—¡Sois nuestros hermanos! Todos somos singapurianos. ¡Los singapurianos no se matan entre sí!
El capitán de la policía no podía mirar a la mujer directamente a los ojos. Estaba sentado al filo del asiento del conductor, con los labios apretados, en un éxtasis de humillación. Había otros tres policías en su coche, ataviados con toda la parafernalia antidisturbios: cascos, chalecos, rifles inmovilizadores. Hubieran podido aplastar a la multitud en unos pocos instantes, pero parecían abrumados, desconcertados.
Un hombre con un traje de calle de seda sujetó el brazo de uno de ellos a través de la abierta ventanilla de atrás.
—¡Tome mi reloj, agente! ¡Como recuerdo! Por favor…, hoy es un gran día… —El policía agitó negativamente la cabeza, con una expresión gentil y abrumada. A su lado, su compañero masticaba lentamente un pastelillo de arroz.
Laura golpeó ligeramente el hombro del capitán. Éste alzó la vista y la reconoció. Sus ojos rodaron un poco en sus órbitas, como si ella fuera todo lo que necesitaba para hacer su experiencia completa.
—¿Qué desea?
Laura se lo dijo, discretamente.
—¿Arrestarla a usted aquí? —respondió el capitán—. ¿Delante de toda esta gente?
—Puedo hacer que salgamos de aquí —le dijo Laura. Se subió a la capota del coche patrulla, se puso en pie y alzó los brazos—. ¡Escuchen todos! Ustedes me conocen…, soy Laura Webster. ¡Por favor, déjennos pasar! ¡Tenemos asuntos muy importantes que resolver! Sí, eso es, apártense de los coches, damas y caballeros… Muchas gracias, son ustedes buena gente. Me siento tan agradecida…
Se sentó en la capota, dejando colgar sus pies sobre el parachoques delantero. El coche avanzó lentamente, y la multitud se apartó respetuosa a ambos lados. Era evidente que muchos de ellos no la reconocieron. Pero se retiraron de manera instintiva ante el símbolo totémico de una mujer extranjera con un sari verde en la capota de un coche de la policía. Laura extendió sus brazos e hizo vagos movimientos como si nadara. Funcionó. La multitud se movió un poco más aprisa.
Alcanzaron el borde de la multitud. Laura se deslizó en el asiento delantero, entre el capitán y un teniente.
—Gracias a Dios —dijo.
—Señora Webster —indicó el capitán. Su placa decía que se llamaba Hsiu—. Queda usted arrestada por obstrucción a la justicia e incitación a la revuelta.
—Muy bien —suspiró Laura—. ¿Sabe qué le ocurrió al resto de mi gente Rizome?
—También han sido arrestados. Los helicópteros los recogieron.
Laura asintió ansiosamente, luego se detuvo.
—Hummm…, no estarán en Changi, ¿verdad?
—¡No hay nada malo en Changi! —dijo el policía, picado—. No escuche las mentiras globalistas.
Estaban avanzando lentamente Pickering Street arriba, atestada de salones de belleza y locales de cirugía cosmética. Las aceras estaban llenas con sonrientes y alegres quebrantadores del toque de queda, pero aún no habían pensado en bloquear la calle.
—Ustedes los extranjeros —dijo lentamente el capitán—. Nos engañaron. Singapur hubiera podido construir un nuevo mundo. Pero ustedes envenenaron a nuestro líder, y nos robaron. Eso es lo que hicieron. Pero ya hemos tenido bastante. Todo ha acabado ahora.
—Granada envenenó a Kim.
El capitán Hsiu sacudió la cabeza.
—No creo en Granada.
—Pero es su propia gente la que está haciendo esto —le dijo Laura—. Al menos, no fueron ustedes invadidos.
El policía le dedicó una expresión como si hubieran acabado de poner sal en sus heridas.
—Hemos sido invadidos. ¿Acaso no lo sabe?
