Los tres grupos piratas estaban siendo chantajeados.
Los chantajistas, fueran quienes fuesen, mostraban un firme dominio de la dinámica de los paraísos de datos. Habían jugado astutamente con las divisiones y rivalidades entre los paraísos; amenazando un banco, luego depositando el dinero de la extorsión en otro. Los paraísos, que de forma natural odiaban la publicidad, habían ocultado los ataques. Eran deliberadamente vagos acerca de la naturaleza de las depredaciones. Temían dar a la publicidad sus debilidades. Resultaba claro, también, que sospechaban los unos de los otros.
Laura nunca había conocido la auténtica naturaleza y extensión de las operaciones de los paraísos, pero permaneció sentada en silencio, escuchando y observando, y aprendió de prisa.
Los piratas falsificaban las videocintas comerciales por centenares de miles, y luego las vendían en los mercados del Tercer Mundo con ineficiente policía. Y sus equipos de saqueadores de software hallaban un mercado propicio para programas despojados de la protección de su copyright. Esta rama de la piratería no era nada nuevo; databa de los primeros días de la industria de la información.
Pero Laura nunca se había dado cuenta de los beneficios que podían obtenerse eludiendo las leyes del mundo desarrollado que protegían la intimidad. Miles de compañías legítimas mantenían dossiers sobre individuos: registros de empleados, historiales médicos, transacciones crediticias. En la economía de la Red, los negocios eran algo imposible sin esa información. En el mundo dentro de la ley, las compañías expurgaban periódicamente esos datos, tal como exigían las leyes.
Pero no todo era expurgado. Resmas de todo ello terminaban en los paraísos de datos, transmitidas a través del soborno de empleados, a través de pinchar las líneas de datos y a través de un declarado espionaje comercial. Compañías legales operaban con secciones especializadas de conocimiento. Pero los paraísos hacían su negocio recogiéndolo todo en alta mar. La memoria era barata, y sus bancos de datos eran enormes, y seguían creciendo.
Y no tenían falta de clientes. Las compañías financieras, por ejemplo, necesitaban evitar los riesgos y perseguir a sus deudores. Las aseguradoras se enfrentaban a problemas similares. Los analistas de mercado perseguían datos precisos sobre individuos. Lo mismo hacían los gestores de fondos de inversión. Las listas de direcciones especializadas hallaban un mercado en alza. Los periodistas pagaban por listas de suscripciones, y una rápida y discreta llamada a un banco de datos podía dragar los dolorosos rumores que el gobierno y las compañías se apresuraban a suprimir.
Las agencias privadas de seguridad se hallaban en su elemento en el mundo particular de los datos. Desde el colapso del aparato de información de la Guerra Fría, había legiones de envejecidos y desmovilizados espías que buscaban una forma de ganarse la vida en el sector privado. Una línea de acceso protegida a los paraísos era un bien inapreciable para un investigador privado.
Incluso los servicios de datos de ordenador mordían el anzuelo.
Los paraísos estaban abriéndose camino hacia el status de Gran Hermano, comprando fragmentos dispersos de información, luego uniéndolos entre sí y vendiéndolos…, como un nuevo y siniestro todo.
Convertían en un negocio el abstraer, condensar, indexar y verificar…, como cualquier otra moderna base de datos comercial. Excepto, por supuesto, que los piratas eran carnívoros. Devoraban otras bases de datos siempre que podían, ignorando despreocupadamente copyrights y limitándose a almacenar todo aquello sobre lo que podían echar mano. Esto no requería una titulación de expertos en artes informáticas. Sólo toneladas de memoria, y una gran osadía.
Al contrario que los contrabandistas a la antigua usanza, los piratas de los paraísos nunca tenían que tocar físicamente su botín. Los datos no tenían sustancia. El EFT Commerzbank, por ejemplo, era una corporación legal en Luxemburgo. Sus centros nerviosos ilegales estaban almacenados a buen recaudo en el Chipre turco. Lo mismo ocurría con los singapurianos; poseían la dignificada pantalla de un domicilio en Bencoolen Street, mientras la maquinaria zumbaba alegremente en Auru, una nación soberana en una isla del Pacífico con una población de 12.000 habitantes. Por su parte, los granadinos simplemente se bronceaban descaradamente en su isla.
Los tres grupos eran también bancos monetarios. Esto resultaba práctico para blanquear los fondos de los clientes, y una fuente a mano para los necesarios sobornos. Desde la invención de la transferencia electrónica de fondos, el dinero en sí se había convertido en otra forma de datos. Sus gobiernos anfitriones no se sentían inclinados a mostrarse melindrosos.
Así, pensaba Laura, los principios básicos de la operación resultaban bastante claros. Pero creaban no solidaridad, sino amargas rivalidades.
