—Las jóvenes se han ido. La señora Williams se las llevó a Bath el martes de la semana pasada. Sophia vino a verme y dijo que lo lamentaba muchísimo.
—¿Dejó un mensaje para mí? —preguntó Jack. Y su rostro taciturno se iluminó.
—No. No en términos concretos. Su agitación era tal que a veces era difícil seguirla. Estaba como la señorita Anna Coluthon, muy preocupada por su situación, la de una joven que visita sola a un caballero soltero. En Champflower nunca se ha visto algo semejante. Pero no me equivoco al afirmar que, en esencia, me dijo que tú debías saber que ella no se va de Sussex por su propia voluntad ni contenta.
—¿Crees que podría escribirle dirigiendo la carta a Diana Villiers?, preguntó Jack.
—Diana Villiers todavía está aquí. No se va a Bath, se queda en Mapes Court —dijo Stephen en tono indiferente.
La noticia se propagó. La decisión sobre las presas era del dominio público, pues había sido publicada en los periódicos de Londres. Además, en la vecindad había suficientes oficiales de marina, muchos de ellos afectados por la huida del agente, para hacer patente el alcance del desastre. La noticia «en Woolhampton, el 19 del corriente, la esposa del general Aubrey ha tenido un hijo» simplemente completó el cuadro.
En Bath, la señora Williams proclamaba su triunfo.
—Sin duda, es una recompensa divina, queridas. Nos dijeron que era un libertino, y recordaréis que nunca me gustó, desde el primer momento, y ya dije entonces que le encontraba algo rara la boca. Mi instinto nunca me engaña. Tampoco me gustaron sus ojos.
—Pero, mamá —dijo Frances—, tú dijiste que era el hombre más caballeroso que habías conocido y que era muy generoso.
—Generoso es quien obra con generosidad —gritó la señora Williams—. Y ahora saldrás de la habitación, señorita impertinente, y te quedarás sin
pudding
por irrespetuosa.
Pronto se supo que a otras personas tampoco Jack les había gustado nunca; su boca, su barbilla, sus ojos, sus carísimas fiestas, sus caballos, sus planes para formar una jauría, todo era objeto de comentarios desfavorables. Jack había visto este proceso antes y lo conocía como observador; pero a pesar de que su condena no era ofensiva ni general, le resultaba más dolorosa de lo que esperaba, pues comenzaba a notar reserva en los comerciantes, arrogancia e indiferencia en los caballeros de la región y una indefinible falta de consideración.
Había alquilado Melbury por un año; había pagado toda la renta, y puesto que la casa no se podía subarrendar, no había razón para mudarse. Ahorró, vendió sus perros de caza, le dijo a sus hombres que lamentablemente debían irse tan pronto como encontraran alojamiento y dejó de dar cenas. Sus caballos eran magníficos ejemplares, y Jack vendió uno por la misma cantidad que había pagado por él. Con esto contentó a los insistentes acreedores locales, pero no consiguió restablecer su crédito, pues aunque en Champflower estaban dispuestos a confiar en quien tenía fortuna, del tamaño que fuera (y la de Jack había sido calculada muy alta), dudaban mucho antes de fiar a un pobre una o dos libras.
Las invitaciones disminuyeron, no sólo porque él estaba muy ocupado con sus asuntos, sino porque se había vuelto quisquilloso y demasiado sensible a cualquier mirada aunque no fuera intencionada, y ahora Mapes era el único lugar donde él iba a cenar. La señora Villiers, respaldada por el pastor, su esposa y su hermana, podía perfectamente invitar a los inquilinos de Melbury Lodge.
Habían regresado cabalgando de una de esas cenas; dejaron en el establo el caballo y la jaca y se dieron las buenas noches.
—¿No te apetecería echar una mano de cartas? —dijo Jack deteniéndose en la escalera y volviendo la mirada hacia el vestíbulo.
—No —dijo Stephen—. Mi mente va hacia otra parte.