Laura se sintió asombrada.
—¿Qué? ¿Viena ha entrado?
—No —dijo un policía en la parte de atrás, con pesimista fruición—. Fue la Cruz Roja.
Por un momento Laura no pudo situar la referencia.
—La Cruz Roja —dijo—. ¿La organización sanitaria?
—Si hubiera venido un ejército, lo habríamos hecho pedazos —dijo el capitán Hsiu—. Pero nadie le dispara a la Cruz Roja. Ya están en Ubin y Tekong y Sembawang. Centenares de ellos.
—Con vendas y equipos médicos —dijo el policía que comía pastelillos de arroz—. «Ayuda para el desastre civil.» —Se echó a reír.
—Cállate —dijo el capitán con voz llana. Pastelillos de Arroz ahogó la risa a un suave cloqueo.
—Nunca oí que la Cruz Roja hiciera algo así —dijo Laura.
—Son las corporaciones globalistas —murmuró hoscamente el capitán Hsiu—. Deseaban comprar Viena y pasarnos a todos por las armas. Pero era demasiado caro, y les tomaría demasiado tiempo. Así que en vez de ello compraron a la Cruz Roja, un ejército sin armas…, y nos están matando con amabilidad. Simplemente entraron sonriendo, y ya nunca saldrán de Singapur. Los sucios cobardes.
La radio de la policía chilló alocadamente. Una turba estaba invadiendo el recinto del Canal Cuatro de televisión, en el Marina Centre. El capitán Hsiu gruñó algo feo en chino y apagó el aparato.
—Sabia que atacarían las teles más pronto o más tarde —dijo—. ¿Qué hacer…?
—Mañana recibiremos nuevas órdenes —dijo el teniente, hablando por primera vez—. Y probablemente también un sustancioso aumento en la paga. Para nosotros, los próximos meses se presentan atareados.
—Traidor —dijo el capitán Hsiu sin pasión.
El teniente se encogió de hombros.
—Hay que vivir, ¿no?
—Entonces hemos ganado —estalló Laura. Estaba dándose cuenta de ello, en toda su extensión, por primera vez. La sensación crecía en su interior. Toda aquella locura y todo aquel sacrificio…, de alguna forma, había funcionado. No exactamente del modo que todos habían esperado…, pero así era la política, ¿no? Ahora había terminado. La Red había vencido.
—Exacto —dijo el capitán. Giró hacia la derecha, hacia la avenida Clemenceau.
—Entonces supongo que ahora ya no tiene mucha utilidad arrestarme, ¿no? La protesta carece de significado. Y nunca seré sometida a juicio por esas acusaciones. —Rió alegremente.
—Quizá la encerremos simplemente por diversión —dijo el teniente. Observó un coche lleno de quinceañeros pasar junto a ellos a toda velocidad, con uno de sus ocupantes asomado por la abierta ventanilla, agitando una enorme bandera de Singapur.
—¡Oh, no! —dijo el capitán—. Entonces hará más discursos moralizantes globalistas.
—¡En absoluto! —dijo apresuradamente Laura—. Voy a salir de aquí como si me persiguiera el diablo tan pronto como pueda, de regreso junto a mi esposo e hija.
El capitán Hsiu hizo una pausa.
—¿Desea abandonar la isla?
—¡Más que cualquier otra cosa! Créame.
—Puede arrestarla de todos modos —sugirió el teniente—. Probablemente se necesitarán dos, incluso tres semanas de papeleo para encontrarla.
—Especialmente si no la registramos —dijo el policía que se reía quedamente atrás. Ahora empezó a reír más francamente por la nariz.
—Si creen que eso me asustará, adelante —dijo Laura, alardeando—. De todos modos, no podría irme ahora ni aunque lo intentara. No hay forma alguna. La ley marcial cerró los aeropuertos.
