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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (19 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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—Vengan, vengan todos —ordenó—. Quiero presentarles a mis mascotas más recientes.

Con la taza en la mano, les condujo hasta la sala.

Los reyes de la arena satisficieron los deseos más caros de Kress. Los había dejado sin comer durante dos días como preparación, y las criaturas se encontraban de un estado de ánimo agresivo. Mientras los invitados rodeaban el tanque, mirando por los anteojos que Kress había ofrecido a propósito, los reyes de la arena disputaron una gloriosa batalla por la posesión del alimento. Kress contó cerca de setenta móviles muertos cuando acabó la lucha. Los rojos y blancos, que recientemente se habían aliado, se llevaron la mayor parte de la comida.

—Kress, eres repugnante —manifestó Cath m’Lane. Había vivido con Kress durante un breve lapso dos años antes, hasta que su empalagoso sentimentalismo estuvo a punto de volverle loco—. Fui una tonta al volver aquí. Pensé que a lo mejor habías cambiado y deseabas disculparte. —Cath nunca le había perdonado que el shambler hubiera devorado un pequeño perro excesivamente encantador del que ella se enorgullecía—. Jamás vuelvas a invitarme, Simon.

Cath se fue rápidamente, acompañada de su amante de turno, entre un coro de risas.

El resto de los invitados tenían infinidad de preguntas que formular.

—¿De dónde has sacado los reyes de la arena? —quisieron saber.

—De Wo y Shade, Importadores —replicó, con un gesto cortés hacia Jala Wo, que había permanecido silenciosa y apartada durante la mayor parte de la tarde.

—¿Por qué decoran sus castillos con tus efigies?

—Porque soy la fuente de todas las cosas buenas. Ya deberías saberlo. —Esta respuesta arrancó una serie de risas.

—¿Pelearán de nuevo?

—Sí, claro, pero no esta noche. No se preocupen. Habrá otras fiestas.

Jad Rakkis, xenólogo aficionado, se puso a hablar de otros insectos sociales y las batallas que disputaban.

—Estos reyes de la arena son divertidos, pero nada del otro mundo, a decir verdad. Deberías leer algo sobre las hormigas soldado Terranas, por ejemplo.

—Los reyes de la arena no son insectos —precisó Jala Wo, pero Jad estaba ensimismado y borracho y nadie prestó la más ligera atención a Wo. Kress sonrió a la mujer y se alzó de hombros.

Malada Blane sugirió que se apostara en la próxima ocasión que se reunieran para presenciar una batalla, y todo el mundo se mostró atraído por la idea. Se produjo una animada discusión sobre las reglas y las apuestas. El debate duró una hora. Finalmente, los invitados comenzaron a despedirse.

Jala Wo fue la última en marcharse.

—Bien —le dijo Kress cuando se quedaron a solas—, parece que mis reyes de la arena son un éxito.

—Se están portando bien —dijo Wo—. Ya son más grandes que los míos.

—Sí, con la única excepción de los anaranjados.

—Lo he notado —replicó Wo—. Parecen ser menos numerosos y su castillo es muy pobre.

—Bueno, alguien debe perder. Los anaranjados fueron los últimos en aparecer y establecerse. Han sufrido las consecuencias.

—Perdone la pregunta, pero ¿alimenta lo bastante a sus reyes de la arena?

—Están a dieta de vez en cuando —contestó Kress con tono de indiferencia—. Eso los hace más feroces.

—No hay necesidad de hacerles pasar hambre —contestó gravemente Wo—. Déjelos pelear cuando quieran, por sus propios motivos. Estas criaturas son así y usted presenciará conflictos que le resultarán deliciosamente sutiles y complejos. Una guerra permanente motivada por el hambre carece de arte y es degradante.

Kress devolvió sobradamente la mirada ceñuda de Wo.

—Está usted en mi casa, Wo, y aquí soy yo el que juzga lo que es degradante. Alimenté a los reyes de la arena tal como usted me aconsejó y no pelearon entre ellos.

—Debe tener paciencia.

—No. Al fin y al cabo, soy su amo y su dios. ¿Por qué debía aguardar sus impulsos? No guerreaban lo bastante a menudo para complacerme. He corregido la situación.

—Comprendo. Discutiré el problema con Shade.

—Este problema no les incumbe, ni a usted ni a él —contestó bruscamente Kress.

—En tal caso, debo darle las buenas noches —se resignó Wo. Pero mientras se ponía el abrigo para marcharse, la mujer clavó en él una mirada final y desaprobadora—. Vigile sus rostros, Simon Kress. Vigile sus rostros.

Y se marchó.

Confundido, Kress volvió junto al tanque y contempló los castillos. Las caras de Kress seguían allí, como siempre. Sólo que… Se apresuró a tomar los anteojos y examinar las tallas. Estudió las caras con detenimiento. Incluso entonces, pese a toda la claridad de la visión, resultó difícil definirse. Pero tuvo la impresión que la expresión de los rostros había cambiado ligeramente, que su sonrisa tenía un cierto retorcimiento, de manera que parecía algo maliciosa. Mas se trataba de un cambio muy sutil…, si es que podía hablarse de cambio. Finalmente, Kress atribuyó el hecho a su sugestibilidad y tomó la decisión de no volver a invitar a Jala Wo a una de sus reuniones.

