Era dudoso que a la señora Williams le fueran simpáticas sus hijas; las quería, desde luego, y «había sacrificado todo por ellas», pero no tenía mucho tiempo para pararse a pensar si le eran simpáticas; estaba demasiado ocupada en obrar con rectitud
(¿Has pensado alguna vez, señora Williams, sierva mía, que no hay nada mejor en la tierra que una mujer intachable y recta?)
y soportar el cansancio y el abuso. El doctor Vining, que la conocía de toda la vida y había visto nacer a sus hijas, pensaba que no le agradaban; pero incluso él, que no le tenía mucha simpatía, reconocía que velaba con verdadero celo por sus intereses. Ella podía quitarles el entusiasmo, mostrar su pertinaz desaprobación a lo largo del año, estropearles incluso los cumpleaños con sus terribles dolores de cabeza, pero peleaba como una tigresa con padres, fideicomisarios y abogados por «una adecuada dote». A pesar de todo, tenía todavía tres hijas solteras, y se consolaba pensando que esto se debía a que eran eclipsadas por su sobrina. En verdad, la belleza de Diana Villiers y la de Sophia eran comparables, aunque de muy distinto signo. Diana, al tener siempre la espalda muy recta y la cabeza erguida, parecía bastante alta, pero sólo le llegaba a su prima hasta la oreja. Ambas poseían una gracia natural en grado superlativo, pero mientras los movimientos de Sophia eran suaves, lánguidos, casi perfectos, los de Diana eran ágiles y de ritmo rápido, y bailaba magníficamente, aunque sólo en las contadas ocasiones en que se celebraba algún baile en veinte millas alrededor de Mapes Court. Por otra parte, la piel de Diana, a la luz de las velas, parecía casi tan tersa como la de Sophia.
La señora Villiers era viuda. Había nacido el mismo año que Sophia, pero había llevado una vida muy diferente. A los quince años, tras la muerte de su madre, se había ido a India para llevar la casa de su padre, un hombre rico y disoluto. Allí había vivido con gran lujo, incluso después de casarse con un joven sin dinero, el ayudante de campo de su padre, pues éste se trasladó a su enorme y laberíntico palacio, donde la presencia de un esposo y una veintena de criados más pasaba desapercibida. Aquel matrimonio fue una insensatez desde el punto de vista emocional —ambos eran demasiado apasionados, fuertes, obstinados y no hacían otra cosa que criticarse mutuamente— pero desde el punto de vista material fue muy importante. El matrimonio le proporcionó un atractivo esposo y podría haberle proporcionado también un parque con ciervos y diez mil libras anuales, pues no sólo su padre, Charles Villiers, estaba bien relacionado (durante toda su vida había tenido el deseo enfermizo de pertenecer a una clase alta), sino que también era inteligente, culto, falto de escrúpulos, activo y dotado para la política, sin duda el hombre adecuado para hacer carrera en la India. Tal vez podría ser otro Clive, y ya era rico desde los treinta y tantos años. Pero su padre y su esposo murieron en un enfrentamiento contra Tippoo Sahib, el primero dejando una deuda de trescientas mil rupias y el segundo otra de casi la mitad de esta suma.
La Compañía de Indias le pagó a Diana el viaje de regreso y le asignó cincuenta libras anuales hasta que volviera a casarse y ella regresó a Inglaterra con un baúl de ropa para clima tropical, conociendo un poco mejor el mundo y casi nada más. Volvió, en realidad, a la época escolar, o a una situación muy parecida, pues enseguida se dio cuenta de que su tía quería tenerla bajo su control para que ella no tuviera posibilidad alguna de estropear los proyectos para sus hijas. Y puesto que no tenía dinero ni ningún otro lugar donde ir, decidió integrarse en este tranquilo y pequeño mundo de la campiña inglesa, de ideas fijas y extraña moralidad.
Estaba dispuesta, e incluso obligada, a aceptar una relación de protectorado, y desde el principio determinó ser dócil, prudente y reservada; sabía que otras mujeres la considerarían una amenaza y no quería provocarlas. Pero a veces esta teoría difería mucho de la práctica, sobre todo porque la idea que tenía la señora Williams de un protectorado correspondía más bien a la de una total anexión. La señora Williams temía a Diana y no se atrevía a presionarla demasiado, pero no cejaba en su intento de triunfar moralmente sobre ella; y era sorprendente comprobar cómo aquella mujer tan estúpida, olvidando sus principios y el sentido del honor, lograba hacerle daño donde más le dolía.