Avanzaron a través del puente Clemenceau. Estaba custodiado por tanques, pero parecían abandonados, y el coche de la policía pasó entre ellos sin disminuir la marcha.
—No se preocupe —dijo el capitán—. ¿Librarnos de Laura Webster? ¡No es un sacrificio demasiado grande!
Y la llevó al Banco Islámico Yung Soo Chim.
Fue una extraña repetición. Estaban todos en el tejado del edificio del Banco…, el personal del Yung Soo Chim. Allá arriba, entre el blanco y quebradizo bosque de las antenas microondas y los grandes discos de los satélites manchados por la lluvia.
Laura llevaba una esquina de su sari cubriéndole apretadamente la cabeza como una capucha y un par de gafas de espejo de la policía que le había suplicado al capitán Hsiu que le diera. Una vez pasado el servicio privado de seguridad y dentro del edificio del banco, lleno aún con el hedor del pánico y el aroma a heno recién segado de los archivos destruidos, el resto había sido fácil. Nadie comprobaba las identidades…, ella no tenía ninguna que pudiera ser comprobada, ni equipaje tampoco.
Nadie la molestó…, pasaba por la amante eurasiàtica de alguien, o quizás alguna exótica tee con ropas hindúes. Si los piratas sabían que estaba allí entre ellos, eran capaces de hacer casi cualquier cosa. Pero Laura sabía con estremecedora certeza que nunca la tocarían. No aquí, no ahora, no después de que ella hubiera conseguido lo que se había propuesto.
No tenía miedo. Se sentía a prueba de balas, invencible, llena de electricidad. Ahora sabía que era más fuerte que ellos. Su gente era más fuerte que la de ellos. Ella podía caminar a la luz del día, pero ellos no. Ellos pensaban que tenían dientes, con todas sus conspiraciones criminales, pero sus huesos estaban hechos de cristal.
La máquina criminal simplemente no tenía…, la
gemeineschaft.
Eran artistas del robo, desechos, y no había nada que los mantuviera unidos, ninguna confianza básica. Habían estado ocultándose bajo la corteza protectora del gobierno de Singapur, y ahora que éste había desaparecido el Banco estaba en quiebra. Les tomaría años volver a recomponerlo todo, aunque estuvieran dispuestos a intentarlo, y el impulso, la marea mundial, estaba contra ellos. Este lugar y sus sueños habían desaparecido…, el futuro estaba en alguna otra parte.
Qué jactanciosa sesión iba a ser aquélla. Cómo se había arrastrado fuera de Singapur en medio mismo de los banqueros piratas. Una firme procesión de helicópteros militares singapurianos de dos rotores llegaba a la lujosa pista de aterrizaje en el tejado del Banco. Dos, tres docenas de refugiados cada vez eran embarcados precipitadamente y desaparecían en el plomizo cielo monzónico.
Los otros aguardaban, perchados como cuervos en el parapeto de eslabones y los bloques de anclaje de cemento de las torres de microondas. Algunos se apiñaban lúgubremente en torno de televisores portátiles: contemplando a Jeyaratnam en el Canal Dos, agotado y vencido y con el rostro gris, citar la Constitución y animar a la población a que volviera a sus casas.
Laura rodeó un carrito de equipaje atestado de abultadas maletas en sintético marrón y amarillo. Tres hombres estaban sentados al otro lado, inclinados atentamente hacia delante, con los codos en las rodillas. Dos tipos japoneses y un anglo, los tres con trajes nuevos de safari que aún conservaban las marcas del doblado y sombreros. Contemplaban la televisión.
Era el Canal Cuatro. «En el aire…, para el pueblo», presentando, como tartamudeante y ruborizada locutora, a la señorita Ting…, la antigua llama de Kim.
Laura observó y escuchó desde una discreta distancia. Sentía una extraña hermandad hacia la señorita Ting, que obviamente había sido barrida a su actual situación a través de alguna especie de extraño karma sincronista.
