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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (6 page)

BOOK: Islas en la Red
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—El negocio funciona, para un fin de semana —dijo Laura. La multitud estaba compuesta en su mayor parte por houstonianos de mediana edad, liberados por un día de sus madrigueras en sus rascacielos. Docenas de ellos paseaban por la playa, sin rumbo fijo, contemplando el mar, felices de hallar un horizonte libre y despejado.

Su madre siguió presionando.

—Laura, estoy preocupada por vosotros. No quiero gobernar tu vida por ti, si es eso lo que estás pensando. Te las has arreglado muy bien por ti misma, y eso me alegra, de veras. Pero pueden ocurrir cosas, aunque no sean culpa tuya. —Dudó—. Quiero que aprendas por nuestra experiencia…, la mía, la de mi madre. Ninguna de nosotras tuvo suerte…, con nuestros hombres, con nuestros hijos. Y no es porque no lo intentáramos.

La paciencia de Laura se estaba erosionando. La experiencia de su madre…, eso era algo que había atormentado a Laura cada día de su vida. Pero el que su madre lo mencionara ahora —como si fuera algo que podía haber huido de la mente de su hija— chocó a Laura como algo burdo y desagradable.

—No es suficiente con intentarlo, madre. Tienes que planear por anticipado. Eso es algo en lo que tu generación nunca fue demasiado buena. —Hizo un gesto hacia la ventanilla—. ¿No ves ahí fuera?

El transporte había alcanzado el extremo sur del rompeolas de Galveston. Estaban cruzando un suburbio, en su tiempo un paraíso fuera de la ciudad con céspedes siempre verdes y un campo de golf. Ahora era un barrio periférico, con casas subdivididas convertidas en bares y tiendas de comestibles.

—La gente que construyó este suburbio sabía que la gasolina se estaba agotando —dijo Laura—. Pero no lo planificaron. Lo construyeron todo en torno de sus preciosos coches, aunque sabían que estaban convirtiendo los centros de las ciudades en guetos. Ahora los coches han desaparecido, y todo el mundo con dinero se ha precipitado de vuelta al centro. De modo que los pobres han sido empujados ahí fuera de nuevo. Sólo que no pueden permitirse pagar las facturas del agua, y así sus céspedes están llenos de matojos. Y no pueden permitirse el aire acondicionado, así que sudan en medio del calor. Nadie tuvo nunca ni siquiera el buen sentido de construir porches. ¡Pese a que todas las casas construidas en Texas a lo largo de doscientos años han tenido porches!

Su madre miró obedientemente por la ventanilla. Era mediodía, y las ventanas estaban abiertas a causa del calor. Dentro, los desempleados sudaban ante sus televisores comprados con los subsidios. Los pobres vivían con poco dinero estos días. El escop de bajo grado, recién salido de las cubas y seco como la harina de maíz, costaba sólo unos cuantos centavos el kilo. Todo el mundo en el gueto de los suburbios comía escop, proteína unicelular. La comida nacional del Tercer Mundo.

—Pero si eso es lo que estoy intentando decirte, querida —murmuró su madre—. Las cosas cambian. Tú no puedes controlarlo. Y la mala suerte llega.

—Madre —respondió Laura con voz tensa—, la gente que construyó esas insensatas casas no creció aquí. Fueron construidas para conseguir un beneficio rápido, sin el menor sentido del largo plazo. Conozco esos lugares. He ayudado a David a derribarlos. ¡Míralos!

Su madre pareció apenada.

—No lo comprendo. Son casas baratas donde vive la gente pobre. Al menos tienen un techo bajo el que meterse, ¿no?

—¡Madre, son devoradoras de energía! ¡Están hechas de puros listones y placas y mucho oropel barato!

Su madre agitó la cabeza.

—No soy la esposa de un arquitecto, querida. Puedo ver que estos lugares te trastornan, pero hablas como si fuera culpa mía.

