—Un buen violín te hará florecer y, además, te has ganado un Amati por cada minuto que pasaste en la cubierta del
Cacafuego.
Sin duda, debes comprarte ese violín. Un placer inocente es un auténtico bien, y no hay muchos de ese tipo.
—¿Crees que debo? Tu opinión me merece un gran respeto. Si no tardas mucho tiempo en el Almirantazgo, tal vez podrías pasarte por allí y darme tu parecer sobre su tono.
Stephen entró en el Almirantazgo, le dio su nombre al conserje y éste le indicó un lugar del otro lado de la famosa sala de espera, en la que multitud de ansiosos, desconsolados, y en muchos casos desastrados oficiales esperaban tener una entrevista, una entrevista casi seguramente inútil.
Le recibió un hombre mayor con una chaqueta negra; le recibió con mucha consideración y le rogó que tomara asiento. Sir Joseph se reuniría con ellos tan pronto como terminara la sesión de la Junta, que ya se había extendido una hora más de lo previsto. Mientras tanto, el hombre de la chaqueta negra quería tratar algunos puntos importantes. Ellos habían recibido el informe de Bartolomeu.
—Antes de empezar, señor —dijo Stephen—, quisiera hacer una sugerencia, si me lo permite. Creo que yo debería usar otra entrada o los encuentros deberían celebrarse en otra parte. Casualmente, del otro lado de Whitehall estaba deambulando un tipo que he visto en compañía de españoles de la embajada. Puede que esté equivocado, puede que sea pura casualidad, pero…
Sir Joseph entró apresuradamente.
—Doctor Maturin, le pido disculpas por haberlo hecho esperar. Nada excepto la Junta me habría impedido… ¿Cómo está usted, señor? Es muy generoso por su parte haber venido a pesar de haber sido avisado con tan poco tiempo. Hemos recibido el informe de Bartolomeu y es urgente que comentemos con usted algunas cuestiones que plantea. ¿Podemos analizarlo punto por punto? Su señoría desea que le comunique el resultado de nuestra conversación esta misma noche.
El Gobierno británico sabía muy bien que Cataluña, la provincia española o, mejor dicho, el conjunto de provincias donde se encontraba la mayor parte de la riqueza y la industria del reino, estaba animada por el deseo de reconquistar su independencia. Sabía también que la paz no duraría —Bonaparte estaba construyendo barcos lo más rápido que podía— y que una España dividida debilitaría en gran medida cualquier coalición de la que formara parte en una futura guerra. Los diversos grupos autonomistas catalanes que se habían puesto en contacto con el Gobierno habían hecho patente ese deseo, aunque ya era obvio antes; ésta no era la primera vez que Inglaterra se preocupaba por Cataluña ni por dividir a sus posibles enemigos. El Almirantazgo, por supuesto, estaba interesado en los puertos, astilleros, muelles, industrias y suministros navales de Cataluña; la propia Barcelona sería de incalculable valor, y había muchos otros puertos, incluyendo Puerto Mahón en Menorca, una posesión británica, que extrañamente habían sido cedidos por los políticos en la negociación del reciente tratado de paz. El Almirantazgo, siguiendo la tradición inglesa de tener servicios secretos formados por organismos independientes con poca o ninguna comunicación entre ellos, tenía a sus propios hombres ocupándose del asunto; sin embargo, pocos de ellos podían hablar aquella lengua, muy pocos conocían la historia de la nación y ninguno podía valorar las reivindicaciones de los diferentes grupos que se presentaban como los verdaderos representantes de la resistencia del país. Había varios comerciantes de Barcelona y alguno que otro de Valencia que eran amigos, pero eran muy pocos y, además, el contacto con ellos se había perdido a causa de la larga guerra. El doctor Maturin era el más apreciado consejero del Almirantazgo. Se sabía que él había tenido contacto con revolucionarios en su juventud, pero su integridad y su