En los meses siguientes, Kress y una docena de sus amigos favoritos se reunieron semanalmente para lo que a él le gustaba denominar sus «juegos de guerra». Pasada ya su fascinación inicial por los reyes de la arena, Kress dedicaba menos tiempo al tanque y más a sus negocios y vida social, pero todavía disfrutaba recibiendo a unos cuantos amigos para presenciar algunas batallas. Siempre mantenía a los combatientes al borde del hambre. Eso tuvo efectos graves en los reyes de la arena anaranjados, que menguaron visiblemente hasta que Kress comenzó a preguntarse si el vientre de aquellas criaturas habría muerto. Pero el resto de los reyes de la arena lo hacían bastante bien.

A veces, cuando no podía dormir por la noche, Kress se llevaba una botella de vino a la sala, donde el resplandor rojizo del desierto en miniatura proporcionaba la única iluminación. Bebía y observaba durante horas enteras, solo. Normalmente se producía una lucha en algún lugar del tanque; en caso contrario, Kress la iniciaba con gran facilidad dejando caer en el tanque una pequeña porción de comida.

Los compañeros de Kress empezaron a hacer apuestas en las batallas semanales, tal como Malade Blane había sugerido. Kress ganó bastante apostando por los blancos, que se habían convertido en la colonia más poderosa y numerosa del tanque y que poseían el mayor castillo. Una semana abrió un poco la tapa y dejo caer la comida cerca del castillo blanco en lugar de hacerlo en el campo central de batalla, como era lo acostumbrado. De esta manera los demás tuvieron que atacar a los blancos en su fortaleza para conseguir algo de comida. Lo intentaron. Los blancos se mostraron brillantes en su defensa. Kress ganó cien unidades estándar de Jad Rakkis.

Rakkis, de hecho, perdía grandes cantidades semanales con los reyes de la arena. Pretendía tener un vasto conocimiento de las criaturas y sus hábitos, afirmando que los había estudiado después de la primera fiesta, pero no tenía suerte cuando llegaba el momento de apostar. Kress sospechaba que las afirmaciones de Jad eran simple fanfarronería. Él mismo había tratado de estudiar un poco a los reyes de la arena, en un momento de ocio y curiosidad, recurriendo a la biblioteca para averiguar de cuál mundo eran originarios sus mascotas. Pero en la biblioteca no había referencia alguna a los reyes de la arena. Kress pensó en ponerse en contacto con Wo y pedirle información al respecto, pero tenía otras preocupaciones y el asunto acabó olvidado.

Por fin, después de un mes en que sus pérdidas totalizaron más de mil unidades estándar, Rakkis se presentó a los juegos de guerra. Traía bajo el brazo una pequeña caja de plástico. Dentro de ella había un animal parecido a una araña y cubierto de finos pelos dorados.

—Una araña de la arena —anunció Rakkis—. De Cathaday. La compré esta tarde en t’Etherane, el vendedor de Mascotas. Suelen arrancarles las bolsas de veneno, pero la de esta araña se halla intacta. ¿Estás dispuesto a jugar, Simon? Quiero recuperar mi dinero. Apostaré mil unidades estándar. La araña contra los reyes de la arena.

Kress estudió la araña en su prisión de plástico. Sus reyes de la arena habían crecido, eran el doble de grandes que los de Wo, tal como la mujer había predicho, pero seguían siendo enanos comparados con aquel animal. La araña poseía veneno, los reyes de la arena no. Con todo, los reyes de la arena eran muchos. Además, las interminables batallas habían llegado a aburrirle. La novedad del combate intrigó a Kress.

—Hecho —dijo Kress—. Jad, eres un tonto. Los reyes de la arena no pararán hasta que ese animal asqueroso haya muerto.

—Tú eres el tonto, Simon —replicó Rakkis, sonriendo a continuación—. La araña de arena de Cathaday suele alimentarse de bichos que se ocultan en rincones y grietas y…, bueno, ya lo verás. Se irá derecho a los castillos y devorará los vientres.

Kress se puso muy serio en medio de la risa general. No había contado con eso.

—Adelante —dijo con irritación, y fue a llenar su vaso.

La araña era demasiado grande para introducirla convenientemente por la cámara de alimentos. Otros dos invitados ayudaron a Rakkis a correr un poco la tapa del tanque y Malade Blane le pasó la caja. Rakkis soltó la araña, que cayó suavemente en una duna en miniatura frente al castillo rojo y permaneció confundida por un instante, moviendo la boca y retorciendo las patas de forma amenazadora.

—Vengan aquí —apremió Rakkis.

Todos se congregaron en torno al tanque. Kress tomó los anteojos y miró a través de ellos. Si iba a perder mil unidades estándar, al menos tendría una visión perfecta de la acción.

