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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (29 page)

BOOK: Islas en la Red
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—Pensé que éramos amigas.

—Amigas quizá. Pero no hermanas —dijo Carlotta—. Sé dónde están mis lealtades. Exactamente igual que usted.

Laura alzó el arnés de Loretta y lo sujetó a sus hombros.

—La lealtad no le da derecho a meterse en mi vida familiar.

Carlotta parpadeó.

—Familia, ¿eh? Si la familia significa tanto para usted, entonces en estos momentos estaría ocupándose de su hombre y de su hija en Texas, no llevándolos de un lado para otro aquí en plena línea de fuego.

—¿Cómo se atreve? —exclamó Laura—. David cree en esto tanto como yo.

—No, no es cierto. Usted lo metió en esto a fin de poder trepar en la jerarquía de su compañía. —Alzó una mano—. Laura, sólo es un hombre. Necesita usted mantenerlo alejado de las armas. El viejo diablo está suelto de nuevo. Los hombres están llenos de pasión bélica.

—¡Esto es una
locura!

Carlotta sacudió la cabeza.

—Está usted fuera de su sociedad, Laura. ¿Está dispuesta a colocar su cuerpo entre una pistola y una víctima? Yo sí. Pero usted no, ¿verdad? Usted no tiene fe.

—Tengo fe en David —dijo Laura tensamente—. Tengo fe en mi compañía. ¿Qué hay acerca de usted? ¿Qué hay acerca del viejo y fiel Sticky?

—Sticky es un soldado búfalo —dijo Carlotta—. Carne de cañón, lleno de maldad bélica.

—¿Así que es eso? —murmuró Laura, asombrada—. ¿Simplemente lo ha echado de su lado? ¿Lo ha tachado de su lista, y eso es todo?

—Ahora estoy fuera del Romance —respondió Carlotta, como si aquello lo explicara todo. Rebuscó en su ropa y le tendió a Laura un frasquito de píldoras rojas—. Tome, cójalas. Yo no las necesito ahora…, y deje de comportarse de esta manera tan estúpida. Toda esa basura que considera tan importante…, dos de ésas se las quitarán completamente de su cabeza. Vuelva a Galveston, Laura, regístrese en un hotel en alguna parte, y joda a David hasta que se le salgan los sesos por los ojos. No se muevan de debajo de las mantas y permanezcan fuera de la circulación, allá donde nadie pueda hacerles daño.

Carlotta se cruzó de brazos y se negó a coger el frasquito de vuelta. Laura se lo metió furiosa en un bolsillo de sus tejanos.

—Así que todo fue completamente artificial —dijo—. Usted nunca sintió nada genuino por Sticky.

—Estaba vigilándole en nombre de la Iglesia —dijo Carlotta—. Mata a gente.

—No puedo creer esto —exclamó Laura, mirándola—. No me cae demasiado bien Sticky, pero lo acepto. Es una persona. No un monstruo.

—Es un hombre de acción profesional —dijo Carlotta—. Ha matado a más de una docena de personas.

—No la creo.

—¿Qué es lo que espera usted…, que lleve un hacha y babee constantemente? El capitán Thompson no sigue sus reglas. Los
houngans
han estado trabajándolo desde hace años. No es una «persona aceptable»…, ¡es como una ojiva de combate acorazada! Usted se preguntaba acerca de las fábricas de drogas…, Sticky
es
una fábrica de drogas.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Laura.

—Quiere decir que sus entrañas están llenas de bacterias. Bacterias especiales…, pequeñas fábricas de drogas. ¿De dónde cree que obtuvo su apodo? Sticky: Pegajoso. Puede devorar una caja de yogures, y esto lo convierte en una máquina de matar.

—¿Una máquina de matar? —exclamó Laura—. ¿Una
caja
de
yogures?

—Son las enzimas. Sus bichos las devoran. Lo hacen más fuerte, más rápido…, incapaz de sentir dudas o dolor. Que lo envíen a Singapur, y ¡huau!, lo lamentaré por esa pequeña isla.

