Islas en la Red (2 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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Ella lo miró también.

—Tropecé con algo dejado en la playa por el huracán. Enterrado en la arena. De hecho, una videograbadora. —Loretta se despertó, y su pequeño rostro se frunció en un enorme y desdentado bostezo.

—¿De veras? Debía llevar ahí desde el grande del 02. ¡Veinte años! Cristo, puedes coger el tétanos. —Le tendió la niña y fue en busca del botiquín de primeros auxilios del cuarto de baño. En el camino de vuelta pulsó un botón de la consola. Una de las pantallas planas en la pared parpadeó y cobró vida.

David se sentó en el suelo con flexible gracia y apoyó el pie de Laura sobre sus rodillas. Desató los cordones de su zapatilla y contempló la lectura de su contador.

—Has hecho un maldito tiempo, muchacha. Debes de haber estado cojeando.

Le quitó el calcetín. Laura sujetó a la agitada niña contra su hombro y contempló la pantalla para distraerse mientras David curaba su rasgada piel.

La pantalla mostraba el juego del Worldrun de David…, una simulación global. El Worldrun había sido inventado como una herramienta de previsión para las agencias de desarrollo, pero una versión más sofisticada había hallado su camino hasta el público en general. David, que era propenso a repentinos entusiasmos, llevaba días jugando a él.

Largas franjas de la superficie de la Tierra eran mostradas en una simulación desde un satélite. Las ciudades brillaban verdes de salud o rojas con alteraciones sociales. Crípticos mensajes recorrían el fondo de la pantalla. África era un auténtico lío.

—Siempre es África, ¿no? —murmuró Laura.

—Sí. —David volvió a tapar el tubo de gel antiséptico—. Parece como la quemadura de una cuerda. No ha sangrado mucho. Pronto se formará costra.

—No es nada. —Se puso en pie, sujetando a Loretta y disimulando el dolor en beneficio de él. La carne viva pareció desaparecer poco a poco a medida que absorbía el gel. Sonrió—. Necesito una ducha.

El relófono de David sonó. Era la madre de Laura, que llamaba desde su habitación del Albergue, abajo.

—¡Gomen nasai,
todos! ¿Qué os parece ayudar a la abuela a dar cuenta del desayuno?

David pareció divertido.

—Bajo en un minuto, Margaret. No coma nada que lleve todavía puesta la piel. —Subieron a su dormitorio.

Laura le dio la niña a David y se metió en el cuarto de baño, que se cerró tras ella.

Laura no podía comprender por qué a David le gustaba tanto su madre. Había insistido en el derecho que tenía de ver a su nieta, pese a que Laura no había visto a su madre cara a cara desde hacía años. David parecía sentir un ingenuo placer en la presencia de su suegra, como si una visita de una semana pudiera eliminar años de no expresado resentimiento.

Para David, los lazos familiares parecían algo natural y sólido, de la forma en que deberían ser todas las cosas. Sus propios padres idolatraban a la niña. Pero los padres de Laura se habían separado cuando ésta tenía nueve años, y ella había sido criada por su abuela. Laura sabía que la familia era un lujo, una planta de ático.

Se metió en la bañera, y la cortina se cerró. El agua calentada por el sol lavó la tensión que había en ella; apartó de su mente los problemas familiares. Salió y se secó el pelo bajo el chorro de aire; cayó de nuevo en su lugar…, llevaba un corte sencillo, corto, con mechas más claras. Luego se miró en el espejo.

A los tres meses, la flaccidez posnatal había sucumbido a su campaña de correr. Los interminables días de su embarazo eran un recuerdo que se desvanecía, aunque la imagen de su cuerpo hinchado aún se asomaba a veces en sus sueños. Había sido feliz la mayor parte del tiempo, pesada y quejicosa, pero resistiendo a base de hormonas maternas. Le había dado a David algunos malos momentos.

—Los típicos cambios de humor —había dicho él, sonriendo con esa fatua tolerancia masculina.

Durante las últimas semanas ambos se habían mostrado nerviosos e inquietos, como los animales de una granja antes de un terremoto. Para intentar superarlo, habían hablado de trivialidades. El embarazo era una de esas situaciones arquetípicas que parecían desarrollar clichés.

Pero había sido la decisión correcta. Había sido el momento correcto. Ahora tenían el hogar que ellos habían construido y el hijo que habían deseado. Cosas especiales, cosas raras, tesoros.

Había devuelto su madre a su vida, pero eso podía tolerarse. Las cosas eran básicamente sanas, ellos eran felices. Nada locamente extático, pensó Laura, pero sí una sólida felicidad, del tipo que ella creía que se habían merecido.

Laura fue apartando ligeramente el pelo mientras se contemplaba en el espejo. Esas ligeras hebras grises…, no había tantas antes de la niña. Ahora tenía treinta y dos años, llevaba ocho casada. Tocó las ligeras arrugas en las comisuras de sus ojos al tiempo que pensaba en el rostro de su madre. Tenían los mismos ojos: grandes, azules con un destello de verde amarillento. «Ojos de coyote», los había llamado su abuela. Laura había heredado de su padre, ya muerto, la larga y recta nariz y la amplia boca, con un labio superior un poco corto. Sus dientes delanteros eran demasiado grandes y cuadrados.