total desinterés nunca fueron puestos en tela de juicio. El Almirantazgo también le tenía gran respeto por ser una eminencia en ciencia, y nada menos que el propio médico jefe de la Armada recomendaba a Stephen Maturin porque «el estudio del doctor Maturin sobre la vejiga y sus observaciones sobre la cistotomía suprapúbica deberían ser consultados por todos los cirujanos navales; tal agudeza de observación en la práctica…» En Whitehall tenían mejor opinión de él que en Champflower; en Whitehall sabían que él era un médico y no un simple cirujano, que era un hombre de cierta posición en Lérida y que su padre era irlandés y había estado relacionado con las primeras familias de ese reino. El hombre de la chaqueta negra y sus colegas sabían asimismo que por su condición de médico y por ser un hombre instruido que se sentía muy cómodo hablando tanto en catalán como en español, podría moverse por todo el país con la misma libertad que cualquiera de sus habitantes; sin duda, era un agente incomparable, seguro, discreto, perfectamente cubierto, un hombre de la misma clase que ellos. Y desde su punto de vista, aquel resto de catolicismo que a Stephen le quedaba era incluso una ventaja más. Ellos habrían estrujado y exprimido los fondos secretos con tal de retenerle, pero él no aceptaba nada; de modo que el sonido más delicado no produjo ningún eco ni hubo ningún brillo en su monedero.
Stephen salió del Almirantazgo por una puerta lateral, atravesó el parque y subió por Piccadilly hasta la calle Bond, donde encontró a Jack todavía indeciso.
—Te diré lo que ocurre, Stephen —dijo—. No termina de gustarme este tono. Escucha…
—Si el día fuera un poco más cálido, señor —dijo el dependiente—, haría resaltar su frescura. Debería haber oído al señor Galignani tocando la semana pasada, cuando todavía teníamos encendida la chimenea.
—Bueno, no sé —dijo Jack—. Creo que voy a dejarlo por hoy. Sólo quiero que me envuelva estas cuerdas, por favor, junto con la colofonia. No me llevo el violín, pero de una u otra forma le haré llegar una respuesta a finales de esta semana. Stephen —cogió a su amigo por el brazo para cruzar la concurrida calle—, debo de haber tocado ese violín durante una hora o más y todavía no me he decidido. Jackson no estaba, ni tampoco su socio, así que vine aquí directamente. Es extraño, condenadamente extraño y molesto, porque estábamos citados; pero él no estaba en el despacho, el único que había allí era ese tonto de su empleado y me dijo que estaba fuera de la ciudad y que le esperaban pero no sabían cuándo volvería. Iré a presentar mis respetos al viejo Jarvie, sólo para que me tenga presente, y luego podemos irnos a casa. No esperaré por Jackson.
Regresaron cabalgando, y donde habían dejado la lluvia volvieron a encontrarla, acompañada de un fortísimo viento del este. El caballo de Jack perdió una herradura, y ellos se pasaron la mayor parte de la tarde buscando a un herrero hasta que encontraron a un salvaje torpe y malhumorado que clavó los clavos demasiado profundos. Ya había anochecido cuando llegaron al bosque de Ashdown; para entonces el caballo de Jack estaba cojo, y aún tenían por delante un largo camino.
—Déjame ver tus pistolas —dijo Jack cuando empezaron a verse los árboles muy cerca del camino—. No sabes cómo martillar los percusores.
—Están muy bien —dijo Stephen, sin ganas de abrir las fundas de las pistolas (en una de ellas había un teratoma y en la otra un lirón de Arabia metido en un frasco)—. ¿Temes que haya algún peligro?
—Este tramo del camino es peligroso, con todos esos soldados licenciados que andan sueltos. Atacaron el coche de correo no lejos del cruce de Aker. Vamos, déjame ver tus pistolas. ¡Ya me lo figuraba! ¿Qué es esto?
—Un teratoma —dijo Stephen malhumorado.
—¿Qué es un teratoma? —preguntó Jack sosteniendo el objeto en su mano—. ¿Una especie de granada?
