Islas en la Red (19 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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Blaize sonrió un poco, con los ojos entrecerrados, como un Buda con muchas trenzas.

—Sin la disciplina del Movimiento —retumbó blandamente—, nuestro dinero fluiría de vuelta, como el agua colina abajo…, de la periferia del Tercer Mundo hasta los centros de la Red. Su «mercado libre» nos engaña; ¡en realidad es un mercado de esclavos en Babilonia! Babilonia se llevaría a nuestra mejor gente también…, iría allá donde los teléfonos funcionan, donde las calles están pavimentadas. Desean la infraestructura, donde la Red está tejida más densa y es más fácil prosperar. Es un círculo vicioso, que hace sufrir al Tercer Mundo.

—¡Pero hoy la aventura está aquí! —interrumpió Andrei, inclinándose hacia delante—. ¡No más fronteras en sus Estados Unidos, David, amigo mío! Hoy todos los abogados y burócratas y «declaraciones de impacto social»…

Rió quedamente y depositó con un golpe su tenedor sobre la mesa.

—¡Una prisión de recias paredes de papeleo para aplastar la vida y las esperanzas de los modernos pioneros! Un crimen tan horrible como el viejo Muro de Berlín, David. Sólo que más inteligente, con mejores relaciones públicas. —Miró a Laura de reojo—. Científicos e ingenieros, y arquitectos también, sí…, todos somos hermanos. David, ¿quién realiza el auténtico trabajo del mundo…, dónde está nuestra libertad? ¿Dónde, eh?

Andrei hizo una pausa y agitó la cabeza para echar hacia atrás un mechón suelto de rubio cabello. De pronto adoptó la dramática expresión de un orador en plena tribuna, un hombre extrayendo su inspiración de los profundos pozos de la sinceridad.

—¡No tenemos libertad! No podemos seguir nuestros sueños, nuestras visiones. ¡Los gobiernos y las corporaciones han roto todos nuestros vínculos! Para ellos no somos más que pasta dentífrica de colores, papel higiénico más suave, televisores más grandes para asombrar a las masas. —Pareció cortar el aire con las manos—. ¡Hoy es un mundo de viejos, con valores de viejos! Con blandos y agradables acolchados en todas las esquinas puntiagudas, con ambulancias siempre dispuestas. La vida es más que esto, David. ¡La vida tiene que ser más que esto!

Los oficiales del barco habían dejado de comer para escuchar. Cuando Andrei hizo una pausa, asintieron entre ellos. «Eso es, sí, tiene toda la razón…» Laura los observó intercambiar recias miradas de camaradería machista. El aire parecía tan denso como jarabe con su
gemeineschaft
de tripulantes, reforzada por la línea del Partido. Era algo familiar para Laura, como la buena sensación de comunidad en una reunión de Rizome, pero más fuerte, menos racional. Militante…, y alarmante, porque parecía tan buena. La tentaba.

Permaneció sentada inmóvil, intentando relajarse, para ver a través de sus ojos y sentir y comprender. Andrei estaba radiante ahora, machacando, predicando acerca de las Genuinas Necesidades del Pueblo, el papel social del Técnico Comprometido. Era un revoltijo: Comida, y Libertad, y Trabajo Significativo. Y el Nuevo Hombre y la Nueva Mujer, con sus corazones con el pueblo, con sus ojos en las estrellas… Laura miró a la tripulación. ¿Qué debían estar sintiendo? La mayoría eran jóvenes; la élite comprometida del Movimiento, tomada de las ciudades de aquella pequeña isla soñolienta y llevada hasta un lugar como aquél. Los imaginó corriendo arriba y abajo por las escaleras de las cubiertas de aquel extraño mundo suyo, febrilmente ardorosos, como inquietas ratas de laboratorio. Sellados en una botella y derivando lejos de las leyes y las reglas y los estándares de la Red.

