Más aullidos de sirenas, y otros tres coches patrulla de refuerzo aparecieron en la intersección. Se detuvieron con frenazos y derrapajes bruscos frente al destrozado compañero. Los chicos aún corrían alejándose de su acción, agazapados, aferrando la munición inmovilizadora robada y latas para pintadas. Algunos llevaban gafas de nadador de caucho, que les daban una apariencia extrañamente estrábica, tutorial. Sus mascarillas quirúrgicas parecían ayudar contra el gas lacrimógeno.
Las portezuelas se abrieron y los policías se desplegaron, armados con equipo completo antidisturbios: cascos blancos, mascarillas faciales de perspex, pistolas inmovilizadoras y porras eléctricas. Los chicos buscaron refugio en los edificios adyacentes. Los policías conferenciaron brevemente y señalaron hacia un portal, listos para la carga.
Hubo un repentino y débil
bump
procedente del destrozado coche patrulla. Los asientos del vehículo eructaron llamas.
Alí chilló algo en malayo y señaló. Media docena de rebeldes habían aparecido a una manzana de distancia de la lucha, arrastrando a un policía inconsciente a través de un agujero en la parte lateral de un almacén. Se habían abierto camino a través de los bloques de cemento con sus machetes.
—¡Tienen
parangs\
—exclamó Alí, con una especie de horrorizado regocijo—. ¡Son como mágicas espadas kung-fu, sí!
A los policías no parecía gustarles en absoluto cargar contra las puertas. No era extraño. Laura podía imaginarlo: lanzarse valientemente hacia delante con las pistolas inmovilizadoras preparadas…, sólo para sentir un repentino dolor y caer de bruces y descubrir que algún pequeño anarquista cara de rata detrás de la puerta le había rebanado limpiamente la pierna a la altura de la rodilla… ¡Oh, Jesús, aquellos jodidos machetes! Eran como malditos
láseres…
¿Qué clase de estúpido bastardo con pensamientos a corto plazo los había inventado?
Sintió frío a medida que crecían las implicaciones… Todo aquel estúpido kung-fu teatral, la idea más estúpida del mundo, aquellos artistas marciales tontos del culo sin tanques ni pistolas, podían resistirse perfectamente a los policías modernos y a los soldados entrenados… No, los PAL, los del Partido Antilaborista, no podían luchar de frente contra la policía, pero habitación tras habitación, con paredes acribilladas de agujeros, podían, tan seguro como el infierno, emboscarlos convenientemente y…
Allí iba a morir gente, se dio cuenta.
Ésa era su intención. Ésa era la intención de Razak.
Iba a morir gente…
Los policías regresaron al interior de sus coches patrulla. Se retiraban. Ninguno salió para gritar o burlarse, y de alguna forma el que no lo hicieran fue aun peor…
Los rebeldes estaban atareados por todas partes. Espectaculares columnas de humo se alzaban a todo lo largo de la línea de muelles. Negras, hediondas, torbellineantes torres, inclinadas como dedos rotos por la brisa monzónica. No habría televisión quizá, ni teléfonos…, pero ahora todo Singapur sabría que se había desatado el infierno. Las señales de humo aún funcionaban. Y su mensaje era obvio.
Abajo en los muelles, detrás del almacén Rizome, tres activistas vaciaron el contenido de un bidón de gasolina sobre una acumulación de neumáticos de camión robados. Se mantuvieron bien apartados y arrojaron un cigarrillo encendido. El montón se incendió con una repentina y sorda explosión, y los neumáticos saltaron como una bandeja de donuts dejada caer. La goma empezó a tostarse y a chasquear y a chisporrotear…
Derveet se secó los ojos.
—Apesta…
—Para mí, definitivamente, es mucho más seguro aquí arriba que abajo en esas calles.
—Podríamos rendirnos a un helicóptero —dijo Suvendra con voz práctica—. Hay espacio aquí arriba en el tejado para que se pose, y si le hacemos señas con una bandera blanca pueden arrestarnos rápidamente.