Su persona también. En medio de la noche, atravesó velozmente Polcary Down, con sigilo dio un rodeo para evitar a una partida de cazadores furtivos en Goles's Hanger y se detuvo bajo un grupo de olmos que se mecían y crujían con el viento muy cerca de Mapes Court. La casa era bastante antigua, irregular a pesar de los modernos cambios, y el ala más vieja terminaba en una torre cuadrada y roma, donde había una ventana encendida. Pasó con rapidez por el huerto, y el corazón le latía con tal fuerza que al llegar a la pequeña puerta en la base de la torre pudo oír su sonido, parecido al ronco jadeo de un perro. Su rostro tenía una expresión tranquila, de resignada aceptación de la derrota, cuando él cogió el pomo. «Tomo mi felicidad en mis manos cada vez que llego hasta esta puerta», se dijo sin abrirla todavía. Al girar el pomo lentamente sintió la silenciosa respuesta de la cerradura.
Subió por la escalera de caracol hasta el primer piso, donde Diana vivía y en el que había una sala de estar a la cual daba un dormitorio, todo ello comunicado con el resto de la casa por un largo pasillo que comunicaba con la escalera principal.
No había nadie m la sala de estar. El se sentó en el sofá y observó el sari bordado con hilo dorado que estaba medio transformado en un vestido europeo. A la luz de la lámpara, tigres dorados destrozaban a un oficial de la Compañía de Indias que yacía sobre el suelo manchado, con una botella de coñac en la mano, unas veces en la mano derecha, otras veces en la izquierda, ya que el dibujo tenía muchas variantes.
—¡Qué tarde has venido, Maturin! —dijo Diana saliendo del dormitorio. Llevaba dos chales encima de la bata y tenía una expresión cansada y hosca—. Iba a acostarme. Pero siéntate cinco minutos. ¡Uf, tus zapatos están asquerosos!
Stephen se los quitó y los puso junto a la puerta.
—Había una partida de cazadores furtivos con perros cerca de la conejera y tuve que salir del camino. Tienes un don especial para ponerme en una situación desventajosa, Villiers.
—¡Así que has vuelto a venir andando! ¿No te dejan salir de noche? Cualquiera pensaría que estás casado con ese hombre. ¿Cómo van sus asuntos, por cierto? Parecía bastante alegre esta noche, riéndose con esa estúpida de Annie Strode.
—Me temo que no han mejorado. El agente de los dueños de los barcos es un bárbaro codicioso, sin inteligencia ni sentido ni entrañas. Es un ignorante voraz, un buitre sin alas que sólo puede volar en lo más profundo de la ignominia.
—Pero lady Keith… —dijo, interrumpiéndose enseguida.
La carta de lady Keith había llegado a Melbury aquella mañana y esto no se había mencionado en la cena. Stephen pasó el sari entre las manos y observó que a veces el oficial de la Compañía de Indias parecía contento, incluso extasiado, y a veces agonizante.
—Si crees que tienes derecho a pedirme explicaciones —continuó Diana—, estás equivocado. Me encontré con él mientras montaba a caballo. Si piensas que simplemente porque te he dejado besarme una o dos veces… si piensas que simplemente porque has venido cuando yo estaba a punto de tirarme al pozo o hacer una locura para escapar de la rutina diaria, al quedarme tan sólo con dos sirvientes desdentados en la casa… si piensas que somos amantes, te equivocas. Nunca he sido tu amante.
—Lo sé —dijo Stephen—. No quiero explicaciones; no creo tener ningún derecho. La obligación provoca la muerte de la amistad, querida —hizo una pausa—. ¿Puedes darme algo de beber, querida Villiers?
—¡Oh! Te
pido
disculpas —dijo ella cambiando de forma automática y grotesca su tono por otro cortés—. ¿Qué te apetece tomar? ¿Oporto? ¿Coñac?
—Coñac, por favor —respondió—. Dime, ¿has visto alguna vez un tigre?
