Mosiah dio un resbalón y cayó. Simkin se inclinó y tiró de él poniéndolo en pie.
—No está lejos —dijo el joven en tono alentador—. Casi hemos llegado.
—Y ¿de qué le... hum... le hablas? —preguntó Mosiah, sintiéndose inexplicablemente culpable. Sabía que aquellos sentenciados a la Transformación seguían viviendo, en realidad, pero jamás había pensado que pudiera ser posible comunicarse con ellos o hacerles partícipes, en cierta forma, del mundo de los vivos.
—¿De qué hablamos? —coreó Simkin, deteniéndose un momento como para orientarse, aunque era extremadamente difícil conocer su posición en medio de aquella cegadora tormenta; Mosiah no podía imaginar cómo podía conseguirlo—. ¡Ah, sí! Vamos en la dirección correcta. Sólo unos pasos más. Ahora... ¿por dónde iba? ¡Oh, sí! Bien, pues regalo a nuestro escultural amigo con los últimos comadreos de la corte. Le muestro mis últimas creaciones, aunque la verdad es que encuentro deprimente que sus reacciones ante ellas se muestren claramente lo que uno podría llamar pétreas. Y también le leo.
—¿Qué? —Ante aquella sorprendente declaración, Mosiah dejó de andar a trompicones por la arena, en parte para recuperar el aliento y las energías y en parte para mirar a Simkin sorprendido—. ¿Le
lees
? ¿El qué? ¿Libros religiosos? ¿Las Escrituras? No puedo imaginarte...
—... ¿Leyendo algo tan aburrido? —Simkin enarcó una ceja—. ¡Tienes toda la razón! ¡Cielos! ¡Las Escrituras! —Palideciendo ante la idea, se abanicó con el pañuelo naranja—. No, no. Le leo cosas divertidas, para animarlo. Encontré un enorme libro de obras de teatro escrito por ese tipo tan terriblemente prolífico de la antigüedad. Resulta bastante entretenido. Represento a todos los personajes. Escucha, he memorizado algunas partes. —Simkin asumió una pose trágica—. Pero, silencio, ¿qué luz es la que brilla en aquella ventana? Es el este, y Julieta se ha caído al otro lado del cristal. ¡Oh!, perdonadme, vos, sangrante pedazo de suelo... —Arrugó la frente—. ¿Es así cómo sigue? No acaba de rimar... —Encogiéndose de hombros, continuó—: O, si no estamos de humor para erudiciones, le leo esto.
Con un movimiento de la mano, hizo aparecer un libro encuadernado en piel y se lo entregó a Mosiah.
—Ábrelo, por cualquier página.
Mosiah así lo hizo, y sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—¡Esto es repugnante! —exclamó, cerrando el libro bruscamente. Lanzó a Simkin una mirada furiosa—. ¿No querrás decir que le lees esa... esa porquería a... a...?
—¡Porquería! ¡Palurdo! ¡Esto es arte! —gritó Simkin, arrancando el libro de las manos de Mosiah y haciéndolo desaparecer en el aire—. Tal como he dicho, lo
ayudaba
a animarse...
—¿Ayudaba? ¿Qué quiere decir
ayudaba
? —lo interrumpió Mosiah—. ¿Por qué hablas en pasado?
—Porque me temo que nuestro catalista se halla ahora en el pretérito —respondió Simkin—. Mueve el escudo menos de medio centímetro. Ahí, a tus pies.
—¡Dios mío! —murmuró Mosiah horrorizado. Volvió la cabeza hacia su acompañante—. ¡No, no puede ser!
—Me temo que sí, querido muchacho —respondió Simkin, sacudiendo la cabeza tristemente—. No tengo la menor duda de que estos bloques, estas piedras, estos pedazos que ya no son nada, constituyen los restos de nuestro calvo y desgraciado amigo.
Mosiah se arrodilló. Protegido por el escudo mágico, apartó la arena de lo que parecía ser la cabeza de la estatua. Se tragó las lágrimas apresuradamente. Había deseado, rezado para que Simkin se hubiera equivocado, para que aquél fuera quizás otro de los Vigilantes; pero no había duda de que se trataba de Saryon, de su rostro bondadoso y sabio, de la tierna y dulce faz que tan bien conocía. Incluso podía ver, tal y como había dicho Garald, aquella expresión de paz infinita esculpida para siempre en la piedra.