—¡Muy buena idea, sí!
—Cojamos una sábana, si nos han dejado alguna…
El señor Suvendra y un asociado llamado Bima se lanzaron a una incursión escaleras abajo.
Transcurrieron largos y tensos minutos. Por el momento no había violencia, pero la quietud no ayudaba en absoluto. Sólo les hacía sentirse más paranoicos, más asediados.
Abajo en los muelles de carga, grupos de rebeldes se apiñaban en torno de sus walkie-talkies. Las radios eran juguetes infantiles producidos en masa. Exportación para el Tercer Mundo, que costaba sólo unas pocas monedas. ¿Quién demonios necesitaba walkie-talkies cuando podía llevar un teléfono en su muñeca? Pero el PAL no pensaba así…
—No creo que la policía pueda dominar esto —dijo Laura—. Tendrán que llamar al ejército.
El señor Suvendra y Bima regresaron al fin, con algunas sábanas liadas y unos cuantos paquetes de comida que los saqueadores habían olvidado. Los rebeldes no les habían molestado; apenas parecían haberse dado cuenta de su presencia.
El grupo extendió una sábana sobre el tejado. Arrodillada, Suvendra tomó un rotulador de punta gruesa y dibujó con enormes letras negras la palabra SOS sobre la tela. Rompieron otra sábana para hacer una bandera blanca y brazaletes blancos.
—Tosco, pero eficiente —dijo Suvendra, poniéndose en pie.
—Ahora agitaremos la bandera hacia el primer helicóptero que veamos, sí…
El muchacho que vigilaba el televisor exclamó:
—¡El ejército está en Johore!
Lo dejaron todo y corrieron hacia el televisor.
Los locutores de Johore estaban desconcertados. El ejército de Singapur había lanzado una incursión relámpago contra Johore Bahru. Una columna armada estaba cruzando la ciudad, sin encontrar resistencia…, no era que Maphilindonesia pudiera ofrecer mucha, por el momento. Singapur lo describía como una «acción policial».
—Oh, Dios —dijo Laura—, ¿cómo pueden ser tan jodidamente estúpidos?
—Quieren apoderarse de los depósitos —dijo el señor Suvendra.
—¿Qué?
—Las principales reservas de agua de Singapur están en tierra firme. No se puede defender Singapur sin agua.
—Hicieron eso mismo antes, durante la Konfrontación —dijo la señora Suvendra—. El gobierno de Malaysia se puso muy furioso con Singapur…, intentó cortar el suministro de agua.
—¿Qué ocurrió entonces? —quiso saber Laura.
—Entraron violentamente en Johore y se encaminaron hacia Kuala Lumpur, la capital de Malaysia… El ejército malayo echa a correr, el estúpido gobierno de Malaysia cae…, lo siguiente que sabemos es la nueva Federación Maphilindonesia. El nuevo gobierno federal fue muy amable con Singapur, hasta que éste aceptó volver al interior de sus fronteras.
—Aprendieron a no morder el «Langostino Venenoso» —dijo el señor Suvendra—. El ejército trabaja duro en Singapur.
—Los chinos de Singapur trabajan demasiado duro —dijo Derveet—. Ellos causan todos esos problemas, sí.
—Ahora nosotros también somos enemigos extranjeros —observó Bima desconsoladamente—. ¿Qué vamos a hacer?
Aguardaron un helicóptero de la policía. Hallar alguno no era difícil. En aquellos momentos una docena de ellos recorrían la línea de los muelles, en silencio, oscilando ligeramente, eludiendo las columnas de humo.
El grupo Rizome agitó entusiásticamente su bandera blanca cuando uno de ellos se acercó, con insolente atrevimiento.
El helicóptero flotó sobre ellos, con sus invisibles palas silbando. Un policía asomó su cabeza protegida con un casco y alzó su placa frontal.
Siguieron unos gritos confusos.