El transporte giró hacia el oeste por la calle 83, camino del aeropuerto. La niña se había dormido contra su pecho; Laura la abrazó fuertemente, deprimida y furiosa.

No sabía cómo hacerle entender a su madre todo aquello sin ser demasiado dura. Si pudiera decir: Madre, tu matrimonio fue como una de esas casas baratas; lo gastaste y luego te mudaste… Arrojaste a mi padre fuera de tu vida como el coche del año pasado, y me entregaste a la abuela para que me criara, como una planta de casa que ya no encajaba con tu decoración… Pero no
podía
decirle eso. No podía obligarse a pronunciar aquellas palabras.

Una sombra pasó baja por encima de sus cabezas, en silencio. Un Boeing de pasajeros, un intercontinental, con su cola marcada con el rojo y el azul de la Aero Cubana. Le recordó a Laura un albatros, con enormes, inclinadas y afiladas alas y un cuerpo largo y estrecho. Sus motores zumbaron.

La visión de los aviones siempre elevaba nostálgicamente los ánimos de Laura. Había pasado mucho tiempo en aeropuertos cuando era niña, en los tiempos felices antes de que su vida como hija de un diplomático se hiciera pedazos. El avión descendió suavemente, con precisión computerizada, con sus alas expeliendo amarillentas películas de frenado. Diseño moderno, pensó orgullosamente Laura, observándolo. Las delgadas alas cerámicas del Boeing parecían frágiles. Pero podrían haber cortado cualquiera de aquellas casas como una navaja cortaría un trozo de queso.

Entraron en el aeropuerto a través de la puerta abierta en la verja de tela de plástico roja reforzada con cadena. Fuera de la terminal, los transportes formaban cola en el aparcamiento para taxis.

Laura ayudó a su madre a descargar las maletas a una carretilla para equipajes que aguardaba. La terminal había sido construida en un estilo barroco orgánico primitivo, con paredes aisladas como las de una fortaleza y dobles puertas deslizantes. Dentro se estaba benditamente fresco, con un fuerte olor a limpiasuelos. Una serie de pantallas planas colgaban del techo, indicando llegadas y partidas. La carretilla con su equipaje se pegó a sus talones.

No había mucha gente. El Campo Scholes no era un aeropuerto importante, dijera lo que dijese la ciudad. El Concejo de la Ciudad lo había ampliado después del huracán, en un desesperado intento por impulsar la moral cívica de Galveston. Una gran cantidad de contribuyentes se habían apresurado a usarlo para abandonar Galveston para siempre.

Embarcaron el equipaje de su madre. Laura observó mientras su madre charlaba con el encargado de los billetes. De nuevo era la mujer que recordaba Laura: pulida y fría e inmaculada, encerrada en su concha diplomática de teflón. Margaret Day: una mujer aún atractiva a los sesenta y dos años. La gente duraba eternamente estos días. Con un poco de suerte, su madre podría vivir otros cuarenta años.

Caminaron juntas hacia la sala de embarque.

—Déjame cogerla una vez más —dijo su madre. Laura le pasó la niña. Su madre llevó a Loretta como si fuera un saco de esmeraldas—. Si he dicho algo que te ha trastornado, espero que me perdones, ¿quieres? No soy tan joven como era, y hay cosas que no comprendo.

Su voz era tranquila, pero su rostro tembló por un momento, con una extraña y desnuda expresión de súplica. Por primera vez Laura se dio cuenta de lo mucho que le había costado a su madre pasar por todo aquello…, lo cruelmente que se había humillado. Laura sintió un repentino estremecimiento de simpatía, como si se hubiera encontrado a algún desconocido herido en su puerta.

—No, no —murmuró, sin dejar de andar—. Todo está bien.

—Vosotros la gente moderna, tú y David —dijo su madre—. En cierto sentido nos parecéis muy inocentes, oh, decadentes premilenios. —Sonrió con una leve ironía—. Tan libres de dudas.