Sí. Tantos cambios, tantas impresiones y novedades; rompían a la gente por dentro. Abrumados por el potencial, ansiaban echar por la borda las reglas y los límites, todas las comprobaciones y equilibrios…, todo ello desacreditado ahora, todo mentiras del antiguo orden. Seguro, pensó Laura. Por eso era que los cuadros de Granada podían cortar los genes como confetti, arrancar datos para los dossiers de su Gran Hermano, y nunca parpadear siquiera. Cuando el Pueblo avanza en una dirección, duele formular preguntas torpes.

Revoluciones. Nuevos Órdenes. Para Laura las palabras tenían el telarañoso sabor del pensamiento del siglo xx. Los movimientos visionarios de masas habían llenado toda la centuria y, allá donde habían estallado, se habían llenado cubos de sangre. Granada podía ser la Rusia de los 1920, la Alemania de los 1940, el Irán de los 1980. Todo lo que se necesitaba era una guerra.

Por supuesto, no sería una gran guerra, no hoy. Pero incluso una pequeña guerra de terror podía convertir las cosas en sépticas en un pequeño lugar como Granada. Sólo las muertes suficientes para elevar el nivel de histeria y convertir a cada disidente en un traidor. Una pequeña guerra, pensó, como la que empezaba a hervir ya…

Andrei se detuvo. David le sonrió, inseguro.

—Puedo ver que ya ha pronunciado usted este discurso antes.

—Es usted escéptico con respecto a las palabras —dijo Andrei, depositando su servilleta sobre la mesa—. He de admitir que es juicioso. Pero podemos mostrarle los hechos y la práctica. —Hizo una pausa—. A menos que desee esperar al postre.

David miró a Laura y a Carlotta.

—Vamos —dijo Laura. Un plato de escop más o menos edulcorado era lo que menos le apetecía en aquellos momentos.

Hicieron una inclinación de cabeza a la tripulación, le dieron educadamente las gracias al capitán, y abandonaron la mesa. Salieron del comedor por otro pasillo y se detuvieron junto a un par de ascensores. Andrei pulsó un botón, y entraron; las puertas se cerraron a sus espaldas.

La estática rugió en la cabeza de Laura.

—¡Jesucristo! —exclamó David, llevándose una mano al auricular—. ¡Acabamos de quedar offline!

Andrei miró una sola vez, escépticamente, por encima del hombro.

—Relájese, ¿sí? Es sólo un momento. No podemos cablearlo todo.

—Oh —dijo David. Miró a Laura. Laura aferró fuertemente el arnés de Loretta mientras el ascensor bajaba. Sí, habían perdido la armadura de la televisión, y allí estaban, indefensos: Andrei y Carlotta podían saltar sobre ellos…, clavarles hipodérmicas anuladoras de la voluntad… Despertarían atados a mesas, con doctores vudú enloquecidos por las drogas injertando pequeñas bombas de tiempo en sus cerebros…

Andrei y Carlotta permanecieron inmóviles e impasibles, con la paciente y bovina expresión de la gente en los ascensores. No ocurrió absolutamente nada.

Las puertas se abrieron. Laura y David se apresuraron a salir al corredor, aferrando sus auriculares. Largos, largos segundos de chasqueante estática. Luego el rápido zumbido en staccato del pulsar de datos. Finalmente, un agudo y ansioso grito en español.

—Estamos bien, estamos bien, sólo ha sido una breve interrupción —dijo Laura a la señora Rodríguez. David la tranquilizó ampliamente en español. Laura se perdió las palabras, pero no el distante tono de la voz: el frenético temor de la vieja mujer, débil y tembloroso. Por supuesto, la buena señora Rodríguez sólo estaba preocupada por ellos; pero, pese a todo, Laura se sintió irritada. Ajustó sus gafas y se envaró tímidamente.

Andrei les aguardaba, soportando estoicamente aquella estupidez, sujetando una puerta lateral. Al otro lado había lo que parecían ser los lavabos de un quirófano, con duchas y fregaderos de acero inoxidable bajo una dura luz azul, y un aire que olía a jabón y ozono. Andrei abrió un armario sellado con caucho. Sus estantes estaban llenos de artículos de limpieza y accesorios quirúrgicos todos de color verde: batas, pantalones, gorros y mascarillas, incluso pequeños chanclos de tela con sus cordones colgando.

