Islas en la Red (27 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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—No…

—Bueno, yo sí tengo algo que decirte. —Terminó su vaso—. Iba a esperar hasta después de la cena, pero no puedo contenerme. —Sonrió—. Carlotta se me insinuó.

—¿Carlotta? —dijo Laura, sorprendida—. ¿Hizo qué? —Se sentó envarada.

—Ajá. También estaba allí. Estuvimos offline juntos durante unos segundos, en una de las salas de acuacultivos. No estaba cableada, ¿entiendes? Y ella se me acerca como si se tambaleara, desliza su mamo por debajo de mi camisa, y me dice…, no lo recuerdo exactamente, pero fue algo así como: «¿Se ha preguntado alguna vez cómo sería? Nosotras conocemos un montón de cosas que Laura no».

Laura se puso lívida.

—¿Qué fue eso? —preguntó—. ¿Lo de su mano?

David parpadeó y su sonrisa se desvaneció poco a poco.

—Simplemente me pasó la mano por las costillas. Para indicarme que hablaba en serio, supongo. —Ya estaba a la defensiva—. No me culpes a mí. Yo no se lo pedí.

—No te culpo, pero yo soy la única que habla en serio contigo —dijo Laura. Hubo un largo silencio—. Y espero que tú no le tomaras en serio.

David no pudo ocultar una sonrisa.

—Bueno…, supongo que me sentí un poco halagado. Quiero decir, todo el mundo que nos conoce sabe que tenemos un sólida relación, así que no es como si el bosque estuviera lleno de mujeres arrojándose a mis brazos… Ya sabes, ni siquiera fue que la propia Carlotta hiciera realmente un avance… Fue una especie de oferta genérica de prostituta. Como una proposición de negocios.

Dejó que Loretta agarrara sus dedos.

—No pienses mucho en ello. Tenías razón cuando dijiste que estaban intentando llegar hasta nosotros. Es como si estuvieran usando todo lo que tienen. Drogas…, no nos van. Dinero…, bueno, no nos entusiasma. Sexo…, creo que simplemente le dijeron a Carlotta que lo intentara, y ella dijo que bueno. Nada de eso significa mucho. Pero, oh…, potencial creativo…, no me avergüenza decir que me alcanzarían con ello allá donde me encontrara.

—Vaya estupidez de hacer —dijo Laura—. Al menos, hubieran podido enviar a alguna otra chica de la Iglesia.

—Sí —murmuró él—, pero quizás otra chica lo hubiera hecho mejor… Oh, lo siento. Olvida que lo he dicho. Estoy borracho.

Ella se obligó a pensar en el asunto. Quizás él hubiera estado offline durante cinco minutos en aquel mundo hundido offline que tenían ahí abajo, y quizá, sólo quizá, lo hubiera hecho. Quizá se hubiera acostado con Carlotta. Pudo sentir cómo el mundo crujía ante el pensamiento, como hielo bajo profundas aguas negras.

David jugaba con la niña, con una inofensiva expresión tra-la-lá en su rostro. No. No había forma alguna en que hubiera podido hacerlo. Ella nunca había dudado siquiera de él antes. Nunca así.

Era como si una docena de años de confianza adulta se hubieran abierto con multitud de negras grietas. Allá muy abajo estaban las crudas cicatrices del miedo devorador de mundos que había sentido cuando tenía nueve años y sus padres se separaron. El ron se volvió rancio en su estómago, y sintió un repentino retortijón.

Era otro asunto completamente distinto, pensó hoscamente. No iban a hacerle esto a ella. Todo el mundo sentía inseguridades. Ellos conocían las suyas…, conocían su historia personal. Pero no iban a jugar con sus sentimientos íntimos de temor y hacer que empezara a dudar de la realidad. No se lo permitiría. No. No más debilidades. Nada excepto una firme resolución. Hasta que pusiera fin a aquello.