Laura pensó en aquello mientras entraban en la sala de embarque. Por primera vez captó una turbia intuición del punto de vista de su madre. Se quedó de pie junto a la silla de su madre, fuera del alcance de los oídos de los demás pasajeros para Dallas dispersos por la sala.

—Parecemos dogmáticos. Presuntuosos. ¿Es eso?

—Oh no —dijo su madre apresuradamente—. No es eso en absoluto lo que quiero decir.

Laura inspiró profundamente.

—No vivimos bajo el terror, madre. Ésa es la auténtica diferencia. Nadie apunta con sus misiles a mi generación. Es por eso por lo que pensamos en el futuro, a largo plazo. Porque sabemos que lo tendremos. —Laura abrió las manos—. Y no nos ganamos ese lujo. El lujo de parecer presuntuosos. Vosotros nos lo proporcionasteis. —Laura se relajó un poco, sintiéndose virtuosa.

—Bueno… —Su madre luchó por hallar las palabras adecuadas—. Es algo así, pero… El mundo en que vosotros crecisteis…, cada año es más tranquilo y controlado. Como si hubierais arrojado una red sobre los Hados. Pero, Laura, no lo habéis hecho, no realmente. Y estoy preocupada por vosotros.

Laura se sorprendió. Nunca había sabido que su madre fuera tan morbosamente fatalista. Parecía una actitud extrañamente pasada de moda. Y estaba sería también…, como dispuesta a clavar herraduras o contar cuentas de rosario. Y las cosas habían estado yendo de una forma más bien extraña últimamente… Pese a sí misma, Laura sintió que la cruzaba un ligero repeluzno de supersticioso miedo.

Agitó la cabeza.

—Está bien, madre. David y yo…, sabemos que podemos contar contigo.

—Eso es todo lo que pedía. —Su madre sonrió—. David estuvo maravilloso…, transmítele mi amor. —Los demás pasajeros se levantaron, con maletines y neceseres. Su madre besó a la niña, luego se puso en pie y se la tendió. El rostro de Loretta se ensombreció y pareció prepararse para echarse a llorar.

—Oh-oh —dijo Laura alegremente. Aceptó un rápido y torpe abrazo de su madre—. Adiós.

—Llámame.

—De acuerdo. —Acunando a Loretta para tranquilizarla, Laura observó a su madre marcharse, fundirse con la multitud en la rampa de salida. Una desconocida entre las demás. Es irónico, pensó Laura. Había estado aguardando aquel momento desde hacía siete días y, ahora que lo tenía allí, dolía. Un poco. De alguna manera.

Laura miró su relófono. Tenía una hora por delante antes de que llegaran los granadinos. Se dirigió a la cafetería. La gente las miraba, a ella y a la niña. En un mundo tan atestado de viejos, los niños pequeños eran una novedad. Incluso los desconocidos absolutos se volvían sensibleros, haciendo gestos con sus caras y agitando ligeramente los dedos.

Laura se sentó y bebió el asqueroso café del aeropuerto, mientras dejaba que la tensión fluyera de ella. Se alegraba de que su madre se hubiera ido. Podía notar que fragmentos reprimidos de su personalidad se alzaban lentamente para volver a situarse en su lugar. Como las placas continentales alzándose después de una era glacial.

Una mujer joven dos mesas más allá se interesaba en la niña. Sus ojos brillaban y no dejaba de hacerle carantoñas a Loretta, con sonrisas de oreja a oreja. Laura la observó, pensativa. Algo en las amplias mejillas y el rostro pecoso de la mujer la calificaron a los ojos de Laura como quintaesencialmente texana. Una especie de expresión tosca de blanco pobre, pensó Laura; un legado genético de alguna mujer de ojos endurecidos vestida con ropas de algodón, el tipo que cabalgaba con la escopeta preparada por la región comanche y había tenido seis hijos sin anestesia. Se apreciaba incluso a través del llamativo maquillaje de la mujer: lápiz de labios a la cera rojo sangre, ojos espectacularmente perfilados, el pelo suelto en melena… Laura se dio cuenta con un sobresalto de que la mujer era una prostituta de la Iglesia de Ishtar.