—Señora Rodríguez —dijo David, excitado—. Parece que necesitaremos a un biotec Rizome online.

Andrei se situó delante de un fregadero y pulsó un expendedor automático que dejó caer unas gotas de desinfectante rosa. Se enjabonó vigorosamente las manos. A su lado, Carlotta llenó un vaso de papel estéril con agua. Laura vio en su palma una píldora Romance roja que había sacado de su bolso. La tragó con la facilidad de una larga práctica.

Loretta parpadeó en su arnés. No le gustaba la luz de la habitación, o quizá fuera el olor. Lloriqueó rítmicamente, luego empezó a gritar. Sus gritos rebotaron duramente en las paredes y la asustaron a nuevas convulsiones de esfuerzo.

—Oh, Loretta —la riñó suavemente Laura—. Tú que has sido tan buena últimamente. —Acunó su arnés, intentando calmarla; pero Loretta se limitó a ponerse roja como un tomate y a agitar sus gordezuelos bracitos. Laura comprobó su pañal y suspiró—. ¿Puedo cambiarla aquí dentro, Andrei?

Andrei se estaba frotando vigorosamente el cuello; señaló con el codo a una tolva de desechos. Laura rebuscó en la bolsa de la parte de atrás del arnés y desenrolló la almohadilla cambiapañales de su tubo.

—Eso es ingenioso —dijo Carlotta, mirando por encima de su hombro—. Como una cortinilla.

—Sí —dijo Laura—. ¿Ve?, se aprieta este botón del lado, y las pequeñas células-burbuja del almohadillado se hinchan. —Colocó la almohadilla sobre una encimera laminada y puso a Loretta encima. El bebé gemía con un terror existencial.

Su pateante culito estaba abundantemente sucio. Laura se había acostumbrado ya a verlo sin realmente mirarlo. Lo limpió hábilmente con una toallita enjabonada, sin decir palabra.

Carlotta era más melindrosa y apartó la vista hacia el arnés.

—¡Huau! Esta cosa es realmente intrincada! Hey, mire, puede tirar de ahí y convertirlo en un capazo, y sacar esas aletas y utilizarlo como bañera…

—Tiéndame el talco, Carlotta. —Laura espolvoreó el sonrosado culito de la niña y le colocó un pañal limpio. Loretta aullaba como un alma en pena.

David se acercó.

—Ve a lavarte. Yo me haré cargo de ella. —Loretta echó una mirada a la mascarilla de cirujano de su padre y gritó angustiada—. Por el amor de Dios —dijo David.

—[No deberían llevar a su niña a una zona biopeligrosa] —dijo una nueva voz online.

—¿Eso cree? —exclamó David—. No va a gustarle llevar una mascarilla, eso es seguro.

Carlotta alzó los ojos.

—Yo puedo ocuparme de ella —dijo tímidamente.

—[No confíen en ella] —dijo de inmediato online.

—No podemos dejar a la niña fuera de nuestra vista —le dijo David a Carlotta—. Supongo que lo comprende.

—Bueno —dijo Carlotta con voz práctica—, yo podría ponerme el equipo de Laura. Y de esa forma Atlanta podría ver todo lo que hago. Y, mientras tanto, Laura estará segura con usted.

Laura dudó.

—Mi auricular está hecho a la medida.

—Es flexible. Puedo llevarlo por un tiempo. Oh, vamos, puedo hacerlo, me gustaría hacerlo.

—¿Qué piensa, online? —dijo David.

—[Soy yo, Millie Syers, de Raleig] —les dijo online—. [¿Me recuerdan? John y yo y nuestros chicos estuvimos en su Albergue el mayo pasado.]

—Oh, hola —dijo Laura—. ¿Cómo está usted, profesora Syers?

—[Bien, superé las quemaduras del sol.] —Millie Syers se echó a reír—. [Y, por favor, no me llame profesora, es muy no-R. De todos modos, si quieren mi consejo, yo no dejaría a ninguno de mis chicos con una pirata de datos vestida como una prostituta.]

—Ella
es
una prostituta —dijo David. Carlotta sonrió.