Genética, pensó Laura. La transmites a la siguiente generación. Luego se relaja y empieza a desmoronarse en ti. Lo hace quieras o no. Simplemente tienes que pagar un poco extra por el derecho a usar el copyright.

Se perfiló los ojos, se dio un toque de lápiz de labios y rojo vídeo. Se puso unas medias, una falda hasta la rodilla, una blusa de manga larga de seda china estampada y una chaqueta de calle azul oscuro. Prendió una aguja con el logo de Rizome en la solapa de la chaqueta.

Se reunió con David y su madre en el comedor del Albergue. Los canadienses, su último día allí, estaban jugando con la niña. La madre de Laura tomaba un desayuno nipón, pequeños pastelillos de arroz prensado y diminutos pescaditos de ojos saltones que olían como queroseno. David, por su parte, se había quedado con lo habitual: comida sintética hábilmente camuflada como natural. Esponjosos huevos revueltos de imitación, tocino de soja, panqueques de pasta hecha de denso y amarillo escop.

David era un acérrimo partidario de la comida sana, un gran devoto de los alimentos no naturales. Después de ocho años de matrimonio, Laura estaba acostumbrada a ello. Al menos, la técnica estaba mejorando. Incluso el escop, una proteína unicelular, era mejor estos días. Su sabor era correcto, si uno podía olvidar la imagen de las cubas de proteína atestadas de hormigueantes bacterias donde se elaboraba.

David se había puesto su mono. Hoy iba a ir a derribar casas. Había preparado su pesada caja de herramientas y el viejo casco petrolífero de su abuelo. La perspectiva de hurgar en las casas —un trabajo muscular sucio y pesado— siempre llenaba a David de un entusiasmo infantil. Arrastraba las palabras más de lo habitual, y puso salsa picante a los huevos, dos signos infalibles de su buen humor.

La madre de Laura, Margaret Alice Day Garfield Nakamura Simpson, llevaba un traje original de Tokio en crepé de china, con un cinturón del mismo material atado en un nudo y con los extremos colgando. Llevaba el sombrero para el sol de paja trenzada, del tamaño de una rueda de bicicleta, atado al cuello. Se hacía llamar Margaret Day, puesto que recientemente se había divorciado de Simpson, un hombre al que Laura apenas conocía.

—Esto ya no es el Galveston que yo recuerdo —dijo la madre de Laura.

David asintió.

—¿Sabe lo que yo echo a faltar? Echo a faltar las ruinas. Quiero decir, yo tenía diez años cuando golpeó el gran desastre. Crecí en las ruinas en la parte de abajo de la isla. Todas esas casas de la playa, derribadas, barridas, arrojadas a un lado como dados… Parecía algo infinito, lleno de sorpresas.

La madre de Laura sonrió.

—¿Es por eso por lo que te quedaste aquí?

David bebió un poco de su zumo del desayuno, procedente de una mezcla de polvos y cuyo color no se hallaba en la naturaleza.

—Bueno, después del 02, todo el mundo con algo de buen sentido se fue. Quedó mucho más sitio para nosotros, los reacios. Nosotros, los NElI, los Nacidos En La Isla, somos una raza extraña. —Sonrió tímidamente—. Para vivir aquí, uno ha de poseer una especie de estúpido amor hacia la mala suerte. Isla Malhaldo, ése fue el primer nombre de Galveston, ¿sabe? Isla de la Mala Suerte.

—¿Por qué? —dijo cortésmente la madre de Laura. Le estaba siguiendo la corriente.

—Cabeza de Vaca la llamó así. Su galeón naufragó aquí en 1528. Estuvo a punto de ser devorado por caníbales. Los indios karankawa.

—¿Oh? Bueno, los indios debían de tener algún nombre para el lugar.

—Nadie lo sabe —dijo David—. Fueron barridos todos por la viruela. Auténticos galvestonianos, supongo…, mala suerte. —Pensó en ello—. Una tribu muy extraña, los karankawa. Acostumbraban embadurnar sus cuerpos con grasa rancia de cocodrilo…, eran famosos por su olor.

—Nunca he oído hablar de ellos —dijo Margaret Day.

—Eran muy primitivos —explicó David, mientras pinchaba con el tenedor otro panqueque de escop—. ¡Comían inmundicias! Enterraban a un ciervo recién muerto durante tres o cuatro días, hasta que se ablandaba lo suficiente, y entonces…,

—¡David! —dijo Laura.

—Oh —murmuró David—. Lo siento. —Cambió de tema—. Debería venir con nosotros hoy, Margaret. Rizome tiene un pequeño buen negocio colateral con el gobierno de la ciudad. Ellos condenan, nosotros rascamos, y es enormemente divertido. Quiero decir, no es dinero serio, no según los estándares
zaibatsu,
pero hay mucho más en la vida que la línea de fondo.

—«Ciudad Alegre» —dijo la madre de Laura.

—Veo que has estado escuchando a nuestro nuevo alcalde —observó Laura.

