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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Terror

Canciones que cantan los muertos (2 page)

BOOK: Canciones que cantan los muertos
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—Eres tú —dijo.

Moroney alzó la mirada como si no hubiera reparado en Kenny hasta ese mismo instante.

—Ah —dijo con voz apagada y afligida—. Eres tú.

Parecía muy cansado, aunque Kenny pensó que era un detalle natural para una persona que había perdido tantos kilos. Los ojos de Moroney estaban hundidos en hondos huecos grises, su carne colgaba en pálidos y vacíos pliegues de piel y el hombre tenía los codos apoyados en la mesa, con el cuerpo caído, como si el agotamiento le impidiera mantenerse erguido. Su aspecto era terrible, pero como había perdido tanto peso…

—¡Qué maravilloso aspecto tienes! —comentó abruptamente Kenny—. ¿Cómo lo conseguiste? ¿Cómo? Debes decírmelo, Henry, debes decírmelo.


No
—musitó Moroney—. No, Kenny. Márchate.

Kenny no esperaba aquello.

—¡Vaya! —exclamó—. Eso es poco amistoso. No pienso marcharme hasta saber tu secreto, Henry. Me lo debes. Piensa en todas las veces que hemos cortado pan juntos.

—Oh, Kenny —dijo Moroney, con su apagada y terrible voz—. Vete, por favor, vete, no te interesa saberlo, es demasiado…, demasiado… —Se interrumpió, y un espasmo cruzó su semblante. Gimió. Su cabeza se inclinó notablemente hacia un lado, como si sufriera algún ataque, y sus manos tamborilearon en la mesa—. Ooooooh…

—Henry, ¿qué pasa? —dijo Kenny, alarmado.

Ya estaba seguro del hecho que «Huesudo» Moroney había exagerado la dieta.

—Ahhh… —Moroney suspiró repentinamente aliviado—. Nada, nada, estoy bien. —Su voz no reflejaba en absoluto el entusiasmo de sus palabras—. Me siento magníficamente, en realidad. Magníficamente, Kenny. No había estado tan flaco desde…, desde…, bueno, nunca había estado así. Es un milagro. —Sonrió suavemente—. Pronto alcanzaré el objetivo, y todo habrá terminado. Eso creo. Creo que alcanzaré mi objetivo. No sé cuánto peso, esa es la verdad. —Se llevó la mano a la frente—. Pero estoy delgado, ciertamente. ¿No te parece bueno mi aspecto?

—Sí, sí —acordó Kenny, impaciente—. Pero ¿cómo? Debes decírmelo. Seguramente no será gracias a esos farsantes del club…

—No —dijo apagadamente Moroney—. No, fue el tratamiento del mono. Toma, te lo anotaré.

Sacó un bolígrafo y garabateó una dirección en una servilleta. Kenny se metió ésta en el bolsillo.

—¿El tratamiento del mono? Nunca había oído hablar de eso. ¿En qué consiste?

Henry Moroney se humedeció los labios.

—Ellos… —empezó a decir, pero sufrió otro ataque y su cabeza se inclinó grotescamente—. Vete, vete. Da resultado, Kenny, sí, oh… El tratamiento del mono, sí. No puedo decir más. Ya tienes la dirección. Perdóname.

Apoyó las manos en la mesa y se levantó trabajosamente. Luego se acercó a la caja, arrastrando los pies como si fuera dos veces más viejo. Kenny Dorchester vio cómo se iba, y decidió que Moroney había exagerado sin duda ese tratamiento del mono, fuera lo que fuese. Henry no había sufrido nunca tics ni espasmos.

Con estas cosas hay que guardar el sentido de la proporción, pensó firmemente Kenny. Se tocó el bolsillo para asegurarse del hecho que la servilleta seguía allí, decidió que él mostraría más raciocinio que «Huesudo» Moroney y volvió a su mesa y a su segunda ración de costillas. Cenó muchas aquella noche. Suponiendo que iba a hacer régimen al día siguiente, era preferible comer mientras la comida era buena.

