—Oh, espere —dijo al fin—, ahí hay alguien con quien tengo que hablar. —Y lo había dejado y había caminado al azar hacia una desconocida, una mujer negra con el pelo muy corto y con flequillo, de pie a solas en un rincón, bebiendo agua de arroz con soda.
Era Emily Donato. Vio acercarse a Laura y alzó la vista con una expresión de puro terror animal. Laura se detuvo en seco, sobresaltada, al reconocerla.
—Emily —dijo—. Hola.
—Hola, Laura. —Iba a mostrarse civilizada. Laura vio la resolución envarar su rostro, la vio controlar su deseo de huir.
El zumbar de las conversaciones descendió una octava a su alrededor. La gente las estaba mirando por encima de sus bebidas, por el rabillo del ojo.
—Necesito una copa —dijo Laura. Una frase sin sentido, pero tenía que decir algo.
—Te traeré alguna cosa.
—No, salgamos de aquí. —Empujó la puerta y salió a la pasarela. Había algunas personas allí, reclinadas en la barandilla, contemplando las gaviotas. Laura pasó entre ellas. Emily la siguió, reluctante.
Rodearon la casa hasta situarse debajo del toldo. Empezaba a hacer frío y Emily, con su sencillo vestido de manga corta, se aferró los amarronados brazos desnudos.
—Olvidé mi chaqueta… No, está bien. De veras. —Depositó su bebida sobre la barandilla de madera.
—Te cortaste el pelo —dijo Laura.
—Sí —dijo Emily—. Viajo más bien ligera estos días. —Un resonante silencio—. ¿Viste el juicio de Arthur?
Laura negó con la cabeza.
—Pero me alegro de que nunca me presentaras a ese hijo de puta.
—A mí me hizo sentir como una puta —dijo Emily. Simple, abyecta—. ¡Era del ELAT! A veces todavía no puedo creerlo. Que yo durmiera con el enemigo, que se lo contara todo…, fue exclusivamente culpa mía. —Estalló en sollozos—. ¡Y luego esto! No sé cómo me he atrevido a venir aquí. Desearía estar de vuelta en México. ¡Desearía estar en el infierno!
—Por el amor de Dios, Emily, no digas eso.
—Traje la desgracia a mi oficio. Traje la desgracia a mi compañía. Y Dios sabe lo que le he hecho a mi vida personal. —Seguía sollozando—. Ahora mira lo que he hecho…, he traicionado a mi mejor amiga. ¡Tú estabas en prisión, y yo me estaba acostando con tu maldito esposo! Me debes querer ver muerta.
—¡No, en absoluto! —estalló Laura—. Lo sé…, he estado allí. No es bueno, en absoluto.
Emily la miró. La observación la había sorprendido.
—Solía conocerte muy bien —dijo—. Solía
apoyarme
en ti. Tú eras la mejor amiga que nunca tuve… ¿Sabes?, cuando vine aquí la primera vez, para ver a David, pensé que te estaba haciendo a ti un
favor.
Quiero decir, él me
gustaba,
pero no le estaba haciendo exactamente mucho bien a la moral Rizome. Quejándose constantemente, abusando de la gente, bebiendo demasiado. Me dije, mi amiga muerta desearía que me ocupara de David. Intenté hacer algo realmente bueno, y fue la peor cosa que haya hecho en mi vida.
—Yo hubiera hecho lo mismo —dijo Laura.
Emily se sentó en una de las hamacas plegables y dobló las piernas.
—No es eso lo que quiero —dijo—. Quiero que me digas cuánto me odias. No puedo soportarlo si sigues siendo así, mucho más noble que yo.
—De acuerdo, Emily. —La verdad estalló fuera de ella como un absceso—. Cuando pienso en ti y en David durmiendo juntos, desearía desgarrar con las uñas tu jodida garganta.
Emily permaneció sentada allí y asimiló aquello. Se estremeció y agitó la cabeza.
—No puedo culparte por ello. Pero no puedo echar a correr.