—¿Cómo ha podido suceder? —exigió Mosiah colérico—. ¿Quién podría haber hecho algo así? No sabía que se podía romper el hechizo...
—No es posible —respondió Simkin con una extraña sonrisa.
Mosiah se incorporó.
—¿No es posible? —repitió, mirando a su interlocutor con suspicacia— ¿Cómo lo sabes? ¿
Qué
es lo que desconozco?
Simkin se encogió de hombros.
—Simplemente que este hechizo no es reversible. Párate a pensar. Los Vigilantes han estado aquí cientos de años; durante ese tiempo, nada ni nadie ha podido alterarlos o devolverlos a la vida. —Hizo un gesto en dirección a los fragmentos desperdigados sobre la arena—. Me encontraba aquí mientras Lauryen y su alegre pandilla golpeaban con cuchillos y martillos las pétreas manos de nuestro amigo, intentando sacar la Espada Arcana. Lo único que consiguieron después de tanto esfuerzo fue grava. Vi cómo el Señor de la Guerra lanzaba un hechizo tras otro contra Saryon y, aparte de abrasar a unas cuantas palomas, obtuvo el mismo resultado. Sin embargo, ahora nos encontramos con la estatua hecha pedazos cuando ni siquiera los conjuros más potentes del más poderoso de los Señores de la Guerra de este mundo habían podido siquiera rozarla.
Mosiah se estremeció. A pesar del escudo mágico, podía sentir cómo la temperatura empezaba a descender. Tenía la boca reseca y cuanto más tiempo permanecía allí más se acrecentaba su sensación de inquietud.
—¿Qué otras cosas...?
—Ven por aquí. Te lo mostraré —se ofreció Simkin, gesticulando con insistencia.
—¿Está muy lejos? —preguntó Mosiah, indeciso—. No estoy seguro de cuánto tiempo podré continuar...
—Lo estás haciendo muy bien. El escudo aguanta. Sólo un poco más. Sigue andando, todo recto.
Mosiah caminó hacia adelante, intentando en lo posible evitar los montículos de arena que suponía eran partes de la estatua rota. De que Saryon estaba muerto, no le cabía la menor duda. Imaginaba que debiera sentir pena o alivio, pero en aquellos precisos instantes toda su atención se centraba en el entumecimiento que agarrotaba todo su cuerpo y en la creciente y premonitoria sensación de temor agorero.
—Ahí —señaló Simkin, deteniéndose, con los brazos en jarras.
Mosiah siguió su indicación, contemplando más allá de donde estaba el joven, y la sangre se le heló en las venas, haciéndolo tiritar de la cabeza a los pies.
Garald había descrito la Frontera como un conjunto de brumas que se arremolinaban y movían pausadamente, pero lo que Mosiah observó fue una masa revuelta de verdosas y horribles nubes negras. Se percibía el parpadeo de los relámpagos en sus bordes, y el viento absorbía la arena hacia arriba en retorcidas chimeneas para, luego, vomitarla fuera de sus hirvientes fauces, alternando la aspiración y la espiración como si fuera un ser vivo. Mosiah sintió cómo su escudo mágico empezaba a desmoronarse.
—¡Me he quedado sin Vida! —jadeó—. ¡No puedo mantener el escudo mucho más tiempo!
—¡El Corredor! —repuso Simkin con tranquilidad—. ¡Corre!
Dándose la vuelta, regresaron dando traspiés por la arena; Simkin indicaba el camino pues, de lo contrario, Mosiah se hubiera perdido rápidamente en medio de la tormenta.
—¡Casi hemos llegado! —gritó Simkin, sujetando a Mosiah cuando éste se derrumbó sobre la arena. Ayudado por su acompañante, Mosiah se puso en pie tambaleante, pero el escudo se había desvanecido. La arena los azotó con fuerza. El viento rugía y aullaba alrededor de sus oídos, golpeándolos con enormes puños, arrastrándolos hacia sus fauces, para luego arrojarlos con fuerza hacia adelante y provocando su caída.