Puesto que el día siguiente era sábado, Kenny tenía libertad para ir en busca del tratamiento del mono y el sueño de una nueva y delgada personalidad. Se levantó temprano e inmediatamente corrió al cuarto de baño para pesarse en la báscula digital, que él adoraba con locura porque no tenía que forzar la vista para ver los números: se encendían solos, bonitos y brillantes en un preciso color rojo. Aquella mañana se encendió la cifra 165. Había engordado un poco, pero no se preocupó. El tratamiento del mono reduciría de nuevo la cifra muy pronto.

Kenny intentó telefonear antes de ir, para asegurarse de si el lugar abría los sábados, pero fue imposible. Moroney no había anotado otra cosa aparte de la dirección, y no existía un centro dietético en las páginas amarillas, ni una sauna, ni un médico con aquella dirección. Kenny buscó «Mono» en el listín alfabético, pero no consiguió nada. No tenía más remedio que acudir en persona.

Incluso eso fue problemático. La dirección correspondía a una calle próxima a los muelles, en un barrio singularmente desagradable, y Kenny tuvo dificultades para que el taxi le llevara allí. Finalmente logró su objetivo amenazando al taxista con dar parte al ayuntamiento. Kenny Dorchester conocía sus derechos.

Enseguida, no obstante, Kenny empezó a dudar. Las estrechas callejuelas que recorrían eran sucias y decadentes, nada atractivas, y Kenny pensó que cualquier centro dietético ubicado allí debía ofrecer solamente peligroso curanderismo. El bloque en cuestión era una antigua hilera de envejecidos comercios, y el detalle puso los pelos de punta a Kenny. La mitad de las tiendas estaban precintadas por los tribunales, y las demás se ocultaban tras sucios escaparates y puertas de hierro. El taxi frenó delante de una fachada de viejo ladrillo totalmente miserable, flanqueada por dos solares llenos de basura. El vidrio del escaparate tenía tanta mugre que era impenetrable. Un gastado anuncio de Coca-Cola oscilaba sin cesar, gimiendo, en lo alto de la entrada. Pero el número era el anotado por «Huesudo» Moroney.

—Hemos llegado —dijo el taxista, impaciente, mientras Kenny miraba por la ventanilla, espantado.

—Esto no parece correcto —dijo Kenny—. Lo investigaré. Tenga la bondad de aguardar hasta que me convenza de si éste es el lugar.

El taxista asintió, y Kenny se deslizó fuera trabajosamente. Había dado dos pasos cuando oyó que el taxista ponía la marcha y se alejaba de la acera con un chirrido. Dio media vuelta y observó, atónito.

—¡Oiga, no puede…! —empezó a decir.

Pero el taxi se fue. «Definitivamente, tendré que denunciar a ese tipo en el ayuntamiento», decidió Kenny.

Pero mientras tanto estaba abandonado allí, y parecía absurdo no continuar después de haber llegado tan lejos. Tanto si aceptaba el tratamiento del mono como si no, le permitirían usar un teléfono para llamar otro taxi. Kenny reforzó su determinación y se acercó a la mugrienta entrada sin letrero. Una campanilla sonó cuando abrió la puerta.

El interior estaba en penumbra. El polvo y la suciedad del escaparate impedían el paso de la luz diurna, y los ojos de Kenny tardaron unos momentos en adaptarse. Cuando lo consiguieron, Kenny vio para su horror que se había metido en la sala de estar de alguien. Una de esas familias gitanas que ocupan tiendas abandonadas, pensó. Se hallaba de pie sobre una raída alfombra, y alrededor de él y por todas partes había un revoltijo de muebles viejos, sin duda lo mejor que el Ejército de Salvación había podido ofrecer. Un antiguo televisor en blanco y negro se agazapaba en un rincón, mirando ciegamente al intruso. La habitación apestaba a orina.

—Perdón —musitó débilmente Kenny, horrorizado por la idea que algún siniestro gitano saliera de las sombras para acuchillarle—. Perdón.

Había retrocedido, para buscar a tientas el pomo de la puerta, cuando un hombre salió de la habitación contigua.