—No lo hagas, Emily. Él no necesita eso. Es un buen hombre. Ya no me quiere, pero no puede evitarlo. En estos momentos estamos demasiado lejos el uno del otro.
Emily alzó la vista. La esperanza asomó a sus ojos.
—Entonces, ¿es verdad? ¿No me lo vas a quitar?
—No. —Se obligó a que las palabras brotaran fáciles—. Vamos a pedir el divorcio. No representará ningún problema…, excepto por los periodistas.
Emily se contempló los pies. Aceptó aquello. El regalo.
—Yo le quiero, ¿sabes? Quiero decir, es simple, y a veces aturde un poco, pero tiene sus puntos buenos. —No le quedaba nada que ocultar—. Ni siquiera necesito ya las píldoras. Simplemente le amo. Me he acostumbrado a él. Incluso hemos hablado de tener un hijo.
—Oh, ¿de veras? —Laura se sentó. Era un pensamiento tan extraño que de alguna forma no llegó a alcanzarla. Parecía algo agradable, hogareño—. ¿Lo estáis intentando?
—Todavía no, pero… —Hizo una pausa—. ¿Laura? Vamos a sobrevivir a esto, ¿verdad? Quiero decir, no va a ser como era antes, pero no vamos a tener que suicidarnos. Estaremos bien.
—Sí, claro. —Un largo silencio.
Se inclinó hacia Emily. Ahora que todo estaba dicho entre ellas, algún fantasma de las viejas vibraciones estaba volviendo. Una especie de hormigueo subterráneo, como si su enterrada amistad se agitara.
Los ojos de Emily se iluminaron. Ella también podía sentirlo.
Duró lo suficiente para que las dos volvieran dentro cogidas del brazo.
Todo el mundo sonrió.
Pasó las Navidades con su madre en Dallas. Y estaba Loretta. Una niñita que echó a correr asustada cuando vio a la dama con su sombrero y sus gafas de sol, y ocultó su cara en el regazo de su abuela.
Era tan deliciosa. Dos retorcidas coletas rubias, ojos verdes. Y charlatana también, una vez se soltó. Dijo:
—La abuela derramó la leche —y se echó a reír. Cantó una cancioncilla sobre la Navidad en la que la mayor parte de los versos eran «na na na na» a todo volumen.
Cuando se acostumbró a ella, se sentó en el regazo de Laura y la llamó su «Rarra».
—Es maravillosa —le dijo Laura a su madre—. Has hecho un trabajo realmente bueno con ella.
—Es una alegría tan grande para mí —respondió Margaret Alice Day Garfield Nakamura Simpson—. Te perdí…, luego la tuve a ella…, ahora os tengo a las dos. Es como un milagro. No pasa un día sin que me maraville por ello. Nunca he sido tan feliz en mi vida.
—¿De veras, madre?
—He tenido buenas épocas y he tenido épocas malas…, ésta es la mejor para mí. Desde que me retiré, desde que eché el yunque a un lado, ha sido yo y Loretta. Somos una familia…, es como si constituyéramos un pequeño equipo.
—Debiste de ser feliz cuando tú y papá estabais juntos. Lo recuerdo. Siempre he considerado que fuimos felices.
—Bueno, lo fuimos, sí. No fue tan bueno como esto, pero fue bueno. Hasta la Abolición. Entonces empecé a trabajar dieciocho horas al día. Hubiera podido dejarlo, tu padre quería que lo hiciera, pero yo pensé no, éste es el momento más culminante que jamás haya visto en mi vida. Si deseo vivir en el mundo, tengo que hacer esto primero. Así que lo hice, y lo perdí a él. Os perdí a los dos.
—Debió de dolerte terriblemente. Yo era pequeña y no lo sé…, sólo sé que me dolió.
—Lo siento, Laura. Sé que es tarde, pero me disculpo ante ti.
—Gracias por decir esto, madre. Yo también lo siento. —Se echó a reír—. Es divertido que todo se reduzca a esto. Después de todos esos años. Sólo unas cuantas palabras.
Su madre se quitó las gafas, la miró fijamente a los ojos.