—¡No se preocupen, Rizome! —exclamó el policía al fin—. ¡Les rescataremos, no hay problema!
—¿Cuántos de nosotros? —gritó en respuesta Suvendra, sujetándose el sombrero sobre la cabeza.
—¡A todos! ¡Hasta el último!
—¿En un solo helicóptero? —exclamó Suvendra, confusa. El pequeño aparato de la policía podía alojar como máximo a tres pasajeros.
El helicóptero no hizo intento alguno por posarse. Al cabo de unos segundos se alzaba de nuevo y se encaminaba hacia el norte en un suave y decidido arco.
—Podrían apresurarse —dijo Suvendra, mirando hacia el frente del monzón—. ¡El tiempo no va a tardar en ponerse feo!
Recogieron su sábana con el SOS, por si los rebeldes decidían subir y echarles un vistazo. Negociar con el PAL era una posibilidad, pero en su sesión del consejo Rizome había decidido no presionarles. Los rebeldes se habían apoderado ya del almacén Rizome; podían apoderarse con la misma facilidad del personal Rizome. Ya habían secuestrado a dos policías y un miembro del Parlamento. El potencial de rehenes de la situación resultaba obvio.
Transcurrieron otros horribles e inactivos veinte minutos, en medio de un tenso y morboso silencio que no engañaba a nadie. El sol brotó por encima del frente del monzón, y la media mañana tropical brilló sobre la silenciosa ciudad. Tan extraño, pensó Laura: un apagón de gente…
Otro helicóptero, más grande esta vez y con dos rotores gemelos, zumbó sobre la línea de muelles. Giró sobre su eje y flotó momentáneamente sobre una esquina del almacén. Tres hombres vestidos de negro saltaron de las puertas de la bodega al tejado. El helicóptero volvió a remontarse inmediatamente.
Los tres hombres se detuvieron un momento, comprobaron su equipo, y luego avanzaron hacia ellos. Llevaban monos negros, botas negras de combate, cinturones negros de cuero trenzado de los que colgaban pistoleras y bolsas de pertrechos y cargadores de munición. Llevaban metralletas de cañón corto y aspecto antiguo.
—Buenos días a todos —dijo alegremente el jefe. Era un inglés fornido y de rojizo rostro con el pelo muy corto, una nariz venosa y un permanente bronceado tropical.
Parecía tener unos sesenta años, aunque estaba ominosamente bien conservado para esa edad. ¿Fraccionamiento sanguíneo?, pensó Laura.
—…días —dijo alguien arrastradamente.
—Me llamo Hotchkiss. Coronel Hotchkiss. TAE, Tácticas y Armas Especiales. Éstos son el agente Lu y el agente Aw. Estamos aquí para su seguridad, damas y caballeros. Así que no se preocupen, ¿de acuerdo? —Les mostró una hilera de blancos dientes.
Hotchkiss era realmente fornido. Casi dos metros de altura, más de noventa kilos. Brazos como troncos de árbol. Laura casi había olvidado lo grandes que podían ser los caucasianos. Con sus recias botas negras y su pesado y sofisticado equipo, era como algo de otro planeta. Hotchkiss hizo una inclinación de cabeza hacia Laura.
—La he visto a usted en la tele, querida.
—¿Las audiencias?
—Ajá. Yo…
Hubo un repentino bang cuando una puerta metálica de acceso al tejado se abrió de golpe. Una vociferante pandilla de rebeldes entró en tromba, aferrando palos de bambú.
Hotchkiss disparó desde su cadera con la metralleta en dirección a la puerta. Hubo un tableteo sordo que crispó los nervios. Dos rebeldes cayeron hacia atrás despatarrados, violentamente empujados por los impactos. Los otros huyeron chillando, y de pronto todo el mundo estuvo de bruces en el suelo, aferrando la rugosa superficie del tejado presas del terror.