Se puso en pie y caminó rápidamente, cruzando el dormitorio, hasta el cuarto de baño. Se quitó sus sucias ropas. Había una mancha en ellas. Su período había empezado. El primero desde su embarazo.

—Oh, mierda —dijo, y estalló en sollozos. Se metió en la ducha y dejó que los finos chorros de agua de extraño olor golpearan su rostro.

El llorar ayudó. Eliminó la debilidad como veneno en sus lágrimas. Luego se puso una mascarilla y sombra de ojos, para que él no pudiera ver el enrojecimiento. Y se vistió para cenar.

David estaba aún lleno de todas las cosas que había visto, así que le dejó hablar, y se limitó a sonreír y asentir, a la luz de las velas encendidas por Rita.

Él hablaba en serio acerca de quedarse en Granada.

—La tec es mucho más importante que la política —dijo él despreocupadamente—. Ésta nunca dura, ¡pero una auténtica innovación es como una propiedad infraestructural permanente! —Ellos dos podían formar una auténtica «Rizome Granada»…, sería como acondicionar el Albergue, pero a una escala veinte veces mayor, y con
dinero libre.
Les mostrarían lo que un arquitecto Rizome podía hacer…, y sería un apoyo firme para algunos sanos valores sociales. Más pronto o más tarde la Red civilizaría el lugar…, los apartaría de sus locas tonterías piratas. Granada no necesitaba droga, necesitaba comida y techo.

Fueron a la cama, y David tendió la mano hacia ella. Y ella tuvo que decirle que tenía el período. Él se mostró sorprendido y alegre.

—Pensé que parecías un poco tensa —dijo—. Ha sido todo un año, ¿no? Debes sentirte un tanto extraña de que te haya vuelto.

—No —dijo ella—. Es simplemente… natural. Acabas por acostumbrarte.

—No has dicho mucho esta noche —dijo él. Acarició suavemente su estómago—. Has estado como misteriosa.

—Sólo estoy cansada —se defendió ella—. No puedo hablar de ello ahora.

—No dejes que te hundan. Esa mierda de banqueros no son demasiado —dijo él—. Espero tener la oportunidad de conocer al viejo Louison, el primer ministro. Allá abajo en los proyectos, la gente estaba hablando de él como si esos tipos del Banco no fueran más que sus chicos de los recados. —Dudó—. No me gusta la forma en que hablaban acerca de Louison. Como si estuvieran realmente asustados.

—Sticky me habló mucho acerca de guerra —indicó Laura—. El ejército está bajo alerta. La gente está tensa.

—Tú estás
tensa —dijo él, sin dejar de acariciarla—. Tus hombros son como madera. —Bostezó—. Sabes que puedes decírmelo todo, Laura. No tenemos secretos entre nosotros, ya lo sabes.

—Quiero ver las cintas mañana —decidió ella—. Las revisaremos juntos, como tú dices. —Iba a haber algún fallo en ellas, pensó. En algún lugar, un leve parpadeo, una oscilación, o un grupo de píxeles mal colocado. Algo que demostraría que habían sido falseadas, y que ella no estaba loca. No podía dejar que la gente pensara que se estaba hundiendo. Lo arruinaría todo.

Fue incapaz de dormir. El día pasó como una película por su mente, una y otra vez. Y los calambres eran malos. Media hora después de medianoche se levantó y se puso una bata.

David había hecho una cuna a Loretta…, un pequeño corralito cuadrado, todo él acolchado con mantas. Laura miró a su hija pequeña y la acunó con los ojos. Luego miró a David. Era curioso lo que se parecían cuando dormían. Padre e hija. Alguna extraña vitalidad humana que había pasado a través de ella, que ella había alimentado dentro de su cuerpo. Maravilloso, doloroso, extraño. La casa estaba tan inmóvil y silenciosa como la muerte.

Oyó un distante trueno. Procedente del norte. Hueco, repetido. Iba a llover. Eso podía ser bueno. Un poco de lluvia tropical para aplacar los nervios.