—Tu abuela comprendió… Nunca tuvimos mucha suerte, Laura. Pero, ¿sabes?, ¡creo que lo estamos consiguiendo! No a la manera antigua, pero es algo. ¿Qué son las familias nucleares, de todos modos? Algo preindustrial.
—Quizá podamos hacerlo mejor esta vez —dijo Laura—. Yo he hecho las cosas de una forma tan peor a como tú las hiciste que quizás a ella no le duelan tanto.
—Hubiera debido verte más cuando estabas creciendo —dijo su madre—. Pero había trabajo y…, oh, querida, odio decir esto…, un mundo lleno de hombres. —Dudó—. Sé que no deseas pensar en ello en estos momentos, pero créeme, es algo que vuelve.
—Supongo que es bueno saberlo. —Contempló el árbol de Navidad, que parpadeaba entre dos tapices japoneses colgados en la pared—. En estos momentos los únicos hombres a los que veo son periodistas. No hay mucha diversión ahí. Desde que Viena soltó las riendas, van como locos.
—Nakamura era periodista —dijo pensativamente su madre—. ¿Sabes?, nunca fui muy
feliz
con él, pero ciertamente era
intenso.
Cenaron juntas, en el pequeño y elegante comedor de su madre. Hubo vino, y jamón, y una pasta de escop recién inventada en Gran Bretaña que sabía como paté. Hubieran podido comer kilos de ella.
—Es bueno, pero no sabe mucho como paté —se quejó su madre—. Es un poco más bien como, oh,
mousse
de salmón.
—Es demasiado caro —dijo Laura—. Probablemente tan sólo cueste unos diez céntimos hacerlo.
—Bueno —dijo su madre, tolerante—, tienen que recuperar los gastos de investigación.
—Será más barato cuando Loretta crezca.
—Para entonces ya estarán haciendo escop que sepa como cualquier cosa conocida, e incluso como nada conocido.
El pensamiento era un poco intimidante. Me estoy haciendo vieja, pensó Laura. El cambio en sí está empezando a asustarme.
Apartó de ella el pensamiento. Jugaron con Loretta hasta que fue hora de acostarla. Luego hablaron durante otro par de horas, bebiendo vino y comiendo queso y mostrándose civilizadas. Laura no se sentía feliz, pero las aristas habían sido limadas, y estaba cerca de sentirse contenta. Nadie sabía dónde estaba, y esto era una bendición. Durmió bien.
Por la mañana, intercambiaron regalos.
El Comité Central se había reunido en el Refugio Rizome de Stone Mountain. Estaba el nuevo presidente ejecutivo, Cynthia Wu. Y el propio comité, los suficientes como para que hubiera quórum: García-Meza, Mclntyre, Kaufmann y de Valera. Gauss y Salazar estaban asistiendo a una cumbre, mientras que el viejo Saito se hallaba en alguna parte tomando las aguas. Y, por supuesto, Suvendra estaba allí, feliz de ver a Laura, mascando infelizmente chicle de nicotina.
Viviendo en rusticidad. Últimamente lo estaban haciendo muy a menudo. Atlanta era una ciudad importante. Siempre estaba la susurrada sugerencia de que podía convertirse en un Puntó Cero.
Fue una comida típica de Comité Central. Sopa de lentejas, ensalada, pan de trigo entero. Simplicidad voluntaria…, todos comieron e intentaron parecer más sublimes que los demás.
La oficina de telecom era un revival Frank Lloyd Wright, un bloque de cemento acanalado perforado con cristal, cortado con severa elegancia geométrica. El edificio parecía encajar con la señora Wu, una anglo con aspecto de maestra que había cumplido ya los sesenta años y había ascendido a través de la sección de ingeniería marina. Llamó a orden a la reunión.
—Gracias a los contactos —les dijo—, tenemos esta cinta tres días antes de su emisión, y antes de que las redes televisivas la monten. Creo que este documental sirve como coronamiento al trabajo político realizado bajo mi predecesor. Propongo que utilicemos esta oportunidad, esta noche, para reevaluar nuestra política. En retrospectiva, nuestros planes anteriores parecen ingenuos, y se desviaron seriamente. —Observó la mano de de Valera—. ¿Comentario?