—¡Oh, sí! —dijo Diana distraída mientras buscaba la bandeja y la licorera—. He matado dos. No hay vasos adecuados aquí. Desde una silla de elefante, obviamente un lugar seguro. Se encuentran con frecuencia en el camino de Maharinghee a Bania y al cruzar la desembocadura del Ganges. ¿Servirá este vaso? Nadan de una isla a otra. Una vez vi uno meterse al agua con movimientos lentos como los de un caballo. Nadan bastante sumergidos, con la cabeza erguida y la cola extendida hacia atrás. ¡Qué frío hace en esta condenada torre! En realidad, no he vuelto a estar suficientemente caliente desde que regresé a Inglaterra. Voy a meterme en la cama; es el único lugar caliente de la casa. Puedes venir y sentarte junto a mí cuando te hayas bebido el coñac.
Pasaban los días, días dorados con olor a heno, un perfecto verano prematuro; días perdidos para Jack. O al menos nueve partes perdidas, pues aunque sus asuntos profesionales y legales estaban cada vez peor y más complicados, había ido a Bath en dos ocasiones a ver a su querida amiga lady Keith, y la primera vez había visitado a la señora Williams y a su familia y la segunda había encontrado a Sophia —aparentemente por casualidad había encontrado a Sophia— en la sala de las termas donde se bebían las aguas. Había regresado regocijado y atormentado a la vez, pero mucho más humano, mucho más parecido a aquella criatura alegre y fuerte de espíritu que Stephen había conocido.
«Estoy decidido a romper», escribió Stephen. «No la hago feliz ni me hace feliz. Esta obsesión no es felicidad. Noto tal insensibilidad que se me parte el corazón, y no sólo el corazón. Insensibilidad y muchas más cosas: un profundo deseo de dominar, celos, orgullo, vanidad, todo menos falta de valor. Poco juicio y, por supuesto, ignorancia; mala fe, inconstancia e incluso crueldad, añadiría yo, si pudiera olvidar su despedida del domingo por la noche, increíblemente patética en una persona tan violenta. Y sin duda, su estilo y su gracia sin límites sustituyen a la virtud… ¿o
son
realmente virtudes? Pero eso no te servirá. No sacarás nada más de mí. Si sigue este juego con Jack, yo me iré. Y si él continúa, tal vez descubra que ha estado haciendo todo lo posible por infligirse a sí mismo una herida; y tal vez a ella le ocurra lo mismo, pues él no es un hombre con el que se puede jugar. Su ligereza me aflige más de lo que soy capaz de expresar. Es contraria a lo que ella define como sus principios y, en mi opinión, incluso a su propia naturaleza. Ella no puede quererlo como esposo ahora. ¿Actúa por odio a Sophia o a la señora W.? ¿Por una indeterminada venganza? ¿Por el placer de jugar con fuego en un polvorín?»
El reloj dio las diez; dentro de media hora tendría que reunirse con Jack en el reñidero de Plimpton. Salió de la oscura biblioteca y se dirigió al patio. Allí estaba esperándole la jaca, con su pelaje color plomizo brillando al sol, mirando fijamente, con sagacidad, hacia el sendero al otro lado de los establos; y al seguir su mirada, Stephen vio al cartero robando una pera del emparrado del huerto.
—Una carta para usted, señor —dijo el cartero muy serio y ceremonioso, mientras por la comisura de los labios le chorreaba el jugo de la pera que se había comido apresuradamente. ¿Le habría visto? La distancia era muy grande, casi segura—. Veintiocho peniques, señor, por favor. Y hay dos para el capitán, una franqueada, la otra del Almirantazgo.
—Gracias, señor cartero —dijo Stephen pagándole. —Ha hecho una complicada ronda.
