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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (22 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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—Saldremos antes de una hora. —El rostro de Lissandra permaneció impasible.

Lissandra cumplió con su palabra. Se presentó en un modesto helicóptero negro acompañada de tres ayudantes. Kress les observó desde la seguridad que le proporcionaba la ventana del segundo piso. Ninguno de los cuatro era reconocible dentro de su traje protector. Dos de los ayudantes llevaban lanzallamas portátiles y el tercero, un cañón láser y explosivos. Lissandra iba con las manos vacías; Kress la reconoció porque daba órdenes.

El helicóptero pasó primero a baja altura, examinando la situación. Los reyes de la arena enloquecieron. Móviles escarlata y ébano corrieron por todas partes, frenéticos. Kress podía ver el castillo del jardín desde su ventajosa posición. La fortaleza tenía la altura de un hombre. Los muros estaban repletos de defensores negros y un flujo constante de móviles se adentraba en sus profundidades.

El helicóptero de Lissandra aterrizó cerca del de Kress y los ayudantes descendieron y prepararon sus armas. Tenían un aspecto inhumano, horrible.

El ejército negro formó entre los ayudantes y el castillo. Los rojos… Kress notó de repente que no veía a los rojos. Parpadeó. ¿Adónde habían ido?

Lissandra hizo varios gestos y gritó. Los dos lanzallamas fueron extendidos y abrieron fuego sobre los reyes de la arena negros. Las armas emitieron un ruido sordo y empezaron a rugir. Largas lenguas de fuego azulado y escarlata brotaron de sus bocas. Los móviles negros se contrajeron, consumieron y murieron. Los ayudantes desplazaron las llamas a uno y otro lado produciendo un eficiente fuego cruzado. Fueron avanzando con pasos cuidadosos.

Con el ejército negro abrasado y desintegrado, los móviles huyeron en infinidad de direcciones, unos volviendo hacia el castillo, otros lanzándose contra el enemigo. Ni uno solo alcanzó a los ayudantes que manejaban los lanzallamas. Los hombres de Lissandra demostraban ser grandes profesionales.

Fue entonces cuando uno de ellos tropezó.

O dio la impresión que tropezaba. Kress siguió mirando y vio que el suelo había cedido bajo los pies del individuo. Túneles, pensó, estremeciéndose de miedo. Túneles, pozos, trampas. El hombre del lanzallamas quedó hundido en la arena hasta la cintura y, de repente, la tierra que le rodeaba pareció hacer erupción y se encontró cubierto de reyes de la arena escarlatas. Soltó el lanzallamas y comenzó a rascarse el cuerpo. Sus chillidos fueron horribles.

El compañero del atacado vaciló. Después dio media vuelta y disparó. Una llamarada engulló al hombre y los reyes de la arena. Los gritos cesaron bruscamente. Satisfecho, el segundo ayudante se volvió hacia el castillo, dio otro paso al frente, se movió hacia atrás cuando su pie se hundió en la tierra y desapareció hasta el tobillo. Trató de sacarlo y retroceder, y en ese momento cedió el suelo que pisaba. Perdió el equilibrio, se tambaleó y cayó. Los móviles surgieron en masa, frenéticos, y cubrieron al individuo mientras éste se retorcía. El lanzallamas carecía de utilidad.

Kress golpeó violentamente la ventana para hacerse notar.

—¡El castillo! ¡Acaben con el castillo! —gritó.

Lissandra, que se había quedado atrás junto al helicóptero, oyó a Kress e hizo un gesto. El tercer ayudante apuntó con el láser y disparó. El rayo vibró sobre la tierra y cortó la parte alta del castillo.

El hombre bajó el cañón rápidamente, tajando los parapetos de arena y piedra. Las torres se desplomaron. La imagen de Kress se desintegró. El láser quemó el suelo del castillo y sus alrededores. La fortaleza se desmoronó. Sólo quedó un montón de arena. Pero los móviles negros continuaron moviéndose. El vientre se hallaba enterrado a gran profundidad. Los rayos no lo habían alcanzado.