Cruzó silenciosamente el salón hasta el porche. Ella y David habían limpiado toda la basura y barrido el lugar; ahora era confortable. Sacó los brazos de un antiguo sillón Morris y se reclinó en él, alzando sus cansadas piernas. El cálido aire del jardín tenía el denso aroma del ilang-ilang. Todavía no llovía. El aire estaba lleno de tensión.

Las distantes luces en la puerta se encendieron. Laura frunció los ojos y alzó la cabeza. Los dos guardias de noche —todavía no conocía sus nombres— habían salido y estaban conferenciando a través de los teléfonos de sus cinturones.

Oyó un pop sobre su cabeza. Muy suave, en absoluto molesto, como un almadiero clavando su pértiga. Luego otro: un débil bong metálico, y un susurro. Muy suave, como pájaros posándose.

Algo había caído sobre el techo. Algo había golpeado la parte superior de una de las torretas…, rebotado de su techo de estaño entre las ripias.

Un resplandor blanco iluminó en silencio el jardín. Un resplandor blanco procedente de encima de la mansión. Los guardias alzaron la vista, sobresaltados. Alzaron también sorprendidos los brazos, como malos actores.

El techo empezó a crujir.

Laura se puso en pie y gritó a pleno pulmón.

Corrió a través de la casa a oscuras hasta el dormitorio. La niña se había despertado sobresaltada y estaba gritando de miedo. David estaba sentado en la cama, desconcertado.

—La casa arde —dijo Laura rápidamente.

David saltó de la cama como movido por una catapulta y se puso torpemente los pantalones.

—¿Dónde?

—El techo. En dos lugares. Bombas incendiarias, creo.

—Oh, Jesús —exclamó él—. Coge a Loretta, yo iré a buscar a los otros.

Laura metió a Loretta en su arnés y guardó sus terminales en un maletín. Cuando terminó, podía oler ya el humo. Y había un creciente crujir.

Sacó a la niña y el maletín al jardín delantero. Dejó a Loretta en su arnés, detrás de la fuente, luego se volvió para mirar. Una de las torretas estaba envuelta en llamas. Una lamiente úlcera de fuego se extendía por el ala oeste de la casa.

Rajiv y Jimmy salieron, medio arrastrando a una Rita toda toses y lloriqueos. Laura corrió hacia ellos. Clavó sus uñas en el desnudo brazo de Rajiv.

—¿Dónde está mi esposo, estúpido bastardo?

—Lo siento mucho, señora —gimoteó Rajiv. Tiró nerviosamente de sus pantalones, que se empeñaban en caérsele—. Lo siento, señora, lo siento mucho…

Ella lo apartó de un empellón con tanta fuerza que lo hizo girar sobre sí mismo y caer. Subió las escaleras de dos en dos y se metió dentro en tromba, ignorando los gritos a sus espaldas.

David se hallaba en el dormitorio. Estaba casi doblado sobre sí mismo, con una toalla empapada apretada contra su rostro. Llevaba puestas sus videogafas, con las de ella montadas sobre su cabeza. Tenía el reloj de la mesilla de noche aferrado bajo su sobaco.

—Sólo un segundo —murmuró, mirándola con unos ojos vacíos orlados de oro—. Tengo que encontrar mi caja de herramientas.

—¡Que la jodan, David, vámonos! —Tiró de su brazo. Él la siguió reluctante, tropezando.

Una vez fuera, tuvieron que retroceder ante el calor. Una a una, las habitaciones superiores estaban empezando a estallar. David dejó caer su toalla, medio aturdido. —Estallidos de corriente eléctrica —dijo, mirando. Un puño de sucia llama golpeó una de las ventanas de arriba. Astillas de cristal cayeron como lluvia al jardín.

—El calor aumenta —murmuró David clínicamente—. Toda la habitación se incendia a la vez. Y la presión del gas hace estallar las paredes.

Los soldados los empujaron hacia atrás, sujetando sus estúpidas e inútiles armas inmovilizadoras al nivel del pecho, como porras de policía. David retrocedió reluctante, hipnotizado por la destrucción.