Eran intercambiados frecuentemente nombres en los momentos más acalorados. Las ancestrales genealogías de los paraísos los lastraban con una herencia que les ayudaba poco y en ocasiones resultaba embarazosa. Durante los ocasionales estallidos de franqueza, manadas enteras de ballenas de esos enormes y desagradables hechos surgían a la superficie y lanzaban al aire sus chorros, mientras Laura se maravillaba.
El EFT Commerzbank, supo, tenía sus raíces asentadas sobre las antiguas redes de la heroína en el sur de Francia y de la Mano Negra corsa. Tras la Abolición, aquellas operaciones de cloaca fueron modernizadas por los antiguos fantasmones franceses de «La Piscine», la legendaria escuela corsa para saboteadores paramilitares. Esos comandos derechistas, tradicionalmente los elefantes bravíos del espionaje europeo, derivaron de una forma completamente natural a una vida de crimen una vez el gobierno francés cortó los cheques de sus pagas.
Un músculo adicional fue proporcionado por una galaxia menor de grupos de acción derechistas franceses, que abandonaron sus antiguas carreras de poner bombas en los trenes y quemar sinagogas para unirse al juego de los datos. Más aliados llegaron de las familias criminales de la minoría turca europea, hábiles contrabandistas de heroína que mantenían una impía relación con el submundo fascista turco.
Todo esto había ido penetrando en Luxemburgo, donde se le había permitido instalarse y medrar durante veinte años, como una especie de horrible caldo de cultivo. En la actualidad se había formado una especie de costra de respetabilidad, y el EFT Commerzbank estaba haciendo algunos intentos de desprenderse de su pasado.
Los demás se negaban a permitirles que esto les resultara fácil. Bajo las presiones de Winston Stubbs, que recordaba el hecho, monsieur Karageorgiu se vio obligado a admitir que un miembro de los «Lobos Grises» turcos había disparado en una ocasión contra un Papa.
Karageorgiu defendió a los Lobos insistiendo en que la acción había sido simplemente un «negocio». Afirmó que se había tratado de una operación de venganza, una respuesta al escozor producido por el asunto de la corrupción del Banco Ambrosiano. El Ambrosiano, explicó, había sido uno de los primeros auténticos bancos «underground» europeos, antes de que se hubiera asentado el sistema actual. Los estándares eran distintos entonces…, en los desenfrenados días de gloria del terrorismo italiano.
Además, señaló con voz suave Karageorgiu, el pistolero turco sólo había herido al papa Juan Pablo II. De hecho, nada peor que una herida en la rodilla. Al revés que la Mafia siciliana, que se sentía tan irritada ante las fechorías del Banco que había envenenado mortalmente al papa Juan Pablo I.
Laura creía muy poco de aquello —observó que la señora Emerson sonreía tranquilamente para sí misma—, pero resultaba claro que los otros piratas tenían pocas dudas al respecto. La historia encajaba perfectamente en los mitos folclóricos de su empresa. Agitaron sus cabezas con una especie de desconsolada nostalgia. Incluso el señor Shaw pareció vagamente impresionado.
Los antecedentes del Banco Islámico se hallaban mezclados de una forma similar. Los sindicatos de la Tríada eran un factor importante. Además de ser hermandades criminales, las Triadas habían mostrado siempre una inclinación política, desde sus antiguos orígenes como rebeldes anti-Manchú en la China del siglo XVII.
Las Tríadas habían medrado durante los siglos de prostitución, juego y drogas, con ocasionales interrupciones para la revolución, como la de la República China de 1912. Pero sus rangos habían crecido drásticamente después de que la República Popular hubiera absorbido Hong Kong y Taiwan. Muchos capitalistas recalcitrantes habían huido a Malaysia, Arabia Saudita e Irán, donde el dinero del petróleo seguía corriendo rápido y profundo. Allá prosperaron, vendiendo rifles y lanzacohetes de mano a los separatistas kurdos y los mujaidines afganos, cuyas ensangrentadas hectáreas de territorio estaban repletas de adormidera y cannabis. Y las Tríadas aguardaron, con extremada paciencia, a que la nueva dinastía roja se cuarteara.
Según Karageorgiu, las sociedades secretas de la Tríada nunca habían olvidado las Guerras del Opio de la década de 1840, en las que los británicos habían convertido deliberada y cínicamente a la población china en adicta al opio negro. Las Tríadas, alegó, habían promocionado deliberadamente el uso de la heroína en Occidente como un intento de pudrir la moral occidental.
El señor Shaw admitió que tal acción no había sido más que simple justicia, pero rechazó la alegación. Además, señaló, la heroína había perdido ahora el favor de Occidente. La población drogadicta se había reducido con el envejecimiento de la población, y los modernos usuarios eran más sofisticados. Preferían los indetectables productos neuroquímicos a los crudos extractos vegetales. Esos productos neuroquímicos hervían ahora en las cubas de alta tecnología del Caribe.