Lissandra dio otra orden. El ayudante dejó el láser, preparó un explosivo y se lanzó hacia adelante. Saltó sobre el cadáver humeante del primero de sus compañeros, cayó sobre tierra firme dentro del jardín de Kress y lanzó la bomba. El explosivo fue a caer justo encima de las ruinas del castillo negro. El resplandor del calor blanco quemó los ojos de Kress y se produjo una enorme salpicadura de arena, rocas y móviles. El polvo oscureció todo durante un instante. Siguió la lluvia de móviles y sus restos.

Kress observó que los móviles negros yacían muertos e inmóviles.

—¡La piscina! —gritó por la ventana—. ¡Destruyan el castillo de la piscina!

Lissandra le comprendió rápidamente. El suelo estaba repleto de negros inmóviles, pero los rojos retrocedían apresuradamente y se reagrupaban. El ayudante pareció dudar, hasta que se agachó y tomó otro explosivo. Avanzó un paso, pero Lissandra le llamó y el hombre corrió hacia ella.

Todo fue muy sencillo a partir de aquel momento. El ayudante subió al helicóptero y Lissandra emprendió el vuelo. Kress se precipitó hacia la ventana de otra habitación para no perderse detalle. El aparato descendió justo sobre la piscina y el ayudante lanzó sus bombas al castillo rojo desde la seguridad que le daba el vehículo. Después de la cuarta pasada, el castillo quedó irreconocible y los reyes de la arena rojos dejaron de moverse.

Lissandra fue cuidadosa. Hizo que su ayudante bombardeara ambos castillos varias veces más. A continuación, el individuo utilizó el láser para barrer metódicamente la zona de las ruinas, asegurándose así que ni un solo ser viviente pudiese permanecer intacto bajo aquellos pequeños pedazos de tierra.

Finalmente llamaron a la puerta de Kress, que sonrió en forma maníaca cuando les dejó pasar.

—Delicioso —dijo—. Delicioso.

Lissandra se quitó la mascarilla.

—Esto va a costarte caro, Simon. Dos ayudantes muertos, sin hablar del peligro a mi propia vida.

—Naturalmente —interrumpió Kress—. Te pagaré bien, Lissandra. Todo lo que pidas, pero en cuanto termines el trabajo.

—¿Qué queda por hacer?

—Tienes que limpiar mi bodega. Hay otro castillo ahí abajo. Y tienes que hacerlo sin explosivos. No quiero que mi casa se venga abajo.

Lissandra hizo un gesto a su ayudante.

—Ve afuera y toma el lanzallamas de Rajk. Tiene que estar intacto.

El hombre volvió armado, preparado, silencioso. Kress les condujo a la bodega.

La pesada puerta seguía cerrada con clavos, tal como Kress la había dejado. Pero sobresalía ligeramente hacia fuera, como si una enorme presión la combara. Kress se intranquilizó por ello tanto como por el silencio que reinaba. Se colocó bien alejado de la puerta mientras el ayudante de Lissandra arrancaba los clavos y tablas.

—¿Será eso seguro ahí dentro? —se encontró murmurando Kress, al tiempo que señalaba el lanzallamas—. Tampoco quiero que haya un incendio, compréndelo.

—Tengo el láser —dijo Lissandra—. Lo usaremos para la matanza. Probablemente no nos hará falta el lanzallamas. Pero quiero disponer de esa arma por si acaso. Hay cosas peores que el fuego, Simon.

Kress asintió en silencio.

La última tabla fue arrancada desde la puerta de la bodega. Todavía no se había producido sonido alguno en el interior. Lissandra dio una orden y el subordinado se echó hacia atrás para situarse detrás de la mujer y apuntar el lanzallamas al centro de la puerta. Lissandra volvió a ponerse la mascarilla, alzó el láser, avanzó y abrió la puerta.

Ni un solo movimiento. Ningún sonido. El fondo de la bodega estaba oscuro.

—¿Hay alguna luz? —preguntó Lissandra.

—El interruptor está justo al lado de la puerta —contestó Kress—. A mano derecha. Cuidado con las escaleras. Son bastantes empinadas.