Sticky Thompson…, un asesino enloquecido por las drogas. Seguía sin poder creerlo. Pero, ¿qué impulsaba a los hombres así, de todos modos? La cabeza de Laura daba vueltas.

—¿Por qué no me dijo nada de esto antes?

Carlotta la miró compasivamente.

—Porque es usted una estrecha, Laura.

—¡Deje de llamarme así! ¿Qué es lo que la hace a usted tan diferente?

—Mírese —dijo Carlotta—. Es usted educada. Es usted lista. Es usted hermosa. Está usted casada con un maldito arquitecto. Tiene usted una hija maravillosa y amigos situados en altas posiciones.

Sus ojos se entrecerraron; empezó a sisear.

—Ahora míreme a mí. Soy un cascajo. Fea. Sin familia. Papá solía pegarme. Nunca terminé la escuela…, apenas sé leer y escribir. Soy disélxica, o como sea que lo llamen. ¿Se ha preguntado usted alguna vez lo que le ocurre a la gente que no sabe leer ni escribir? ¿En su jodidamente hermoso mundo de la Red con todos sus jodidos datos? No, usted nunca ha pensado en ello, ¿verdad? Si yo encontrara un lugar para mí, sería entre los dientes de gente como usted.

Volvió a colocarse la toca sobre la cabeza.

—Y también me estoy haciendo vieja. Apuesto a que usted nunca se ha preguntado qué les ocurre a las chicas de la Iglesia cuando se hacen viejas. Cuando no pueden desplegar esa antigua magia negra sobre sus preciosos maridos. Bueno, no se preocupe por mí, señora Webster. Nuestra Diosa sabe lo que hace. Nuestra Iglesia es propietaria de hospitales, clínicas, asilos…, nos ocupamos de nuestra gente. La Diosa me dio la vida, no usted ni su Red. ¡Así que no les debo nada a ustedes! —Pareció como si fuera a escupir—. Nunca olvide eso.

Apareció David con los billetes.

—Ya está todo arreglado. Podremos salir de aquí. Gracias a Dios. —Los altavoces anunciaron un vuelo…, la multitud estalló en un tumulto. La niña empezó a lloriquear. David cogió su arnés—. ¿Está usted bien, Carlotta?

—Estupendamente —dijo Carlotta, y le ofreció una sonrisa radiante—. Supongo que vendrán a verme en Galveston, ¿no? Nuestra reverenda Morgan acaba de obtener un escaño en el Concejo Municipal. Tenemos grandes planes para Galveston.

—Éste es nuestro vuelo —dijo David—. Es una suerte que no llevemos equipaje…, pero maldita sea, voy a echar en falta mi caja de herramientas.

6

Fue un vuelo de pesadilla…, como un transporte de ganado. Los equipajes estaban apilados en cualquier lado, todos los asientos ocupados, y más refugiados aún sentados en el suelo en los pasillos. Nada para comer o beber. Un mercado negro instantáneo, apretujado en una jaula de aluminio volante.

Había cinco comisarios de vuelo cubanos armados a bordo. Mantenían a raya a los negociantes…, tipos sudorosos que intentaban arañar todo el efectivo que pudieran. Sus rublos granadinos de juguete ya no tenían ningún valor ni significado; necesitaban ecus, y vendían cualquier cosa: anillos, varillas de droga, hermanas si las tenían… Aislados del mundo, a diez mil metros sobre el Caribe, pero siguiendo aún los movimientos rituales. Pero más aprisa ahora, insensatamente, saltando y agitándose…

—Como un lagarto al que le han cortado la cola —dijo Laura—. Eso es lo que les hizo el Banco a toda esa gente. Dejemos que la Red se haga cargo de ellos, dejemos que Viena los trabaje un poco. Para distraer la atención.

—Le dijiste a Andrei que irías a Singapur —murmuró David.

—Sí.

—Ni lo sueñes —dijo David. Con su voz más dura.

—Ya estamos demasiado metidos en ello para echarnos atrás ahora.