—Hemos creado simulaciones de esto, pero nunca lo había visto ocurrir —dijo, a nadie en particular—. ¡Jesús, qué espectáculo!

Laura empujó a uno de los soldados quinceañeros cuando éste pisó su pie desnudo.

—¡Vaya ayuda son ustedes, tontos del culo! ¿Dónde demonios están los bomberos, o lo que sea que usen en este jodido lugar para estas cosas?

El muchacho retrocedió unos pasos, temblando, y dejó caer su arma.

—¡Miren al cielo! —Señaló hacia el nordeste. Un bajo frente de ardientes nubes en el horizonte septentrional. Luminoso como un amanecer, con un feo arder ambarino.

—Qué demonios —dijo David, maravillado—. Eso es a kilómetros de distancia… Laura, eso es Punta Sauteur. Es todo el maldito complejo de ahí fuera. ¡Eso es un fuego de refinería!

—Un fuego de azufre —gimió el soldado. Empezó a sollozar, cubriéndose el rostro con las manos. El otro soldado, un hombre más corpulento, le dio una fuerte patada en la pierna.

—¡Recoge tu arma, maldita sea!

Un distante relámpago sucio iluminó las nubes.

—Espero que no hayan alcanzado los petroleros —dijo David—. Espero que los pobres bastardos de esos lugares dispongan de botes salvavidas. —Se sujetó el auricular—. ¿Reciben todo esto, Atlanta?

Laura cogió su propio equipo de la cabeza de él. Retrocedió y sujetó el arnés de Loretta. Soltó a la chillante niña y la apretó contra su pecho, acunándola y murmurándole.

Luego se puso las gafas.

Ahora podía mirar sin que le dolieran mucho los ojos.

La mansión ardió hasta los cimientos. Tomó toda la noche. El pequeño grupo se apretujó en la caseta de guardia, escuchando los relatos del desastre por los teléfonos.

A las siete de la mañana aproximadamente, un helicóptero militar parecido a una araña llegó y se posó junto a la fuente.

Andrei, el emigrado polaco, saltó de él. Cogió una gran caja que le tendía el piloto y se unió a ellos en las puertas.

El brazo izquierdo de Andrei estaba envuelto en vendas, y hedía a hollín químico.

—He traído zapatos y uniformes para todos los supervivientes —anunció. La caja estaba llena de paquetes planos envueltos en plástico: los tejanos militares estándar y camisas de manga corta.

—Lamento que seamos tan malos anfitriones —dijo sombríamente—. El pueblo granadino se disculpa ante ustedes.

—Al menos hemos sobrevivido —respondió Laura. Metió agradecida sus pies desnudos en unos suaves zapatos planos—. ¿Quién se atribuye todo esto?

—Los malditos del ElÁT han roto todos los límites civilizados.

—Me lo imaginé —dijo Laura, y cogió la caja—. Nos turnaremos para cambiarnos en la caseta. David y yo entraremos primero. —Dentro, se quitó el delgado camisón y se abrochó la rígida camisa limpia y los pesados pantalones. David se puso una camisa y zapatos.

Salieron, y Rita entró, temblando.

—Ahora, por favor, ustedes reúnanse conmigo en el helicóptero —dijo Andrei—. El mundo tiene que conocer esta atrocidad…

—De acuerdo —dijo Laura—. ¿Quién está online?

—[Prácticamente todo el mundo] —dijo Emily—. [Hemos pasado comunicación en directo a través de toda la compañía y a un par de servicios de noticias. Viena va a pasarlo mal para retener esto… Es demasiado grande.]

Andrei hizo una pausa en la escotilla del helicóptero.

—¿Pueden dejar a la niña?

—Ni lo sueñe —dijo llanamente David. Subieron a dos sillones antichoque en la parte de atrás, y David sujetó el arnés de Loretta entre sus rodillas. Andrei ocupó el asiento del copiloto y se ataron los cinturones.

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