Mosiah no podía divisar nada, tampoco podía oír. Todo era ruido y tumulto, oscuridad y punzante arena.
Y, de repente, todo quedó en absoluta calma.
Mosiah abrió los ojos y miró a su alrededor con asombro. No había experimentado la sensación de acceder al interior del Corredor, pero aquí se encontraba ya, de vuelta en el estudio de Radisovik junto con Simkin, que tenía un aspecto particularmente grotesco con el pañuelo de seda naranja atado alrededor de su nariz y de su boca.
Alzándose de su silla, el Cardinal Radisovik se quedó mirándolos sorprendido.
—¿Qué sucede? —preguntó, acudiendo inmediatamente a ayudar a Mosiah, que se mostraba pálido y tembloroso, a sentarse en un sillón—. ¡Cálmate! ¿Dónde has estado? Haré que traigan algo de vino...
—¡La Frontera..., las Tierras de la Frontera! —tartamudeó Mosiah, intentando sin éxito dejar sus estremecimientos. Se puso en pie de un salto, rechazando las súplicas para tranquilizarlo del Cardinal—. ¡Debo ver al príncipe Garald! ¿Dónde está?
—En la Sala de Guerra, creo —contestó Radisovik—. Pero ¿por qué? ¿Qué ocurre?
—Este pañuelo... —divagó Simkin, contemplándose en el espejo de la pared del Cardinal con aire crítico—. El malva... resulta absolutamente horrible combinado con el gris...
La Sala de Guerra era, en realidad, un gran salón de baile situado en una de las alas del palacio del rey en la ciudad-estado de Sharakan. A diferencia del flotante Palacio de Cristal de Merilon, el palacio de Sharakan se aposentaba firmemente sobre el suelo. Construido de granito, resultaba tan sencillo, sólido y práctico como sus súbditos y sus gobernantes.
El castillo se ubicaba antiguamente sobre una montaña —una pequeña colina, propiamente— que se vio mágicamente alterada por los moldeadores de piedra de la estirpe de los magos
Pron-alban
, convirtiéndola en una resistente y extremadamente lúgubre fortaleza. Los más recientes gobernantes de Sharakan habían reformado el palacio, según su idiosincrasia, suavizando las ásperas líneas de sus almenas, albergando un jardín en el patio central —que estaba considerado como uno de los más hermosos de todo Thimhallan— para, en general, transformarlo en un lugar más agradable en el que residir.
Pero el recinto seguía constituyendo una fortaleza, y se ufanaba con el honor de no haber caído jamás en manos del enemigo, ni siquiera durante las terribles y destructivas luchas de las Guerras de Hierro, que habían arrasado los palacios de Zith-el y de Merilon, entre otros. Por lo tanto, al príncipe Garald no le había planteado ninguna dificultad disponer del palacio de Sharakan como de un campamento armado, trayendo Señores de la Guerra y catalistas de la villa y sus alrededores para adiestrarlos en el arte de la guerra. A la ciudad de Sharakan trasladó a los Hechiceros, sacándolos de su exilio en el País del Destierro, y los animó a trabajar en la fabricación de armas, máquinas de asedio y otros siniestros instrumentos tecnológicos de destrucción.
Los habitantes de Sharakan se preparaban también para la guerra. Los Ilusionistas dejaron de malgastar energías creando cuadros vivientes o realzando los colores de las puestas de sol y volvieron su atención a la creación de ilusiones más aterradoras y horribles; alucinaciones que se introducían en la mente del enemigo y causaban más destrucción que la punta de una flecha al penetrar en el cuerpo.
Los Gremios de los
Pron-alban
, incluyendo los Moldeadores de Piedra, los Moldeadores de Madera, los Moldeadores de Telas y todos los demás, retiraron sus esfuerzos de las mundanas tareas domésticas y los dedicaron a la guerra. Los Moldeadores de Piedra reforzaron las murallas de la ciudad por si sucedía lo impensable: que Lauryen rompiera su juramento y se negara a aceptar la decisión a la que se llegara en el Campo de la Gloria, en cuyo caso atacaría sin duda la misma ciudad. Los Moldeadores de Madera se unieron a los Hechiceros de las Artes Arcanas para fabricar lanzas, flechas y máquinas de asedio.