—Y un infierno —dijo él—. Hoy hubieran podido matarnos. Esto no es problema nuestro…, ya no. Es algo demasiado grande para nosotros.

—Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Volver a nuestro Albergue y esperar que lo olviden todo acerca de nosotros?

—Hay montones de otros Albergues —dijo David—. Podemos ir a un Refugio. Tú y yo podríamos arreglárnoslas con un buen Refugio, una especie de retiro sabático. Relajarnos un poco, apartarnos de las televisiones. Centrar nuestros pensamientos.

Un Refugio. A Laura no le gustó la idea. Los Refugios eran para la gente que se retiraba de Rizome, para los fracasados, para los desatinados. Un lugar para haraganear en plena naturaleza mientras los demás tomaban las decisiones.

—La cosa no ha salido bien —dijo—. Desacreditará el intento de Rizome de negociar. Pero teníamos derecho a intentarlo. Debemos de hacer algo. Todo eso ha provocado una reacción…, esto lo prueba.

—Entonces que se ocupe el Departamento de Estado de los Estados Unidos —dijo David—. O Viena…, alguien global. No nuestra compañía.

—¡Rizome es global! Además, Granada les dispararía a los diplomáticos yanquis apenas los viera. El Departamento de Estado…, oh, vamos, David, igual podrías enviar a unos cuantos tipos con enormes carteles colgados del cuello que digan: «REHENES». —Bufó—. Además, los federales no tienen nada que ver con esto.

—Se trata de una guerra. Son los gobiernos los que se encargan de las guerras. No las corporaciones.

—Esta es una forma de hablar premilenio —indicó Laura—. El mundo es distinto ahora.

—En estos momentos tú podrías ser uno de esos cadáveres flotando en el agua. O yo, o la niña. ¿No te das cuenta de eso?

—Lo veo mucho mejor que tú —dijo ella hoscamente—. No estabas a mi lado cuando mataron a Stubbs.

David enrojeció.

—Eso que acabas de decir no ha estado nada bien. Estoy a tu lado ahora, ¿no?

—¿Lo estás?

Los músculos de la mandíbula de David se encajaron, y contempló sus manos como si estuviera haciendo esfuerzos para no golpearla.

—Bueno, supongo que eso depende, ¿no? De lo que tú pienses que estás haciendo.

—Conozco mis metas a largo plazo —dijo Laura—. Lo cual es más de lo que tú puedes decir. —Acarició la mejilla de la niña—. ¿En qué tipo de mundo va a vivir ella? Eso es lo que está en juego.

—Suena realmente noble —admitió él—. Y a sólo el grosor de un cabello de distancia de la megalomanía. El mundo es mucho más grande que nosotros dos. No vivimos en el «globo», Laura. Vivimos el uno con el otro. Y con nuestra hija.

Inspiró profundamente, dejó escapar con lentitud el aire.

—Ya he soportado bastante, eso es todo. Quizá mi número salió sobre la mesa una vez…, de acuerdo, me situaré en primera línea por Rizome. Cumpliré con mi turno. Contemplaré los cadáveres. Veré arder mi casa sobre mi cabeza. Pero no me pagan lo suficiente como para morir.

—A nadie le pagan lo suficiente para eso —dijo Laura—. Pero no podemos quedarnos mirando cómo la gente es asesinada, y decir me parece muy bien, y allá se las apañen, y nada de eso es asunto nuestro.

—No somos indispensables. Dejemos que algún otro reciba un tiro mientras juega a ser Juana de Arco.

—Pero yo sé lo que está ocurriendo —dijo ella—. Eso me hace valiosa. He visto cosas que otra gente no. Ni siquiera tú, David.

—Oh, estupendo —dijo David—. Así que ahora vas a empezar a decirme que voy por la vida como en medio de una niebla. Escucha,
señora Webster,
vi más de la auténtica Granada de lo que tú nunca has llegado a ver. Cosas
auténticas…,
no esa mierda trivial de despliegue de poder que transmitiste a tus viejas amigas al otro lado de la línea. ¡Maldita sea, Laura! ¡Tienes que aprender a aceptar algunas derrotas y a reconocer tus límites!