Esta acusación hirió a Winston Stubbs. El submundo rastafariano nunca había favorecido las «drogas duras». Las sustancias que ellos fabricaban eran sacramentales, como el vino de la comunión, diseñadas para ayudar a la «meditación i-tal».
Karageorgiu se echó a reír ante aquello. Conocía las auténticas fuentes del sindicato granadino, y las recitó con regocijo. Colombianos enloquecidos por la cocaína que recorrían las calles de Miami con camionetas blindadas repletas de kalashnikovs. Degradados roba barcos cubanos llenos de tatuajes carcelarios que matarían por un cigarrillo. Brutos campesinos sureños, estafadores norteamericanos como «Big Bobby» Vesco que se habían especializado en el contrabando en alta mar.
Winston Stubbs escuchó apaciblemente al hombre, intentando eliminar el horror de Laura con escépticos fruncimientos de ceño y pequeñas sacudidas tristes de su cabeza. Pero se encolerizó ante la última observación. El señor Robert Vesco, dijo indignado, había sido en un momento determinado la máxima figura del gobierno de Costa Rica. Y en la legendaria operación de la IOS, Vesco había liberado 60 millones de dólares de fondos de retiro ilegales invertidos por la CIA. Esta acción demostraba que el corazón de Vesco era honrado. No era ninguna vergüenza tenerlo como antepasado. El hombre había sido un ingenuo conquistador.
Al segundo día, las negociaciones se rompieron. Laura se reunió temblorosamente con Debra Emerson en la pasarela que daba al mar para una conferencia privada.
—Bien —dijo alegremente Emerson—. Ciertamente, esto ha despejado el aire.
—Como levantar la tapa de una letrina —gruñó Laura. Una brisa salada sopló del mar, y se estremeció—. No estamos yendo a ninguna parte con estas negociaciones. Es evidente que no tienen la menor intención de reformarse. Apenas nos toleran. Piensan que hacemos trabajo de zapa.
—Oh, yo creo que estamos avanzando estupendamente —dijo Emerson. Desde que se habían iniciado las conversaciones se había relajado a una actitud profundamente profesional. Tanto ella como Laura habían hecho un esfuerzo por ir más allá de sus roles profesionales y establecer el tipo de confianza personal visceral que mantenía a Rizome unida como una compañía postindustrial. Laura se sentía tranquilizada de que Emerson se tomara los principios de la compañía tan en serio.
Era bueno también que el Comité hubiera aceptado tan completamente la necesidad de Laura de saber. Durante un tiempo había temido que intentaran algún tipo de estupidez de seguridad, y que ella hubiera tenido que acudir a la Red de la compañía y quejarse de ello. En su lugar, la habían aceptado en el centro mismo de las negociaciones. Lo cual no estaba mal, era estupendo, para una mujer que oficialmente se hallaba todavía en su infancia. Laura se sentía ahora vagamente culpable por sus primeras suspicacias. Incluso deseaba que Emily Donato no le hubiera dicho nada.
Emerson mordisqueó un praliné y miró al mar.
—Hasta ahora todo ha sido pura escaramuza, sólo las clásicas actitudes machistas. Pero pronto entrarán en materia. El punto crítico son sus chantajistas. Con nuestra ayuda, con un poco de guía, unirán sus fuerzas en autodefensa.
Una gaviota observó lo que comía Emerson. Trazó un amplio arco en el cielo y aleteó alegremente junto a la barandilla de la pasarela, con unos planos ojos amarillos brillantes.
—¿Unir sus fuerzas? —dijo Laura.
—No es tan malo como suena, Laura. Es su pequeña escala y sus rápidos reflejos lo que hace peligrosos los paraísos de datos. Un grupo más grande y centralizado se convertirá en algo burocrático.
—¿Lo crees así?
—Ellos tienen debilidades que nosotros no —dijo Emerson, acomodándose profundamente en su silla reclinable. Rompió un trozo de su praliné y estudió la flotante ave—. La principal debilidad de los grupos criminales es su innata falta de confianza. Por eso tantos de ellos confían en los lazos de sangre familiares. En especial las familias de minorías oprimidas…, una doble razón para la lealtad del grupo contra el mundo exterior. Pero una organización que no puede confiar en la libre lealtad de sus miembros se ve obligada a confiar en el
gesellschaft.
En los métodos industriales.
Sonrió mientras alzaba la mano.
—Y eso significa libros de reglas, leyes, rígidas jerarquías formales. La violencia no es el punto fuerte de Rizome, Laura, pero comprendemos las estructuras directivas. Las burocracias centralizadas protegen siempre el
status quo.
No innovan. Y es precisamente la innovación la auténtica amenaza. No es tan malo que nos causen algunos arañazos. —Arrojó el trozo de dulce, y la gaviota lo atrapó al vuelo—. El problema surge cuando piensan más que nosotros.