—¡Ah! —dijo el desconocido, que escrutó al momento a Kenny con sus brillantes ojos—. ¡Ah, el tratamiento del mono! —Se frotó las manos y sonrió.

Kenny sintió pánico. Aquel hombre era el ser humano más gordo y voluminoso en el que había puesto sus ojos. Había salido del umbral de costado. Era más gordo que Kenny, más gordo que «Huesudo» Moroney. Literalmente, chorreaba grasa. Y además era repelente en otros sentidos. Tenía la tez de un hongo, y minúsculos ojos casi invisibles entre bultos de pálida carne. Su corpulencia parecía haber inundado hasta su cabello, del que tenía muy poco. Con el pecho desnudo, mostraba amplias zonas de abultada piel en pliegues, y los enormes pechos fluctuaron cuando el hombre se acercó rápidamente y tomó del brazo a Kenny.

—¡El tratamiento del mono! —repitió ansiosamente mientras arrastraba a Kenny.

Kenny lo miró, atónito, y aquella sonrisa le dejó paralizado. Cuando el hombretón sonreía, su boca parecía ocupar media cara, un grotesco semicírculo lleno de relucientes dientes blancos.

—No —dijo Kenny por fin—. No, he cambiado de opinión.

A pesar de «Huesudo» Moroney, Kenny no creía atreverse a probar el tratamiento si lo administraba una persona así. En primer lugar, no podía ser muy eficaz, o de lo contrario el hombretón no sería tan monstruosamente obeso. Además, seguramente sería peligroso, alguna poción de curandero con hormonas de mono o algo similar.

—¡No! —repitió Kenny con más vigor, mientras trataba de soltar su brazo de la presa de aquel ser grotesco que lo aferraba.

Pero fue inútil. El hombretón era claramente más corpulento e infinitamente más fuerte que Kenny, y le arrastró por la habitación con facilidad, sin escuchar sus protestas, sin dejar de sonreír como un maníaco.

—Gordo —farfulló el hombretón, y como si quisiera demostrar su afirmación, extendió la mano, agarró un bulto de carne de Kenny y lo retorció dolorosamente—. Gordo, gordo, gordo, malo. El tratamiento del mono le hará delgado.

—Sí, pero…

—El tratamiento del mono —repitió el otro, y de pronto apareció detrás de Kenny.

Apoyó todo su peso en la espalda de Kenny y empujó, y éste cruzó dando tumbos el umbral cubierto con una cortina que llevaba a la habitación contigua. El olor a orina era más intenso allí, lo bastante fuerte como para provocar náuseas. La oscuridad era total, y Kenny oyó susurros y precipitadas fugas en la negrura. «Ratas», pensó frenéticamente. Kenny tenía un miedo mortal a las ratas. Extendió las manos a ciegas y se lanzó hacia el rectángulo de tenue luz de la cortina que había cruzado.

Antes de llegar allí, un agudísimo chillido sonó de pronto detrás, brusco y rápido como fuego de ametralladora. Luego, otra voz acompañó a la primera, y después una tercera, y de repente la habitación se llenó de aquel ruido terrible y martilleante. Kenny se llevó las manos a las orejas y cruzó la cortina dando tumbos, pero en el mismo instante de salir notó que algo frotaba su cuello, algo cálido y peludo.

—¡Ayyyyyy! —chilló mientras saltaba a la primera habitación, donde el voluminoso loco del pecho desnudo aguardaba pacientemente.

Kenny siguió brincando y chillando.

—¡Ayyyyyy, una rata, una rata en mi espalda! ¡Sáquemela, quítemela de encima!

Estaba intentando agarrar al animal con ambas manos, pero el bicho era muy rápido, y se revolvía con astucia para no dejarse atrapar. A pesar de todo, Kenny lo notaba allí, vivo e inquieto.

—¡Ayúdeme, ayúdeme! —exclamó Kenny—. ¡Una rata!

El propietario le sonrió y meneó la cabeza, de modo que sus numerosas barbillas se bambolearon felizmente.

—No, no —dijo—. Ninguna rata, gordo. Mono. Ya tiene el tratamiento del mono.