—Pues sí, señor —dijo el cartero sonriendo con alivio—. Parsonage, la casa de los Croker, la del doctor Vining —una carta era de su hermano que vive en Godmersham, así que seguramente estará por aquí el domingo— y luego subir hasta la casa del joven Savile —la carta era de su joven dama. Nunca he visto una joven dama que escribiera tanto; me alegraré mucho cuando se casen y puedan decirse las cosas de palabra.
—Tiene usted calor y está sediento; debe comerse una pera, eso le ayudará a mantenerse activo.
La pelea principal había comenzado cuando Stephen llegó. Un apretado grupo de campesinos, comerciantes, tratantes en caballos, gitanos y caballeros de la región, todos muy excitados, formaban un círculo alrededor del reñidero, donde lo único aceptable era el valor de los gallos.
—¡Apuestas por el gallo moteado! ¡Apuestas por gallo moteado! —gritó un gitano alto con un pañuelo rojo en el cuello.
—¡Voy con usted! —dijo Jack—. Cinco guineas por el gallo moteado.
—¡Trato hecho! —dijo el gitano, mirando a su alrededor. Luego, entrecerrando los ojos, continuó en tono alegre y zalamero—. ¿Cinco guineas, caballero? Es una buena suma para un hombre errante y un capitán con media paga. Pondré mi dinero en el suelo, ¿eh?
Colocó las cinco brillantes monedas al borde del reñidero. Jack sacó su bolsa y colocó las monedas una a una junto a las otras. Los dueños de los gallos los llevaron a la palestra y, sin dejar de sujetarlos, les hablaban en voz baja mientras éstos levantaban orgullosos su cabeza rapada. Los gallos permanecieron atentos, lanzando miradas a uno y otro lado y dando vueltas antes de aproximarse. Ambos volaron al mismo tiempo y sus aceradas espuelas lanzaron destellos al chocar. Se elevaron una y otra vez; se formó un remolino en el centro del reñidero y alrededor de éste se escuchaba un terrible griterío.
El gallo moteado, que había perdido un ojo y tenía el otro nublado por la sangre, permanecía erguido tambaleándose y trataba de distinguir dónde estaba su enemigo; vio su sombra y recibió tambaleante una herida mortal. Sin embargo, no murió enseguida; se mantuvo en pie con las espuelas clavadas en el cuerpo hasta que fue vencido por el propio peso de su exhausto oponente, un oponente que estaba demasiado lacerado para levantarse y cantar.
—Vamos a sentarnos fuera —dijo Stephen—. ¡Eh, chico! ¡Tráenos una jarra de jerez al banco de ahí fuera! ¿Me atiendes ahora? ¡Jerez! ¡Por el amor de Dios! Ese cabrón pretencioso tiene la suficiente maldad para llamarle a esto jerez. Traigo cartas para ti, Jack.
—El gallo moteado no tenía realmente ganas de luchar —dijo Jack.
—No. Pero era un gallo de pelea, sin duda. ¿Por qué apostaste por él?
—Me gustaba. Andaba balanceándose, como un marino. No podría decirse que era un gallo malvado y sangriento, pero ya en la palestra, cuando fue desafiado, luchó. Tenía muchas agallas y continuó luchando incluso cuando ya no había ninguna esperanza. ¿Has dicho que traías cartas?
—Dos. Por favor, sin ceremonia.
—Gracias, Stephen. El Almirantazgo acusa recibo de la comunicación del señor Aubrey del siete del mes pasado. Esta es de Bath; vamos a ver lo que Queenie me cuenta… ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa?
—¡Dios mío! —repitió Jack golpeándose la rodilla con el puño—. Ven, vámonos de este lugar. Sophia se va a casar.
Mientras cabalgaban, Jack decía entre dientes frases entrecortadas y exclamaciones, y cuando habían recorrido una milla dijo:
—Queenie me escribe desde Bath. Un tipo que se llama Adams —de Dorset, con una gran fortuna— le ha hecho una proposición a Sophia. Ha sido algo muy rápido, verdaderamente. Nunca la hubiera creído capaz de esto.