Capitán de navío (10 page)

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Authors: Patrick O'BRIAN

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: Capitán de navío
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—Coge una silla de posta, así no llegarás rendido.

—Eso es lo que haré; tienes razón, Stephen. Gracias. ¡Killick!

—¿Señor?

—Ve corriendo a Goat y diles que me envíen una silla de posta a las once. Prepara mi equipaje para un par de noches; no, para una semana.

—Jack —dijo Stephen en tono apremiante cuando el sirviente había salido de la sala—, no hables de esto con nadie todavía, te lo ruego.

* * *

—Está usted extremadamente pálido, capitán Aubrey —dijo Sophia—. Espero que no haya sufrido otra caída. Entre; por favor, entre y siéntese. ¡Dios mío! Debería sentarse, no me cabe duda.

—No, no. Le doy mi palabra de que no me he caído del caballo esta semana —dijo Jack riendo—. Aprovechemos al máximo esta ráfaga de luz solar; si esperamos nos mojaremos. Mire esas nubes al suroeste. ¡Qué traje más bonito lleva!

—¿Le gusta? Es la primera vez que me lo pongo. Pero —dijo mirando aún con ansiedad su rostro, ahora de un color rojo nada saludable—, ¿seguro que no quiere una taza de té? Estaría preparado en un momento.

—Sí, sí, por favor, entre y tómese una taza de té —dijo la señora Williams desde la ventana, enrollándose en el cuello un chal amarillo—. Estará listo enseguida, y el fuego está encendido en la pequeña sala de estar. Pueden tomarlo juntos; es un lugar muy acogedor. Estoy segura de que Sophia se muere de ganas de tomarse una taza de té. Le encantaría tomarse una taza de té con usted, capitán Aubrey, ¿verdad, Sophie?

Jack sonrió y se inclinó para besar su mano, pero su férrea determinación de no quedarse prevaleció. Y poco después él y Sophia cabalgaban por el camino de Foxdene hacia la linde con las colinas.

—¿Está seguro de no haber sufrido una caída? —preguntó de nuevo Sophia, no pensando en que él le hubiera restado importancia y pudiera recordarla si se esforzaba, sino porque deseaba mostrarle su sincera preocupación.

—No —dijo Jack mirando su bello rostro, donde en vez de aquella distante mirada que era habitual había otra preocupada y llena de ternura, de una ternura, por decirlo así, posesiva—. Pero acabo de recibir un terrible golpe. Un condenado golpe inesperado. Sophie —¿puedo llamarla Sophie, verdad? Siempre pienso en usted así—, cuando estaba en mi
Sophie,
mi corbeta, capturé dos presas neutrales que se dirigían a Marsella. Su documentación decía que procedían de Sicilia e iban a Copenhague con un cargamento de azufre. Sin embargo, en aquel momento estaban a punto de entrar en el puerto de Marsella, yo estaba al alcance de la batería de la colina. Y el azufre lo llevaban a Francia.

Para Sophia el azufre era algo que se mezclaba con melaza y se le daba a los niños los viernes; todavía podía sentir los odiosos grumos entre los dientes. Esto se reflejó en su expresión.

—Necesitan tenerlo para fabricar la pólvora —siguió diciendo Jack—. Entonces envié estas embarcaciones a Puerto Mahón, donde enseguida fueron declaradas presas de ley, pues habían violado de forma evidente la neutralidad; pero los dueños apelaron y, finalmente, el tribunal ha decidido no declararlas presas de ley y admitir como verdadero lo que dicen sus capitanes, que simplemente buscaban refugio a causa del mal tiempo. ¡Mal tiempo! No había mal tiempo. Casi no se formaban ondas en el mar; nosotros teníamos desplegadas las sobrejuanetes y las alas de cada lado, y desde la colina los cañones de treinta y seis libras dejaban círculos de un cuarto de milla de diámetro en las tranquilas aguas.

—¡Oh, qué injusto! —exclamó Sophie sumamente indignada—. ¡Qué hombres tan malvados, tan mentirosos! Usted debe de haber arriesgado la vida para capturar esos barcos bajo el fuego de la batería. Por supuesto que el destino del azufre era Francia. Estoy segura de que ellos serán castigados. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué se puede hacer?

—Por lo que respecta al veredicto, nada en absoluto. Me temo que es definitivo. Pero voy a ir a la ciudad para ver qué otras medidas… qué otra cosa puedo sacar del Almirantazgo. Debo irme hoy, y tal vez esté fuera durante algún tiempo. Por eso estoy aburriéndola con mis asuntos, para que quede claro que no me voy de Sussex por mi propia voluntad ni contento.

—¡Oh, usted no me aburre…! No podría aburrirme…Todo lo relacionado con la Armada es… Pero, ¿ha dicho hoy? Sin duda, no puede ser hoy. Debe usted tumbarse y descansar.

—Tiene que ser hoy, desgraciadamente.

—Entonces no debe ir cabalgando. Debe ir en una silla de posta.

—Sí. Eso es exactamente lo que dijo Stephen. Así lo haré: he pedido una a Goat.