—[¡Bueno! Supongo que eso lo explica. No debe ver muchos bebés en su línea de trabajo… Humm, si lleva el equipo de Laura, supongo que yo podría ver lo que hace, y si intenta alguna cosa podría gritar. Pero ¿qué hay acerca de dejar caer las gafas y echar a correr con la niña?]

—Estamos en un superpetrolero, Millie —dijo David—. Tenemos como a unos tres mil granadinos a nuestro alrededor.

Andrei alzó la vista mientras se ataba sus chanclos. —Cinco mil, David —dijo, por encima de los penetrantes sollozos de la niña—. ¿No creen que ustedes dos están llevando esto un poco demasiado lejos? ¿Con todas esas preocupaciones de seguridad?

—Prometo que estará bien —dijo Carlotta. Levantó su mano derecha, con el dedo medio doblado hacia su palma—. Lo juro por la Diosa.

—[Dios de los cielos, es una de…] —dijo Millie Syers, pero Laura se perdió el resto mientras se quitaba su equipo. Era glorioso tenerlo fuera de su cabeza. Se sintió libre y limpia por primera vez en eones; una extraña sensación, con la repentina y extraña urgencia de saltar a una de las duchas y enjabonarse de pies a cabeza. Clavó los ojos en Carlotta.

—De acuerdo, Carlotta. Voy a confiarle lo que más quiero en el mundo. Supongo que comprende eso, ¿verdad? No tengo que decirle nada más.

Carlotta asintió seriamente con un enérgico movimiento de la cabeza.

Laura se lavó y vistió rápidamente. Los gritos de la niña la empujaban fuera de la habitación.

Andrei los condujo a otro ascensor en la parte de atrás de la habitación. Laura miró a sus espaldas por última vez a través de la puerta y vio a Carlotta caminando de un lado para otro con Loretta en brazos, cantándole.

Andrei entró tras ellos, se volvió de espaldas y apretó un botón.

—Estamos perdiendo de nuevo la señal —dijo David. Las puertas de acero se cerraron.

Descendieron lentamente. De pronto Laura se sorprendió al notar que David le palmeaba cariñosamente el trasero. Se sobresaltó y le miró.

—Hey, muchacha —murmuró él—. Estamos offline. Huau.

Estaba hambriento de intimidad. Y disponían casi de treinta segundos de aquello. Siempre que Andrei no se volviera y mirara.

Clavó frustrada los ojos en David, deseando decirle…, ¿qué? Tranquilizarle acerca de que no era tan malo. Y de que ella se resentía de todo ello también. Y de que podrían pensar en algo, pero que era mejor comportarse. Y sí, sería algo estupendo hacerlo, y lamentaba no atreverse.

Pero absolutamente nada de aquello llegó hasta él. Con la mascarilla quirúrgica y las gafas orladas en oro, el rostro de David se había convertido en algo absolutamente alienígena. Sin el menor contacto humano.

Las puertas se abrieron; hubo una repentina corriente de aire, y sus oídos hicieron pop. Giraron hacia la izquierda a otro pasillo.

—Está bien, Millie —dijo David distraídamente—. Estamos bien, deje a Carlotta sola…

Siguió murmurando detrás de su mascarilla, agitando la cabeza y hablándole al aire. Como un loco. Era extraño lo peculiar que resultaba cuando no lo hacía uno mismo. Aquel pasillo parecía peculiar también: extrañamente provisional y con un olor raro, el techo torcido, las paredes fuera de la vertical. Era
cartón,
eso es lo que era…, cartón amarronado reforzado con una fina tela metálica, pero todo él lacado con una densa capa dura como el acero de plástico translúcido. Las luces sobre sus cabezas tenían los cables de conexión al aire, vulgares cables caseros de conexión, grapados al techo y sellados con aquella misma sustancia como laca. Todo estaba sujeto con grapas, no había un solo clavo en ninguna parte, Laura tocó la pared, inquisitiva. Era plástico de calidad, liso y duro como porcelana, y supo por su tacto que un hombre fuerte no podría mellarlo con un hacha.

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