—Es un quiste sebáceo interno, un tumor. Se encuentran ocasionalmente en la cavidad abdominal. A veces tienen pelos negros y largos y a veces dientes; éste tiene pelos
y
dientes. Pertenecía a un tal señor Elkins, de la City, un notable vendedor de quesos. Tiene mucho valor para mí.
—¡Por Dios! —exclamó Jack metiéndolo de nuevo en la funda. Luego se limpió la mano frotándola enérgicamente contra el caballo—. Me gustaría que dejaras tranquilos los vientres de la gente. Así que no tienes pistolas, ¿verdad?
—Si quieres ser tan rotundo… No, no tengo.
—No llegarás a viejo, compañero —dijo Jack. Y desmontó para examinar la pata del caballo—. Hay una posada, una posada que no está mal, a media milla por el camino secundario. ¿Qué me dices de pasar allí la noche?
—¿Te sientes muy turbado por la idea de encontrar a esos ladrones, esos salteadores de camino, esos bandoleros?
—Estoy temblando tanto que apenas puedo mantenerme montado en el caballo. Sería absurdo exponernos a que nos hirieran, pero pienso sobre todo en las patas de mi caballo. Y además —hizo una pausa—, tengo un sentimiento condenadamente extraño: no tengo muchas ganas de estar en casa esta noche. Es raro, porque lo deseaba con vehemencia —esta mañana me sentía tan alegre como un marinero de permiso—y ahora, en cambio, no me gusta tanto. Algunas veces en la mar uno tiene la sensación de la proximidad de una costa a sotavento. Con un tiempo de perros, las gavias con todos los rizos, sin ver el sol, sin hacer observaciones durante muchos días, sin saber adonde ir en cien millas a la redonda, de repente en la noche uno presiente que tiene a sotavento la silueta borrosa de la costa; uno no puede ver nada, pero casi puede oír el chirrido de las rocas al arañar el fondo del barco.
Stephen no contestó sino que se cruzó la capa más arriba para protegerse del viento cortante.
* * *
La señora Williams nunca bajaba a desayunar. Sin embargo, no sólo por eso la sala de desayuno de Mapes era la más alegre de la casa; estaba orientada al sureste y le daba el sol, y las cortinas de gasa hacían un movimiento ondulante dejando entrar el aroma de la primavera. No podía haber sido una sala más femenina; estaba graciosamente amueblada en blanco y había una alfombra decorada con ramos verdes, delicada porcelana, panecillos y miel y muchas jóvenes recién lavadas bebiendo té. Una de ellas, Sophie Bentinck, estaba contando lo que había sucedido en una cena en White Hart a la que había asistido el señor George Simpson, con quien ella estaba prometida.
—Entonces se hicieron los brindis. Y cuando George brindó por «Sophia», el capitán Aubrey se levantó de golpe y dijo «¡Oh! Brindaré por ella muy gustoso. Sophie es un nombre muy querido para mí». Y no podía referirse a mí, ¿sabéis?, porque no nos conocemos.
Ella miró a su alrededor con la benevolencia propia de una joven amable que lleva en su dedo un anillo y desea que todo el mundo sea tan feliz como ella.
—¿Y bebió gustoso? —preguntó Sophia divertida, con aire satisfecho y sereno.
—Era el nombre de su barco, ¿sabéis?, el primero bajo su mando —dijo Diana rápidamente.
—Por supuesto que
lo sé
—dijo Sophia con un intenso rubor—. Todas lo sabemos.
—¡El correo! —gritó Frances y salió corriendo de la sala. Una pausa expectante, una tregua temporal—. Dos para mi madre, una para Sophie Bentick con un bonito sello azul con un cupido —no, es una cabra con alas— y una para Di, franqueada. No puedo distinguir el sello. ¿De quién es, Di?