Los reyes de la arena habían visto al intruso. Cesó toda actividad en el castillo rojo. Los pequeños móviles escarlata se quedaron inmóviles, vigilantes.

La araña avanzó hacia la oscura promesa del portón. Por encima de la torre, el semblante de Simon Kress permaneció impasible.

Se produjo una actividad repentina. Los móviles rojos más cercanos formaron dos núcleos y se precipitaron por la arena hacia la araña. Más guerreros surgieron de las entrañas del castillo y se reunieron en una línea triple para guardar la entrada de la cámara subterránea donde moraba el vientre. Móviles rojos exploradores corrieron por las dunas para incorporarse a la lucha.

La batalla iba a empezar.

Los reyes de la arena atacantes se echaron en masa sobre la araña. Las mandíbulas se aferraron a las patas y el abdomen del intruso. Otros móviles corrieron hasta las doradas patas traseras de la araña, mordiéndolas y desgarrándolas. Uno de ellos encontró un ojo y tiró del órgano con sus diminutos zarcillos amarillos, hasta dejarlo colgando. Kress sonrió y señaló el lugar exacto.

Pero los móviles eran pequeños y carecían de veneno, y la araña no se detenía. Sus patas arrojaban reyes de la arena a un lado y a otro. Sus rezumantes fauces se toparon con otros rojos, a los que dejaron destrozados y rígidos. Ya había muerto una docena de móviles. La araña siguió avanzando con resolución hacia la triple línea de guardianes situada ante el castillo. Éstos la rodearon y cubrieron, lanzados a una batalla desesperada. Un grupo de reyes de la arena había arrancado a mordiscos una de las patas de la araña. Los defensores saltaron desde las torres para caer sobre la masa de carne que se agitaba y retorcía.

Perdida debajo de los reyes de la arena, la araña entró tambaleándose en el oscuro agujero y desapareció.

Rakkis emitió un largo suspiro. Estaba pálido.

—Maravilloso —dijo alguien. Malada Blane soltó una risa gutural.

—Miren —dijo Idi Noreddian, al tiempo que tiraba del brazo de Kress.

Habían estado tan concentrados en la batalla que ninguno de ellos advirtió la actividad desplegada en otras partes del tanque. Pero ahora que el castillo rojo había vuelto a la calma y la arena se hallaba vacía, a excepción de los móviles rojos muertos, observaron el detalle.

Tres ejércitos estaban formados ante el castillo rojo. Todos sus componentes permanecían inmóviles, en perfecta formación, línea tras línea de reyes de la arena anaranjados, blancos y negros…, esperando a ver qué emergía de las profundidades.

Kress sonrió.

—Un cordón sanitario —comentó—. Y por favor, Jad, echa un vistazo a los otros castillos.

Rakkis obedeció y no pudo menos que maldecir. Grupos de móviles estaban bloqueando las puertas con arena y piedras. Si la araña lograba sobrevivir a este encuentro, no encontraría fácil acceso a los otros castillos.

—Debí haber comprado cuatro arañas —dijo Rakkis—. De todas formas, he ganado. Mi araña está ahí abajo en estos momentos, comiéndose a tu maldito vientre.

Kress no contestó. Aguardó. Hubo movimientos en las sombras.

Móviles rojos empezaron a salir por la puerta repentinamente. Ocuparon sus posiciones en el castillo e iniciaron la reparación de los desperfectos causados por la araña. Los otros ejércitos se disolvieron y emprendieron el regreso a sus respectivas esquinas.

—Jad —dijo Kress—, creo que estás algo confundido respecto a quién se ha comido a quién.

La semana siguiente Rakkis trajo cuatro delgadas serpientes plateadas. Los reyes de la arena acabaron con ellas sin demasiados problemas. A continuación, Rakkis probó con un mirlo. El pájaro se comió más de treinta móviles blancos y sus sacudidas y tropezones destruyeron prácticamente el castillo de aquel color, pero en último término sus alas se fatigaron y los reyes de la arena lo atacaron en gran número en cualquier lugar donde se posaba.

Después de esta intentona hubo otra con insectos, escarabajos acorazados no muy distintos a los reyes de la arena. Pero estúpidos, muy estúpidos. Una fuerza aliada de anaranjados y negros rompió la formación de los insectos, los dividió y masacró.

Rakkis empezó a dar a Kress diversos pagarés.

Fue por entonces cuando Kress volvió a encontrarse con Cath m’Lane, una noche en que él se hallaba cenando en su restaurante favorito de Asgard. Kress se detuvo brevemente ante la mesa de la mujer y le habló de los juegos de guerra, invitándola a participar. Cath se ruborizó. Después recuperó el dominio de sí misma y se mostró glacial.

—Alguien tiene que detenerte, Simon. Supongo que tendré que ser yo —dijo.

Kress contestó con un gesto de indiferencia, disfrutó de una comida excelente y no pensó más en la amenaza de Cath.

Hasta una semana más tarde, cuando se presentó en su casa una mujer menuda y de aire resuelto que le enseñó su identificación policial.

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