—¿No os preocupáis por la gente que está viniendo a Galveston estos días? —preguntó de pronto la madre de Laura.

—¿Qué quieres decir? —quiso saber Laura.

—He estado leyendo acerca de este alcalde vuestro. Es un personaje más bien extraño, ¿no? Un ex barman con una gran barba blanca que lleva camisas hawaianas a la oficina. Parece estar saliéndose de su camino para atraer…, ¿cuál es la palabra?, los elementos marginales.

—Bueno, ésta ya no es una auténtica ciudad, ¿no? —dijo David—. Ya no hay industria. El algodón ha desaparecido, el comercio naval ha desaparecido, el petróleo desapareció hace mucho tiempo. Casi todo lo que nos queda es venderles cuentas de cristal a los turistas. ¿Correcto? Y un poco, hum, de exotismo social es bueno para el turismo. Cabe esperar que una ciudad turística sea llevada de una forma un poco rápida y suelta.

—¿Así que te gusta el alcalde? Tengo entendido que Rizome respaldó su campaña. ¿Significa eso que tu compañía apoya su política?

—¿Quién pregunta? —exclamó Laura, irritada—. Madre, estás de vacaciones. Deja que la Compañía Marubeni halle sus propias respuestas.

Las dos mujeres se miraron por un momento.

—Aisumasen
—dijo finalmente su madre—. Lo siento mucho si ha parecido que estaba curioseando. He pasado demasiado tiempo en el Departamento de Estado. Todavía sigo teniendo los reflejos. Ahora que estoy en lo que ellos llaman entre risas la empresa privada —depositó sus palillos cruzados sobre su plato y alargó la mano para coger su sombrero—, he decidido alquilar un bote de vela hoy. Dicen que hay una central mar adentro…, algo a lo que llaman CEPO, o algo así.

—CETO —corrigió David con aire ausente—. La central de energía. Sí, es una bonita excursión.

—Entonces nos veremos para la cena. Sed buenos los dos.

Cuatro canadienses más aparecieron para desayunar, bostezando. Margaret Day se filtró entre ellos y abandonó el comedor.

—Parece como si le hubieras pisado los dedos de los pies —dijo suavemente David—. ¿Qué hay de malo con Marubeni? Una decrépita compañía comercial nipona. ¿Crees que enviaron a la abuela de Loretta para robarnos nuestros microchips o algo así?

—Es una huésped de Rizome —dijo Laura—. No me gusta que critique a nuestra gente.

—Se marcha mañana —dijo David—. Deberías ser un poco más amable con ella. —Se puso en pie y tomó su caja de herramientas.

—De acuerdo, lo siento —dijo Laura. No había tiempo para discutir aquello en estos momentos. Había que trabajar.

Saludó a los canadienses y cogió a la niña. Formaban parte de un ala de producción de una subsidiaria de Rizome en Toronto, de vacaciones como recompensa por un incremento en la producción. Eran testarudos pero alegres.

Entró otro par de huéspedes: el señor y la señora Kurosawa, de Brasil. Eran brasileños de cuarta generación, que trabajaban en Rizome-Unitrika, una rama textil de la firma. No hablaban inglés, y su japonés era sorprendentemente malo, lastrado con palabras portuguesas y mucho agitar de brazos latino. Felicitaron a Laura por la comida. Era su último día también.

Entonces llegaron los problemas. Aparecieron los europeos. Eran tres, y no eran gente Rizome, sino banqueros de Luxemburgo. Había una conferencia de banqueros allí al día siguiente, un acontecimiento importante en todos los aspectos. Los europeos habían llegado un día antes de lo previsto. Laura lo lamentaba.

Los luxemburgueses se sentaron malhumorados para desayunar. Su líder y jefe negociador era un tal monsieur Karageorgiu, un hombre de unos cincuenta años y piel atezada, con unos ojos verdosos y un pelo cuidadosamente ondulado. El nombre lo señalaba como un turco europeizado; sus abuelos habían sido probablemente «trabajadores invitados» en Alemania o el Benelux. Karageorgiu llevaba un traje color crema de lino italiano exquisitamente cortado.

Sus pulidos, inmaculados y perfectos zapatos eran como objetos de arte, pensó Laura. Eran el súmmum de la perfección, como el motor de un Mercedes. Casi dolía verle caminar con ellos. Nadie en Rizome se hubiera atrevido a llevarlos; las burlas hubieran sido despiadadas. Le recordaban a Laura los diplomáticos que había visto cuando niña, un perdido estándar de estudiada elegancia.

Llevaba consigo un par de nunca sonrientes compañeros con trajes negros: ejecutivos menores, o así afirmaba él. Era difícil decir sus orígenes; los europeos se parecían cada vez más y más entre sí estos días. Uno tenía una vaga apariencia de la Cóte d'Azur, quizá francés o corso; el otro era rubio. Su aspecto era alarmantemente fornido y eficiente. Elaborados relófonos suizos asomaban de sus mangas.

Empezaron a quejarse. No les gustaba la calefacción. Sus habitaciones olían y el agua sabía a sal. Hallaban los cuartos de baño peculiares. Laura prometió ocuparse de la bomba de la calefacción y pedir más Perrier.

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