Todo era así ahora, todo Singapur, aturdido y quebradizo y suspendido en mitad del aire. Allí arriba el abatimiento era algo sólido, pero bajo ellos las calles estaban llenas con las bocinas de los coches, eran una enorme fiesta callejera, con el pueblo fuera para felicitarse por su heroísmo. Las últimas volutas de humo se desvanecían en los muelles. El Singapur revolucionario…, vomitando fuera de él a aquellos caros piratas de datos, como el ámbar gris de las entrañas de una ballena convaleciente.
El japonés más bajo alzó su sombrero y sujetó una irritante etiqueta cosida en la parte interior del ala.
—Kiribati —dijo.
—Si tenemos una maldita elección, nosotros cogeremos Nauru —dijo el anglo. Era australiano.
El japonés tiró de la etiqueta y la arrancó, con el rostro crispado.
—Kiribati no está en ninguna parte, hombre. Y no tienen fronteras terrestres.
—La acción estará en Nauru. Temen esos lugares de despegue…
Nauru y Kiribati, pensó Laura…, pequeños Estados-islas del Pacífico cuya «soberanía nacional» podía ser comprada por un precio. Buenos terrenos de aterrizaje para los gángsteres del Banco, evidentemente. Pero por su parte estaba bien. Ambas islas se hallaban en la Red, y donde había teléfonos había crédito. Y donde había crédito había billetes de avión. Y donde había reactores estaba el hogar.
El hogar, pensó, reclinándose aturdida contra el sobrecargado carrito. No Galveston, todavía no. El Albergue abriría de nuevo en algún momento, pero eso aún no era el hogar. El hogar era David y la niña. Estar acostada en la cama con David, entre enredadas sábanas, respirando el aire estadounidense, quizá con un agradable atardecer fuera. Árboles, la sombra de las hojas, polvo rojo y kudzús de Georgia en un seguro Refugio de Rizome. La pequeña Loretta, con sus sólidas costillitas y su curvada sonrisa de bebé. Oh, señor…
El japonés más alto la estaba mirando. Pensaba que estaba borracha. Laura se enderezó tímidamente y él apartó la vista, fastidiado. Murmuró algo que ella no pudo captar.
—Tonterías —dijo el australiano—. Crees que todo el mundo está ígneamente cebado. Esa mierda vudú de la «combustión espontánea»… Son buenos, pero no son
tan
buenos.
El tipo alto se frotó la nuca y se estremeció.
—No hicieron arder a ese perro delante de nuestra puerta por nada.
—Echo en falta al pobre Jim Dae Jung —dijo tristemente el japonés bajo—. Con los pies carbonizados aún en sus botas y su cráneo encogido hasta el tamaño de una naranja…
El australiano sacudió la cabeza.
—No
sabemos
si se incendió en su propio cuarto de baño. Simplemente porque encontramos sus pies allí…
—Hey —dijo el japonés más alto, señalando.
Los otros dos se levantaron ansiosamente, esperando otro helicóptero. Pero estaba ocurriendo algo en el cielo. Contra el plomizo fondo de nubes: franjas de vapor color sangre. Como el arañar de unas garras en una oscura piel.
El viento del monzón empezó a distorsionarlas rápidamente. Símbolos en humo rojo, garabateados contra el cielo. Letras, números…
3 A 3…
—Escritura en el cielo —dijo el japonés alto—. O quizás esté hecho de cristal. —Por aquel entonces, todo el mundo en el tejado estaba mirando, señalando y protegiéndose los ojos.
3 A 3 _O\ A…
—Es un código —dijo el australiano—. Deben ser los tipos vudú.
El viento había deshilachado ya las primeras letras, pero había más.
…A CA DO…
—Tres a tres blanco guión bajo o barra invertida blanco a guión a ce a blanco ce invertida o… —repitió lentamente el australiano—. ¿Qué demonios quiere decir esto?