Para algunos Moldeadores resultó difícil trabajar tan estrechamente con los Hechiceros. Aunque éstos eran más liberales en sus actitudes hacia la Tecnología —podían verse carros con ruedas funcionando con toda normalidad en la ciudad—, los magos de Sharakan habían sido educados en la creencia de que una utilización frecuente de esta disciplina suponía el primer paso para alcanzar el reino de la Muerte. Únicamente el amor y la lealtad que profesaban a su príncipe y a su rey, y su convencimiento de que esta guerra era necesaria para continuar su modo de vida, determinaban que los pobladores de Sharakan apretaran los dientes con resignación y ejecutaran aquello que estaba considerado como un pecado mortal: dar Vida a algo que estaba Muerto.
Los miembros de los Gremios trabajaban, por lo tanto, con los Hechiceros, y muchos de ellos descubrieron, con un cierto placer y sorpresa, que la Tecnología tenía considerables ventajas y que, si se la combinaba con magia, podía utilizarse para crear numerosos objetos útiles y funcionales: por ejemplo, las casas de ladrillo que tanto impresionaban al Cardinal Radisovik. Mientras los hombres de los Gremios y los Hechiceros aunaban sus esfuerzos, los
Sif-Hanar
se aseguraban de que el tiempo en la ciudad fuera en general agradable, al tiempo que seguían facilitando lluvia a los cultivos de los lejanos pueblos agrícolas para proveer una abundante cosecha. En el caso de que la ciudad sufriera un asedio, los Señores de la Guerra y los catalistas no tendrían energía sobrante para conjurar comida.
Los nobles de Sharakan —los
Albanara
— se preparaban también, a su manera, para la guerra. Aquellos que poseían y administraban las tierras de labrantío se aseguraban de que sus Magos Campesinos las laboraran intensivamente. Aquellos que tenían algún ligero conocimiento sobre cómo moldear se ofrecían para ayudar a los Gremios en su trabajo. Esta iniciativa se hizo rápidamente popular, y se convirtió casi en una moda; muy pronto no resultó insólito ver a un marqués gastando su energía mágica en la reparación de una grieta en la muralla de la ciudad, o a un barón accionando alegremente los fuelles de la forja. Los nobles se divertían enormemente mientras realizaban estas arduas tareas durante aproximadamente una hora cada semana, para volver luego a casa y desplomarse fatigados en un sillón, darse un buen baño caliente y felicitarse por contribuir a la guerra. Desgraciadamente, suponían más un estorbo que una ayuda para los hombres de los Gremios, quienes, sin embargo, se veían obligados a soportarlo y procuraban reparar las chapuzas lo mejor que podían cuando los nobles se cansaban de «ayudar».
Las damas de la aristocracia de Sharakan no eran menos entusiastas que sus esposos en su apoyo a la guerra; muchas de ellas contribuían con sus propios catalistas y Magos-Servidores a la causa. Esto significaba un considerable sacrificio. El «peinarse una misma» exaltaba fervorosamente, mientras que la baronesa que podía lanzar un suspiro y comentar sencillamente que «no tenía Vida suficiente para jugar al Destino del Cisne hoy porque su catalista había sido llamado a palacio para aprender a luchar» era contemplada con envidia por aquellas damas menos afortunadas cuyos catalistas habían sido declarados inútiles para el servicio y devueltos a sus hogares. El príncipe Garald estaba enterado de aquellos disparates y los pasaba por alto. El marqués que se había pasado tres horas para moldear una pequeña piedra había donado la mitad de su riqueza para la guerra. El barón que tiraba del fuelle de la forja había provisto la comida suficiente para mantener abastecida la ciudad durante un mes. Garald estaba satisfecho por la forma en que su pueblo se preparaba para el inminente conflicto. Él mismo trabajaba incansablemente y pasaba largas horas tanto entrenándose como estudiando.