Lissandra cruzó el umbral, cambió el láser a su mano izquierda, alargó la derecha y tanteó con ella en busca del interruptor. No sucedió nada.

—Lo noto —explicó Lissandra—, pero no parece que…

Un instante después empezó a gritar y cayó hacia atrás. Un enorme rey de la arena blanco se había aferrado a la muñeca de la mujer. Brotó sangre del traje en el lugar donde las mandíbulas del móvil habían mordido. La criatura era tan grande como la mano de Lissandra.

La mujer realizó un grotesco pase de baile en la habitación y empezó a golpear con su mano la pared más cercana. Una y otra vez, sin cesar, produciendo un ruido sordo, carnoso. El rey de la arena cayó por fin. Lissandra había soltado el láser cerca de la puerta de la bodega.

—No pienso bajar ahí —anunció el ayudante con voz clara y firme.

Lissandra alzó los ojos hacia él.

—No —le dijo—. Ponte en la puerta y quémalo todo, hasta que sólo queden cenizas. ¿Comprendes?

El otro asintió.

—Mi casa —se quejó Kress. Su estómago se revolvió. El móvil blanco había sido tan grande. ¿Cuántos más había allí abajo?—. No lo hagas —ordenó—. No toques nada. He cambiado de idea.

Lissandra no le comprendió. Mostró su mano herida. Estaba cubierta de sangre y de un líquido de color verdoso oscuro.

—Tu pequeño amigo perforó mi guante con su boca y ya has visto lo que me ha costado quitármelo de encima. No me preocupa tu casa, Simon. Sea lo que sea, eso que hay ahí abajo va a morir.

Kress apenas la escuchó. Creyó distinguir movimientos en las sombras, al otro lado de la puerta. Imaginó que un ejercito de móviles blancos iba a surgir en tropel. Soldados tan enormes como el rey de la arena que había atacado a Lissandra. Se vio levantado por un centenar de brazos diminutos y arrastrado en la oscuridad hacia el lugar donde el vientre aguardaba sin poder contener su hambre.

Kress se aterrorizó.

—No hagan nada —dijo.

Los otros dos no le hicieron caso.

Kress saltó hacia delante y su hombro golpeó la espalda del ayudante en el momento que éste se preparaba para disparar. El ayudante gruñó, perdió el equilibrio y se precipitó en la oscuridad. Kress escuchó como el hombre caía por las escaleras. Después hubo otros ruidos… Sonidos suaves, chapoteos, crujidos…

Kress se dio vuelta para encararse con Lissandra. Estaba empapado en un sudor frío, pero una excitación malsana se apoderó de él. Un impulso casi sexual.

Los ojos fríos y tranquilos de Lissandra le miraron desde detrás de la mascarilla.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó mientras Kress recogía el láser que ella había soltado—. ¡Simon!

—Estoy haciendo las paces —dijo Kress, riendo nerviosamente—. Ellos no le harán daño a dios, no. No mientras dios sea bueno y generoso. Fui cruel. Los maté de hambre. Ahora debo reparar el daño, compréndelo.

—Estás loco —protestó Lissandra.

Fueron las últimas palabras. Kress hizo un agujero en el pecho de la mujer, tan grande que habría podido pasar el brazo a través del hueco. Arrastró el cadáver por el suelo y lo arrojó por las escaleras de la bodega. Los ruidos aumentaron: ruidos cortos, raspaduras, ecos claros y confusos. Kress volvió a cerrar la puerta con clavos.

Cuando se apartó del lugar se sintió invadido por un profundo sentimiento de satisfacción que recubría su miedo como una capa de almíbar. Sospechó que tal sensación no le pertenecía.

Kress había planeado abandonar el hogar, volar hasta la ciudad y alquilar una habitación por una noche o quizá un año. En lugar de eso, empezó a beber. No estaba muy seguro del porqué. Bebió sin descanso durante varias horas y, bruscamente, vomitó toda la bebida en la alfombra de su sala. En un momento dado se durmió. Al despertar, la oscuridad era total en la casa.