—¡Qué buena persona es! ¡Qué buen amigo! Debe de ser un gran apoyo para usted. Pero debemos volvernos enseguida, ahora mismo. Tiene que descansar todo lo que pueda antes del viaje.

Al despedirse, ella le dio la mano y le dijo con marcado énfasis:

—Espero que tenga usted muy buena suerte, todo lo que se merece. Supongo que no hay nada que una ignorante joven del campo pueda hacer, pero…

—¡Ah, están ahí ustedes dos! —exclamó la señora Williams—. Charlando como dos amigos inseparables. ¿De qué habrán estado hablando durante todo este tiempo? Pero guardad silencio; soy una indiscreta. ¡Ah! Veo que la ha traído usted sana y salva, intacta.

* * *

Dos secretarios, uno por seguridad en caso de que el otro se equivocara, escribían tan rápido como lo permitían las plumas.

«Para el marqués de Cornwallis.

Milord:

Con la mejor disposición de atender inmediatamente a los deseos de Su Señoría de favorecer al capitán Bull, lamento muchísimo comunicarle que en la actualidad no me es posible cumplirlos.

Tengo el honor de ser… etc.»

—¿Me sigue, Bates?

—Sí milord.

«Para la señora Paulett. Señora:

Aunque no admito que tengan peso sus argumentos en favor de la promoción del capitán Mainwaring, hay algo tan admirable y loable en una mujer que lucha por el ascenso de su hermano que no necesitaba usted disculparse por su carta, del día 24, de la cual acuso recibo sin pérdida de tiempo.

Soy, señora… etc.»

«Para sir Charles Grey. Estimado sir Charles:

El teniente Beresford ha estado demorando su llegada a Irlanda, lo cual ha perjudicado mi opinión sobre él. Es un hombre serio y arrojado, pero, como el resto de los aristócratas, piensa que por esa circunstancia tiene derecho a un ascenso, en detrimento de hombres que han prestado mejor servicio y con más mérito; y a eso nunca me doblegaré.

Después de haber rechazado al príncipe de Gales, el duque de Clarence, el duque de Kent y el duque de Cumberland, no podrá sorprenderle que le repita que me es imposible apartarme de mis principios, pues esto haría que me inundaran de peticiones y tendería a arruinar por completo la Armada.

Afectuosamente…»

«Para la duquesa de Kingston. Señora:

Su Gracia tiene toda la razón respecto al carácter del capitán Hallows del Frolic; tiene celo y buena conducta, y si no fuera por su tendencia a ser independiente y su falta de voluntad para someterse a sus superiores, lo cual puede remediarse con el paso del tiempo, y si no tuviera algunas manchas en su familia, yo estaría encantado de hacerle justicia a sus méritos, exclusivamente en atención al interés que tiene Su Gracia por su futuro. Pero esto no me es posible, debido al increíble número de oficiales meritorios de más antigüedad que él que están recibiendo media paga y que tienen prioridad en la petición de uno de los poquísimos barcos que queden disponibles.

Con el permiso de Su Gracia, le aseguro que me alegrará tener la ocasión de mostrarle mi respeto.

Tengo el honor de ser, señora, su más humilde y seguro servidor.»

—Hemos acabado con las cartas. ¿Quiénes están en la lista?

—Los capitanes Saul, Cunningham, Aubrey y Small. Los tenientes Roche, Hampole…

—Tengo tiempo para los tres primeros.

—Sí, milord.

Jack oyó la estentórea risa del
First Lord
cuando Cunningham, antiguo compañero de tripulación de éste, se despedía con un chiste de los que se contaban en la sala de oficiales, y esto le dio esperanzas de encontrar a Saint Vincent de buen humor.

Sin embargo, lord Saint Vincent, firme en su intento de reformar los astilleros pero paralizado por la política, los políticos y la escasa mayoría de su partido en el parlamento, no era muy propenso al buen humor, y le lanzó a Jack una mirada dura, fría y penetrante.

—Capitán Aubrey, ya lo recibí la semana pasada, tengo muy poco tiempo. El general Aubrey nos ha escrito cuarenta cartas a mí y a otros miembros de la Junta, y se le ha dicho que no tenemos en perspectiva ascenderle por la acción contra el
Cacafuego.

—He venido con otro propósito, milord. Renuncio a mi petición de ascenso con la esperanza de conseguir otra corbeta. El agente que se ocupaba de mis botines ha quebrado, los dueños de dos presas neutrales me han ganado en la apelación del caso, y yo tengo que conseguir un barco.

Lord Saint Vincent no oía muy bien, y Jack, por estar en aquel recóndito santuario de la Marina, había bajado la voz; el viejo caballero no le había entendido bien.

—¡Tengo! ¿Qué quiere decir con ese
tengo?
—gritó—. ¿Acaso hoy en día los oficiales vienen al Almirantazgo para decir que se les
tiene
que dar un barco? Si a usted se le
tiene
que dar un barco, señor, ¿qué demonios pretendía desfilando por Arundel con una escarapela del tamaño de una col en el sombrero, al frente de los partidarios del señor Babbington, y pegándole a honrados dueños de feudos francos con una maza? Si yo hubiera estado allí, señor, lo habría encarcelado por armar riña y alterar el orden público, y usted no emplearía la palabra
tengo.
¡Maldita sea su imprudencia, señor!