Esa situación duraba desde hacía años, y las excursiones clandestinas, o al menos inconfesadas, que Diana hacía con la jauría del señor Savile tenían otro objetivo además de sentir el placer de cabalgar. Ahora, a su regreso, se encontró en el vestíbulo con su prima Cecilia, que se dirigía apresuradamente al espejo de cuerpo entero, situado entre las ventanas de la sala de desayuno, para mirarse su nuevo tocado.
—Pareces el Anticristo con ese indecoroso sombrero —dijo con voz sombría, pues los perros habían perdido el zorro y los dos únicos hombres de aspecto tolerable se habían esfumado.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Cecilia—. ¡Qué palabra más espantosa! Sin duda es una blasfemia. Te aseguro que no me han dicho nada tan horrible desde que Jemmy Blagrove me dijo aquella grosería. Se lo voy a decir a mamá.
—No seas tonta, Cissy. Es una cita literaria, de la Biblia.
—¡Oh! De todos modos, me parece espantosa. Estás cubierta de barro, Di. ¡Oh, me has cogido mi tricornio! ¡Eres muy mala! Seguro que le has estropeado la pluma. Se lo voy a decir a mamá.
Le arrebató el sombrero, y al ver que no estaba estropeado se ablandó y continuó:
—¡Cómo te has ensuciado en el paseo! Habrás ido por Gallipot Lane seguramente. ¿Viste la cacería? Estuvieron cazando toda la mañana en Polcary, con esos chillidos y aullidos horribles.
—Les vi de lejos —dijo Diana.
—Me has asustado tanto con eso espantoso que has dicho sobre Jesús —dijo Cecilia soplando la pluma de avestruz—, que casi olvidaba darte la noticia. ¡El almirante ha vuelto!
—¿Ya ha vuelto?
—Sí. Y vendrá esta tarde. Mandó a Ned con sus saludos y el mensaje de que vendría después de comer a traerle la lana de Berlín a mamá. ¡Qué divertido! ¡Él nos hablará de esos hombres jóvenes y apuestos! ¡Hombres, Diana!
Apenas acababa de reunirse la familia para tomar el té cuando entró el almirante Haddock. No era un almirante destacado; se había retirado sin haber izado su insignia y no navegaba desde 1794, pero era la única autoridad en asuntos navales con que ellas contaban, y lo habían echado mucho de menos desde la inesperada llegada del capitán de marina Aubrey. Ese capitán había alquilado Melbury Lodge y, por tanto, estaba en su esfera de influencia, pero ellas no sabían nada sobre él ni podían, por ser damas, visitarlo, ya que él era un hombre soltero.
—Por favor, almirante —dijo la señora Williams después de haber mirado la lana de Berlín con atención, con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos, y de haberla elogiado sin mucho entusiasmo, diciendo que nada podía comparársele en calidad, color y precio, aunque pensando en que no servía para nada—. Por favor, almirante, háblenos de ese tal capitán Aubrey que dicen que ha alquilado Melbury Lodge.
—¿Aubrey? ¡Ah, sí! —dijo el almirante pasándose la lengua seca por los labios también secos, como un papagayo—. Lo sé todo sobre él. No le he visto, pero he hablado de él con algunas personas en el club y el Almirantazgo, y al llegar a casa busqué su nombre en el Boletín de la Armada. Es un hombre joven, sólo un capitán de corbeta, ¿sabe?
—¿Quiere usted decir que
finge
ser un auténtico capitán? —gritó la señora Williams con verdaderos deseos de creerlo así.
—No, no —dijo impaciente el almirante Haddock—. En la Armada, a todo el que tiene un mando le llamamos capitán tal y tal. Y a los auténticos capitanes, los capitanes por nombramiento, les llamamos
capitanes de navío.
Cuando a alguien se le nombra capitán de navío, esto significa que le han otorgado el mando de un navío de sexta clase o superior, por ejemplo, de veintiocho cañones, o de una fragata de treinta y dos cañones. Un navío de categoría, estimada señora.
—¡Ah! —dijo la señora Williams asintiendo con la cabeza y poniendo cara de entenderlo todo.