—¿Qué define usted exactamente como éxito?
—Según recuerdo, nuestra estrategia original era animar a los paraísos de datos a amalgamarse. Conduciéndolos así hasta una estructura burocrática,
gesellschaft,
que podría ser controlada más fácilmente…, asimilada, si lo prefieren. Pacíficamente. ¿Hay alguien aquí que piense que esa política funcionó?
—Funcionó contra el EFT Commerzbank —dijo Kaufmann—. aunque debo admitir que no fue obra nuestra. De todos modos…, ahora se hallan legalmente enmarañados. Inofensivos.
—Sólo porque temen que los maten —dijo Suvendra—. ¡La furia de la Red se ha convertido en una fuerza abrumadora!
—Enfrentémonos a ello —dijo de Valera—. Si hubiéramos sabido la auténtica naturaleza del ELAT, ¡nunca nos habríamos atrevido a implicarnos en eso! Por otra parte, los paraísos perdieron, ¿no? Y nosotros ganamos. Incluso nuestra ingenuidad trabajó a nuestro favor…, al menos nadie puede acusar a Rizome de haber apoyado nunca al ELAT, pese a todo lo que llegaron a importunarnos los paraísos.
—En otras palabras, nuestro éxito fue sobre todo suerte —dijo vivamente la señora Wu—. Estoy de acuerdo con ello…, hemos sido afortunados. Con excepción de los asociados Rizome que tuvieron que pagar el precio de nuestra aventura. —No necesitó mirar a Laura para que todos comprendieran.
—Cierto —dijo de Valera—. Pero nuestros motivos eran buenos, y presentamos una buena pelea.
La señora Wu sonrió.
—Me siento tan orgullosa de ello como cualquiera. Pero puedo esperar que lo hagamos mejor en la actual situación política. Ahora que la verdad se ha hecho pública…, y podemos tomar lo que podríamos llamar decisiones informadas. —Se sentó y tocó su relófono—. Pasen la cinta.
Las luces disminuyeron, y la pantalla en la cabecera de la mesa parpadeó y cobró vida.
—Aquí Dianne Arbright de la 3N News, informando desde Tánger. La entrevista en exclusiva que van a ver ustedes fue hecha bajo condiciones de gran peligro personal para nuestro equipo de noticias de la 3N. En el desolado paisaje de las montañas Air de Argelia, aislados, sin respaldo alguno, estuvimos a punto de convertirnos en rehenes en manos de la ahora famosa Revolución Cultural Inadin…
—Vaya tipa —gruñó García-Meza.
—Sí —dijo Mclntyre desde la confortable oscuridad
gemeineschaft
—. Me gustaría conocer a su peluquero.
La cinta siguió pasando, con la narración de Arbright. Jeeps blancos dando cautelosamente tumbos a través del agreste paisaje montañoso. El equipo periodístico con llamativas ropas de safan, sombreros, pañuelos, botas de excursionista.
Una repentina multitud de tuaregs en buggies de las dunas, emergiendo de la nada. El jeep rodeado. Armas alzadas. Auténtica alarma en los rostros del equipo, brusco
cinema verité.
Cámaras bloqueadas por callosas manos.
De vuelta a Arbright, en alguna parte de Tánger.
—Fuimos registrados en busca de dispositivos de rastreo, luego nos vendaron los ojos. Ignoraron nuestras protestas, nos ataron manos y pies, y nos cargaron a los cuatro en sus vehículos, como ganado. Fuimos llevados durante horas a través de uno de los más escabrosos y desolados paisajes de África. El metraje que sigue a continuación fue tomado en las profundidades de una «zona liberada» de la RCI. En esta fortaleza de las montañas supersecreta y rigurosamente custodiada, fuimos llevados finalmente ante el denominado genio de la estrategia de la RCI… el ex coronel de las Fuerzas Especiales Jonathan Gresham.