—Frankie, deberías tratar de comportarte más cristianamente, cariño —le dijo su hermana mayor—. No debes fijarte en las cartas de los demás. Debes simular que no sabes nada de ellas.
—Mamá siempre abre las nuestras, si recibimos alguna, lo que no es frecuente.
—Yo recibí una de la hermana de Jemmy Blagrove después del baile —dijo Cecilia—, y ella dice que él le dijo que tenía que decirme que yo bailaba como un cisne. Mamá estaba enfurecida y dijo que esa carta era indecorosa y que, de todas formas, los cisnes cantan, no bailan, puesto que tienen las patas palmeadas. Pero yo sabía lo que él quería decir. Por lo que veo —se volvió hacia Sophie Bentinck—, tu madre te permite mantener correspondencia, ¿no?
—¡Oh, sí! Pero nosotros estamos prometidos, ¿sabes?, y eso es muy diferente —dijo Sophie mirándose la mano con satisfacción.
—Tom, el cartero, no simula no saber nada de las cartas de los demás —dijo Frances—. También él dijo que no podía distinguir el sello de la carta de Di. Pero las cartas que lleva para Melbury son de Londres, Irlanda y España. ¡Una carta de España en un sobre grande y una cuantiosa suma que pagar!
La sala de desayuno de Melbury también era alegre, pero de otra manera. Tenía muebles de caoba, una alfombra turca y pesadas sillas, y olía a café,
bacon,
tabaco y ropa mojada. Jack y Stephen habían estado pescando desde el amanecer y ahora estaban a mitad del bien merecido desayuno, un desayuno que cubría por completo el amplio mantel blanco: calientaplatos, cafeteras, bandejas con tostadas, un jamón de Westfalia, un pastel fermentado con levadura, todavía sin empezar, y la trucha que habían pescado aquella mañana.
—Ésta era la que estaba debajo del puente —dijo Jack.
—El correo, señor, con su permiso —dijo su sirviente Preserved Killick.
—De Jackson —dijo Jack—. Y la otra del procurador. Discúlpame, Stephen. Voy a ver enseguida lo que dice, qué excusa…
—¡Dios mío! —gritó un momento después—. ¡
No
puede ser verdad!
Stephen levantó la vista rápidamente. Jack le pasó la carta. El señor Jackson, el agente que se ocupaba de sus botines, uno de los hombres más respetables en su profesión, había quebrado. Se había ido, había huido a Boulogne con el dinero en efectivo que le quedaba a su empresa y su socio había presentado la declaración de bancarrota sin esperanza de reembolsar ni una moneda de seis peniques por cada libra.
—Lo más grave del caso —dijo Jack en voz baja y afligida— es que le dije que pusiera en fondos públicos todo el dinero del botín de la
Sophie
a medida que fuera recibiéndolo, pues algunos barcos, si los dueños apelan, tardan años hasta que por fin son confiscados. Pero no lo hizo. Me dio varias sumas de dinero que, según él, eran intereses de los fondos, pero no era verdad. Todo el dinero que recibió se quedó en sus manos. Y se ha acabado, hasta el último cuarto de penique. Permaneció algún tiempo mirando por la ventana, sosteniendo la otra carta en la mano. Luego, rompiendo por fin el sello dijo:
—Ésta es del procurador. Se referirá a las dos presas neutrales que apelaron. Casi tengo miedo de abrirla. Sí, así es. Aquí está la costa a sotavento que presentía. El veredicto ha sido revocado: tengo que devolver once mil libras. No tengo ni once mil peniques. La costa a sotavento… ¿cómo puedo barloventear? Sólo puedo hacer una cosa: renunciaré a mi petición de ser nombrado capitán de navío y rogaré que me den el mando de una corbeta. Necesito tener un barco. Stephen, préstame veinte libras, por favor. No tengo dinero contante. Hoy mismo iré al Almirantazgo. No hay un momento que perder. ¡Oh! Le había prometido a Sophia ir a cabalgar con ella. En cualquier caso, tendré tiempo en el día para todo.