiendo de ellos hacia su destino, el Verdugo la hizo suya y empezó a lanzar el hechizo que transformaría la carne del joven en piedra.
Pero, de repente, el catalista portador de la espada se inmoló a sí mismo interponiéndose en el camino de la magia. Sus piernas empezaron a endurecerse, convirtiéndose en piedra; con sus últimas fuerzas, el sacerdote arrojó la espada al joven.
—¡Huye! —gritó.
Pero no huyó. El Vigilante percibió el espantoso poder de la espada incluso desde donde se hallaba, a unos seis metros de distancia. Sintió cómo ésta empezaba a absorber la Vida del mundo: contempló cómo destruía a dos Señores de la Guerra consumiéndolos en una llamarada; la vio hacer caer de rodillas al Verdugo, y, si sus pulmones hubieran podido inhalar aire, el Vigilante hubiera lanzado un aullido de triunfo.
—¡Mata! —deseaba gritar—. ¡Mátalos a todos!
Sin embargo un hecho quedaba fuera de la fuerza de aquella poderosa espada: no podía invertir el hechizo de la Transformación, y el joven presenció cómo el catalista se convertía en piedra ante sus ojos. El Vigilante percibió su dolor y esperó impaciente, con el corazón lleno de odio, la venganza del muchacho.
Pero no hubo tal venganza. En lugar de ello, el joven tomó el arma y la colocó con gran respeto en las manos del catalista, inclinó la cabeza sobre el pecho de piedra de su amigo, y luego se dio la vuelta y se adentró en las brumas del Más Allá. La muchacha de los cabellos dorados lo siguió, gritando su nombre.
El Vigilante lo miró asombrado. Esperó a que le llegara el sonido de aquel último grito de terror, pero fue en vano. De las cambiantes brumas no brotó más que silencio.
La pétrea mirada del Vigilante se dirigió entonces hacia los que habían quedado allí y comprobó con macabra satisfacción que la venganza del muchacho se producía aunque él hubiera desaparecido. El Patriarca cayó al suelo como herido por un rayo. El cuerpo de la Emperatriz empezó a descomponerse. Fue entonces cuando el Vigilante advirtió que debía de hacer tiempo que estaba muerta, y de que había seguido existiendo sólo gracias a la magia. El príncipe Lauryen corrió hacia la estatua de piedra e intentó arrebatarle la espada de las manos, pero el catalista la sujetaba con fuerza.
Pronto, los vivos abandonaron la Frontera, dejándosela de nuevo a los muertos vivientes, cuyo número había aumentado con aquella nueva estatua, con aquel nuevo Vigilante. Sólo que a éste no se le habían dado los nueve metros de altura que tenían los otros, y su rostro no estaba congelado en una expresión de terror, odio o resignación, como ocurría con los de los otros.
La estatua de piedra del catalista que sujetaba la extraña espada entre las manos miraba hacia el Reino del Más Allá, como todas, pero en su rostro se dibujaba una expresión de inmensa paz interior.
Y sucedió algo poco frecuente en relación con la nueva Transformación: tuvo un único y extraño visitante. Cuando éste se marchó, alrededor del pétreo cuello del catalista quedó revoloteando alegremente al viento una banda de seda naranja.
Los Vigilantes habían custodiado la Frontera de Thimhallan durante siglos. Era la tarea que se les había impuesto; durante noches en blanco y días llenos de monotonía, debían mantener la vigilancia sobre el límite que separaba aquel reino mágico de cualquier cosa que hubiera en el Más Allá.