Lu y Aw cerraron la puerta de una patada y lanzaron unos disparos de sus armas inmovilizadoras contra el marco, sellándolo. Luego sacaron delgadas anillas de plástico de sus cinturones y maniataron a los dos caídos y jadeantes rebeldes. Los sentaron.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Hotchkiss a los demás, agitando su recia mano—. Sólo son balas de jalea plástica, ¿ven? Ningún problema, ¿eh?
El grupo Rizome se levantó lentamente. A medida que la verdad se infiltraba en sus mentes, hubo risitas nerviosas y azaradas. Los dos rebeldes, quinceañeros, habían sido golpeados en el pecho, y los proyectiles habían abierto irregulares agujeros en sus camisas de papel. Bajo éstos, sus pieles mostraban manchas purpúreas del tamaño de puños.
Hotchkiss ayudó caballerosamente a Laura a ponerse en pie.
—Las balas de jalea plástica no matan —anunció—. Aunque dejan un picor horrible, ¿sabe?
—¡Usted nos disparó con una metralleta! —gritó hoscamente uno de los rebeldes.
—Cállate, hijo— ofreció amablemente Hotchkiss—. Lu, Aw, esos dos son demasiado pequeños. Échalos fuera, ¿quieres?
—La puerta está asegurada, señor —señaló Lu.
—Usa la cabeza, Lu. Tenéis vuestras cuerdas.
—Sí, señor —dijo Lu, sonriendo. Él y el agente Aw arrastraron a los dos muchachos hasta la parte frontal del tejado. Empezaron a atar a su primer cautivo en una especie de equipo de escalada cromado. De los muelles de carga, tres pisos más abajo, brotaron furiosos gritos.
—Bueno —dijo casualmente Hotchkiss—, parece que los sediciosos han convertido el cuartel general de ustedes en uno de sus nexos de operaciones. —Lu pateó a uno de los cautivos por encima del parapeto y sujetó la cuerda mientras el muchacho se deslizaba impotente hacia abajo.
—Pero no se preocupen —dijo Hotchkiss—. Podemos anularlos allá donde estén.
Suvendra hizo una mueca.
—Vimos cómo demolían su coche patrulla…
—Enviar ese coche fue una idea política —bufó Hotchkiss—. Pero ahora es asunto nuestro.
Laura observó el complejo relófono militar del líder de las TAE.
—¿Qué puede decirnos, coronel? Tenemos hambre de noticias aquí arriba. ¿Está realmente el ejército en Johore?
Hotchkiss le sonrió.
—Esto no es su Texas, querida. El ejército está simplemente al otro lado de la calle…, sólo un pequeño puente que cruzar. Unos pocos minutos de distancia. —Alzó dos dedos, separados un par de centímetros—. Todo miniatura, ¿ve?
Los dos agentes chinos de las TAE sujetaron al segundo rebelde a sus cuerdas. Debajo de ellos, los furiosos rebeldes lanzaban gritos de frustrado abuso. Los ladrillos volaron trazando arcos hacia el tejado.
—Lanzadles unas cuantas ráfagas —dijo Hotchkiss.
Los dos chinos cogieron sus armas y se asomaron al parapeto. Las metralletas ladraron una furiosa ráfaga, escupiendo los casquillos hacia un lado. Debajo de ellos se oyeron gritos de miedo y dolor. Laura los oyó dispersarse. Sintió una oleada de náusea.
Hotchkiss sujetó su codo.
—¿Se siente usted bien?
Tragó dificultosamente saliva.
—En una ocasión vi a un hombre morir por disparos de metralleta.
—Oh, ¿de veras? —dijo Hotchkiss, interesado—. ¿Ha estado usted en África?
—No…
—Parece usted un tanto joven para haber visto auténtica acción… Oh. Granada, ¿eh? —La soltó. Un frenético golpear sacudía la puerta del tejado. Hotchkiss disparó el resto de su cargador contra ella. Un brutal golpetear contra el metal. Arrojó a un lado el cargador vacío y metió un segundo con la expresión casual de un hombre que enciende un cigarrillo con la colilla del anterior.