Luego se adelantó, tomó de nuevo a Kenny por el codo y lo arrastró hacia un espejo de cuerpo entero montado en la pared. Había tanta oscuridad en la habitación que Kenny apenas logró distinguir algo en el espejo, aparte que éste no era lo bastante ancho y le tajaba los dos brazos. El hombretón retrocedió y tiró de una cuerda que colgaba del techo, y se oyó el clic de una desolada bombilla en lo alto, que osciló sin cesar, con lo que la luz se desplazó alocadamente. Kenny Dorchester se echó a temblar y observó en el espejo.

—¡Oh! —exclamó.

Tenía un mono en la espalda.

En realidad estaba sobre sus hombros, con las patas alrededor del grueso cuello y reunidas bajo su triple barbilla. Kenny notó el pelo del mono que frotaba su nuca, notó las calientes patas de mono que arañaban sus orejas. Era un mono muy pequeño. Mientras lo contemplaba en el espejo, Kenny vio que el animal atisbaba por detrás de su cabeza, con una amplia sonrisa. Tenía unos ojos que movía con suma rapidez, áspero pelaje marrón y demasiados dientes blancos y brillantes para el gusto de Kenny. Su larga cola prensil se balanceaba sin cesar, igual que una peluda serpiente que hubiera brotado de la nuca de Kenny.

El corazón de Kenny latía como un inmenso martillo neumático alojado en su pecho y el lugar le turbaba por completo, igual que el hombretón y el mono, pero hizo acopio de todas sus reservas y pugnó por mantener la calma. No se trataba de una rata, al fin y al cabo. El mono no podía hacerle daño. Debía ser un mono amaestrado, a juzgar por el modo en que se colgaba de sus hombros. El propietario tenía que dejarlo corretear, y seguramente había confundido a Kenny cuando éste cruzó la cortina sin desearlo. Todos los hombres gordos parecen iguales en la oscuridad. Kenny se echó la mano a la espalda y trató de apartar al animal, pero le fue imposible agarrarlo. El espejo, que invertía todo, dificultaba las cosas. Kenny brincó pesadamente. La habitación entera tembló y los muebles saltaron en cuanto Kenny pisó el suelo de nuevo, pero el mono se agarró con fuerza a sus orejas y fue imposible soltarlo.

Por fin, con lo que creyó era un aplomo increíble dadas las circunstancias, Kenny se volvió hacia el obeso propietario.

—Su mono, caballero —dijo—. Tenga la bondad de ayudarme a soltarlo.

—No, no —dijo el hombretón—. Le haré delgado. Tratamiento del mono. ¿No quiere ser delgado?

—Naturalmente que quiero —dijo Kenny, desesperado—, pero esto es absurdo.

Estaba confuso. El mono que llevaba a la espalda parecía formar parte del tratamiento, pero eso ciertamente no era muy lógico.

—Márchese —dijo el propietario. Alzó la mano y apagó la luz con un brusco tirón que provocó el alocado tambaleo de la bombilla. Luego miró a Kenny, que retrocedió nerviosamente—. Márchese —repitió el hombretón, mientras agarraba de nuevo a Kenny por el brazo—. Fuera, fuera. Ya tiene el tratamiento del mono. Márchese ahora.

—¡Un momento! —dijo furiosamente Kenny—. ¡Suélteme! Quíteme este mono de encima, ¿me oye? ¡No quiero su mono! ¿Me oye? ¡Deje de empujar, caballero! Se lo aseguro, tengo amigos en la policía, no se saldrá con la suya. Ahora mismo…

Pero todas sus protestas fueron en vano. El hombretón era una verdadera marejada de sudorosa y maloliente carne pálida, y apoyó su peso en Kenny y lo empujó ineludiblemente hacia la puerta. La campanilla volvió a sonar cuando el propietario abrió la puerta y empujó a Kenny a la deslumbrante luz del sol.

—¡No pienso pagarle por esto! —exclamó Kenny, tambaleándose—. ¡Ni un centavo! ¿Me oye?

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