—Milord, me he expresado mal. Con todo mi respeto, milord, con esa palabra poco afortunada yo quería decir que, debido a la quiebra de Jackson, me veo obligado a pedirle a Su Señoría un mando, echando a pique mi otra petición. Él me ha arruinado.

—¿Jackson? Sí, pero —dijo Saint Vincent secamente—, si su propia imprudencia le ha hecho perder la fortuna que su mando le permitió ganar, no debe esperar que el Almirantazgo se haga responsable de buscarle otra. Dicen que a los tontos el dinero se les escurre de entre las manos, y después de todo, menos mal que es así. En cuanto a las presas neutrales, usted sabe perfectamente bien, o debería saber perfectamente bien, que ese es un riesgo de la profesión: uno las captura por su cuenta y riesgo y debe hacer una provisión adecuada ante una posible apelación. Pero ¿qué hace usted en este caso? Tira el dinero, lo despilfarra, habla de matrimonio —aunque sabe, o debería saber, que éste supone el fin de la carrera de un oficial de marina, al menos cuando aún no es capitán de navío—, encabeza un grupo de borrachos partidarios de los
Tories
en una elección parcial y viene aquí a decirme que
tiene
que conseguir un barco. Y mientras tanto sus amigos nos inundan de cartas en las que dicen que usted
tiene
que ser nombrado capitán de navío. Esa fue precisamente la palabra que el duque de Kent estimó conveniente usar, incitado por lady Keith. La acción de guerra que ha llevado a cabo no le da derecho a un ascenso a capitán de navío. ¿Qué significa eso de «renunciar a su petición»? No hay ninguna petición.

—El
Cacafuego
era un jabeque-fragata de treinta y dos cañones, milord.

—Era un barco corsario.

—Sólo por las argucias de un maldito abogado —dijo Jack subiendo la voz.

—¿Qué condenado lenguaje es ese con que se dirige a mí, señor? ¿Sabe usted con quién está hablando, señor? ¿Sabe usted dónde está?

—Le pido disculpas, milord.

—Usted apresó un barco corsario, capitaneado por Dios sabe quién, con una corbeta de Su Majestad dotada de una buena tripulación, con la pérdida de tres hombres como resultado, y viene usted aquí hablando de su
petición
de ascenso a capitán de navío.

—Y ocho heridos. Si una acción de guerra debe valorarse de acuerdo con la lista de bajas, milord, me permito recordarle que en su buque insignia hubo un muerto y cinco heridos en la batalla de San Vicente.

—¿Se atreve usted a comparar, en mi presencia, una gran acción de guerra de la Armada con una…?

—¿Con una qué, señor? —gritó Jack con los ojos inyectados de sangre.

Las voces airadas dejaron de escucharse bruscamente. Una puerta se abrió y se cerró, y las personas que estaban en el pasillo vieron cómo el capitán Aubrey pasaba dando zancadas, corría escaleras abajo y desaparecía en el patio.

«3 de mayo…
Le rogué que no hablara de esto y, sin embargo, ya lo saben en toda la región. No conoce a las mujeres excepto como objeto de deseo (un deseo muy noble a veces); no tiene hermanas, su madre murió siendo él muy joven y no puede imaginarse la energía y el poder diabólico de las mujeres como la señora W. Ella le sacó información a Sophia con su acostumbrada falta de escrúpulos y la ha divulgado con maligno entusiasmo y empeño, el mismo innoble empeño con que consiguió llevarse apresuradamente a sus hijas a Bath. Es evidente que utilizó su salud para hacer chantaje, aprovechándose del buen corazón de Sophia y de su sentido del deber; más fácil no podía ser. Todos los preparativos se hicieron en dos días. No estuvo, como era habitual, todo un mes vacilando y quejándose por la confusión, ni tampoco una semana, sino que durante dos días tuvo una intensa actividad: equipaje listo y partida. Si esto hubiera sucedido al menos una semana más tarde y se hubieran puesto de acuerdo entre ellos, no habría tenido importancia. Sophie se habría mantenido fiel a su compromiso contra viento y marea. Tal como están las cosas, la situación no puede ser peor. Separación, inconstancia (J. A. tiene un fuerte instinto animal, cualquier hombre joven tiene un fuerte instinto animal), ausencia, el sentimiento de abandono.

»¡Qué horrible bestia es esa Williams! Yo no habría sabido nada de la extraña partida si no fuera por las notas de Diana y la visita furtiva de esa dulce niña llena de inquietud. La llamo niña, a pesar de que no es más joven que D. V. A ésta la veo de otro modo, pero seguramente fue también una niña encantadora, no diferente de Frances, en mi opinión, con su misma inocencia y su implacable crueldad. Se han ido. ¡Qué silencio! ¿Cómo voy a decirle a J. A. todo esto? Me atormenta la idea de que decírselo será como darle una bofetada.»

No obstante, decírselo fue muy sencillo. Le dijo:

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