—Quieres decir
tus
límites —murmuró ella.

David la miró fijamente.

—De acuerdo. Si quieres verlo de este modo. Mis límites. Yo ya los he alcanzado. Eso es todo. Fin de la discusión.

Ella se hundió en su asiento, furiosa. Muy bien. El había dejado de escuchar. Veamos cómo encajaba el silencio.

Al cabo de unas cuantas horas de silencio, se dio cuenta de que había cometido un error. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.

La policía abordó el avión en el aeropuerto de La Habana. Los pasajeros fueron sacados del aparato…, no exactamente a punta de pistola, pero sí lo bastante cerca de ello como para que la diferencia no importara. Estaba oscuro y llovía. Tras una distante línea de caballetes de protección pintados a franjas, la prensa en lengua española alzaba cámaras y formulaba preguntas. Un exiliado intentó dirigirse hacia ellos, agitando los brazos…, fue conducido rápidamente de vuelta a la fila.

Entraron en un ala de la terminal, rodeada por jeeps. Estaba llena de hombres de aduanas. Y de Viena…, hombres exquisitamente vestidos de civil, con sus terminales portátiles y sus gafas de espejo.

La policía empujó a los refugiados en filas irregulares. Agentes cubanos empezaron a pedir identificaciones. Escoltaron a un grupo de triunfantemente sonrientes tees más allá de los vieneses, que los miraron con ojos furiosos. Batallas entre agencias ejecutoras de la ley. Cuba nunca se había preocupado demasiado por la Convención.

Alguien llamó en japonés:

—¡Laura-san ni o-banashi shitai no desu ga!

—Wakarimashita
—respondió Laura. Entonces los vio…, una joven pareja japonesa, de pie cerca de una puerta de salida junto a un policía cubano de uniforme—. Vamos —le dijo a David…, la primera palabra que le dirigía en horas, y se encaminó hacia ellos—.
¿Donata ni goyo desu ka?

La mujer sonrió tímidamente e inclinó la cabeza.

—¿Rara Rebsta?

—Hai
—dijo Laura—. Soy yo. —Hizo un gesto hacia David—.
Kore wa
David Webster
to iu mono deu.

La mujer tendió la mano hacia el arnés de Loretta. Sorprendido, David dejó que lo cogiera. La mujer frunció la nariz.

—O-mutsu o torikaete kudasai.

—Sí, se nos acabaron —admitió Laura. Miradas interrogativas—. Los pañales.
¿Eigo wa shabere masuka?
— Agitaron tristemente las cabezas—. No hablan inglés —le dijo a David.

—¿Qué tal?
—dijo David en español—.
Yo no hablo japonés…, un poquito sólo. Uh… ¿quién es usted? ¿Y su amigo interesante?

—Somos de
Kymera Habana —dijo alegremente el hombre, también en español. Hizo una inclinación de cabeza y estrechó la mano de David—.
¡Bienvenidos a Cuba, Señor Rébsta! Soy Yoshio, y mi esposa Mika. Y el capitán Reyes, de Habana Seguridad…

—Es la Corporación Kymera —dijo David.

—Sí, lo sé.

—Parece como si hubieran hecho algún tipo de trato con la policía local. —Hizo una pausa—. Kymera…, están con nosotros, ¿verdad? Demócratas económicos.

—Solidaridad
—dijo Yoshio en español, alzando dos dedos. Guiñó un ojo y abrió la puerta.

Kymera tenía un coche aguardando.

Kymera estaba muy bien preparada. Tenían de todo. Nuevos pasaportes para ellos…, legales. Nuevos terminales. Pañales y biberones para la niña. Ropas de repuesto para ellos que casi eran de su medida, o lo hubieran sido si hubieran comido los banquetes de Rita. Y se encargaron de arreglar las cosas con la policía cubana. Laura pensó que era mejor no preguntar cómo.

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