El vuelo de los granadinos fue anunciado, una conexión desde Miami. La prostituta de la Iglesia se levantó de un salto, con un enrojecimiento de excitación en su rostro. Laura la siguió. La mujer avanzó a toda prisa hacia la sala de llegadas.

Laura se reunió con ella mientras el avión se vaciaba. Catalogó a los pasajeros a la primera mirada, buscando a sus huéspedes. Una familia de langostineros vietnamitas. Una docena de andrajosos pero optimistas cubanos con bolsas comerciales. Un grupo de serios y pulcramente vestidos universitarios negros con suéters de su fraternidad. Tres alborotadores de una plataforma petrolífera de alta mar. Viejos arrugados con sombreros de cowboy y recias botas.

De pronto la mujer de Ishtar se acercó y se dirigió a ella.

—Es usted de Rizzome, ¿verdad?

—Rizome —corrigió Laura.

—Sí, bueno. ¿Está esperando a Sticky y al viejo? —Sus ojos chispearon. Aquello proporcionó a su rostro una extraña vivacidad—. ¿Habló con usted la reverenda Morgan?

—He conocido a la reverenda —dijo Laura cautelosamente. No sabía nada de alguien llamado Sticky.

La mujer sonrió.

—Su niña es linda… ¡Oh, mire, ahí están! —Alzó un brazo por encima de su cabeza y lo agitó excitadamente, dejando que el profundo escote de su blusa mostrara asomos de un sujetador rojo—. ¡Yu-júúú! ¡Sticky!

Un rastafari pasado de moda con el pelo peinado con multitud de trenzas se abrió camino por entre la multitud. El viejo llevaba una dashiki de manga larga de tela sintética barata sobre unos pantalones holgados de cordoncillo y sandalias.

El joven compañero del rastafari llevaba una cazadora con capucha de nilón, gafas de sol y tejanos. La mujer avanzó corriendo y lo abrazó.

—¡Sticky! —El joven, con una repentina energía, alzó a la mujer del suelo y le hizo dar media vuelta en el aire. Su rostro moreno y apacible era inexpresivo detrás de sus gafas.

—¿Laura? —Una mujer apareció silenciosamente al lado de Laura. Era uno de los coordinadores de seguridad Rizome, Debra Emerson. Emerson era una mujer anglo de expresión triste de unos sesenta años, de acusados rasgos delicados y cabello muy fino. Laura había hablado a menudo con ella por la Red, y se habían encontrado personalmente una vez en Atlanta.

Intercambiaron un breve abrazo formal y besos en las mejillas, al habitual estilo Rizome.

—¿Dónde están los banqueros? —preguntó Laura.

Emerson señaló con la cabeza al rastafari y su compañero. El corazón de Laura se hundió.

—¿Son ellos?

—Esos banqueros de alta mar no siguen nuestros estándares —dijo Emerson, sin quitarles los ojos de encima.

—¿Se da cuenta de lo que es esa mujer? —indicó Laura—. ¿El grupo al que pertenece?

—La Iglesia de Ishtar —dijo Emerson. No parecía muy feliz. Alzó la vista hacia el rostro de Laura—. No le hemos dicho todavía a usted todo lo que debe saber, por razones de discreción. Pero sé que no es una persona ingenua. Posee buenas conexiones dentro de la Red, Laura. Debe de saber cómo son las cosas en Granada.

—Sé que Granada es un paraíso de datos —dijo cautelosamente Laura. No estaba segura de hasta dónde podía llegar.

Debra Emerson había sido en su tiempo un hurón de la CIA, en la época en que aún existía una CIA y sus hurones todavía estaban de moda. Hoy en día el trabajo de seguridad había perdido todo su encanto. Emerson tenía el aspecto de alguien que había sufrido en silencio, una especie de translucidez en torno de sus ojos. Le sentaban bien las faldas de pana gris y las blusas de manga larga en tonos beiges y tostados suaves.

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