Se encogió en el sofá. Escuchó ruidos. Algo se movía por las paredes. Le rodeaban. Su oído se agudizó extraordinariamente. Todo diminuto crujido era la pisada de un rey de la arena. Cerró los ojos y esperó a sentir el terrible contacto de aquellas criaturas, temeroso de moverse por si topaba con una de ellas.

Kress sollozó y luego se quedó muy silencioso.

Transcurrió el tiempo, pero no ocurrió nada.

Kress abrió los ojos de nuevo. Se estremeció. Poco a poco, las sombras empezaron a debilitarse y disolverse. La luz de la luna se filtraba por los altos ventanales. Los ojos de Kress se acostumbraron a la oscuridad.

La sala estaba vacía. No había nada, nada. Sólo sus temores de borracho.

Se animó, se levantó y encendió una luz.

Nada. La habitación estaba desierta.

Prestó atención. Nada. Ningún sonido. Nada en las paredes. Todo había sido producto de su imaginación, de su terror.

Los recuerdos de Lissandra y lo sucedido en la bodega se presentaron de forma espontánea. Vergüenza y enojo se apoderaron de él. ¿Por qué había hecho eso? Él podía haber ayudado a Lissandra a quemarlo todo, a matar el vientre. ¿Por qué…? Él sabía el motivo. El vientre era el culpable, le había metido el miedo en el cuerpo. Wo había dicho que aquella criatura era psiónica, incluso cuando era pequeña. Y ahora era tan grande, tan grande… Se había dado un festín con Cath e Idi y ya tenía otros dos cadáveres allí abajo. Seguiría creciendo. Y había aprendido a saborear el gusto de la carne humana, pensó Kress.

Empezó a temblar, pero se dominó de nuevo. El vientre no le haría daño, él era dios. Los blancos siempre habían sido sus favoritos.

Recordó que había herido al vientre blanco con la espada, antes que se presentara Cath. Aquella condenada mujer…

No podía quedarse parado. El vientre volvería a tener hambre. Y dado su tamaño, no tardaría mucho en sentirla. Su apetito sería terrible. ¿Qué haría entonces? Kress debía marcharse, ponerse a salvo en la ciudad mientras el vientre aún estaba confinado en la bodega. Allí abajo sólo había yeso y tierra y los móviles podrían excavar y abrir túneles. Cuando estuvieran libres… Kress no quiso pensar en ello.

Fue a su dormitorio y preparó el equipaje. Tomó tres maletas. Sólo necesitaba una muda de ropa, eso era todo. El resto del espacio disponible lo llenó con sus posesiones de valor; joyas, obras de arte y otras cosas cuya pérdida no podría soportar. No esperaba volver nunca a su mansión.

El shambler le siguió por las escaleras, contemplándole con sus ojos malvados y relucientes. El animal estaba demacrado. Kress comprendió que llevaba mucho tiempo sin alimentarlo. En general, el shambler podía cuidarse de sí mismo, pero sin duda los residuos de comida habían ido escaseando cada vez más. Cuando el animal trató de agarrarse a su pierna, Kress refunfuñó y le dio una patada. El shambler se escabulló, evidentemente dolorido y ofendido.

Sosteniendo torpemente las maletas, Kress salió de la casa y cerró la puerta.

Por un instante permaneció pegado a la mansión, sintiendo en su pecho los latidos del corazón. Tan sólo unos metros le separaban del helicóptero. Tuvo miedo de dar los pasos necesarios. La luz de la luna era brillante y el terreno que se extendía ante su casa mostraba el resultado de la carnicería. Los cuerpos de los dos ayudantes de Lissandra yacían en el lugar donde habían caído, uno retorcido y calcinado, el otro hundido bajo una masa de inertes reyes de la arena. Y los móviles, negros y rojos, lo rodeaban por todas partes. A Kress le representó un esfuerzo recordar que estaban muertos. Casi tuvo la impresión que, simplemente, estaban aguardando, tal como habían hecho tantas y tantas veces anteriormente.

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