—Sólo es un capitán de corbeta, pero actuó extraordinariamente bien en el Mediterráneo. Lord Keith le autorizó a hacer un crucero tras otro en ese viejo bergantín con alcázar que le quitamos a los españoles en 1795 y él se las hizo pasar moradas a los barcos a lo largo de toda la costa. Hubo ocasiones en que casi llenó con sus presas el canal de Lazaretto en Mahón. Le llamaban Jack
el afortunado.
Debe de haber conseguido un dineral, ya lo creo que sí, un dineral. ¡Y fue él quien capturó el
Cacafuego
! ¡Él mismo! —dijo el almirante triunfante, mirando los rostros inexpresivos que le rodeaban.
Hizo una pausa momentánea y, al darse cuenta del atontamiento de ellas, sacudió la cabeza diciendo:
—Por lo que parece, ustedes no han oído hablar de esta batalla.
No, no habían oído hablar de ella. Sentían mucho decirle que no habían oído mencionar el
Cacafuego.
¿Era esa la batalla de San Vicente? Tal vez había tenido lugar cuando ellas estaban tan atareadas con las fresas. Habían preparado doscientos potes.
—Bueno, el
Cacafuego
era un jabeque-fragata español de treinta y dos cañones, y el capitán Aubrey fue por él en esa pequeña corbeta de catorce cañones, luchó hasta dejarlo fuera de combate y se lo llevó a Menorca. ¡Qué acción de guerra! Fue muy elogiada por la Armada. Y si no hubiera sido por un aspecto legal en relación con la documentación del jabeque, pues éste había sido prestado a los comerciantes de Barcelona y no estaba al mando de su capitán titular, lo que significaba que técnicamente en ese momento no era un barco del Rey sino un barco corsario, le habrían nombrado capitán de navío y le habrían dado el mando del jabeque. Tal vez incluso le habrían nombrado caballero. Pero al final —es un asunto complicadísimo, se lo explicaré en otro momento, aunque tal vez no sea apropiado hablarle a las jóvenes de una cosa así— el jabeque no fue comprado por la Armada y él no fue ascendido ni creo que logre ser ascendido nunca. Aubrey es un repugnante y fanfarrón
Tory,
o al menos su padre lo es, pero aun así, eso fue vergonzoso. Puede que no sea un hombre como es debido, pero me interesaré por sus asuntos. Iré a visitarle mañana para expresarle mi opinión sobre su acción y sobre esa injusticia.
—¿Así que no es un modelo de hombre, señor? —preguntó Cecilia.
—¡Oh, no, querida! No lo es. No lo es en absoluto, según me han dicho. Puede que tenga empuje, y en verdad lo tiene, pero disciplina… ¡Quia! Ese es el problema de muchos de estos jóvenes; y eso no se considera bueno en la Armada, no lo considera bueno Saint Vincent. Hay muchas quejas sobre su falta de disciplina, su independencia y su desobediencia a las órdenes. No hay futuro en la Armada para ese tipo de oficiales, sobre todo con Saint Vincent en el Almirantazgo. Y además, me temo que él no cumple con el quinto mandamiento como debería.
En los rostros de las jóvenes se dibujó una expresión pensativa mientras repasaban mentalmente el Decálogo y, según su inteligencia, fueron dejando de fruncir el entrecejo a medida que pasaban de la santificación de las fiestas al mandamiento a que había aludido el almirante. Éste continuó:
—Se habló mucho de la señora… de la esposa de un alto oficial, y todos dicen que ese es el fondo de la cuestión. Aubrey es un calavera sin remedio, creo yo, y un indisciplinado, lo que es peor aún. Podrán decir ustedes lo que quieran del viejo Jarvie, pero él no soporta la indisciplina. Ni tampoco le gustan los
Tories.
—¿El viejo Jarvie es el nombre que le dan en la Armada a Satanás, señor? —preguntó Cecilia.
—Es el conde Saint Vincent, querida, el
First Lord
del Almirantazgo —dijo el almirante, frotándose las manos.
Al oír mencionar la autoridad, la señora Williams adoptó una expresión solemne y respetuosa. Y después de una reverente pausa dijo:
—Me parece que ha mencionado usted al padre del capitán Aubrey, ¿verdad, almirante?
—Sí. Es el general Aubrey, el que armó aquel jaleo al darle una paliza al candidato del partido de los
Whigs
por Hinton.
—Algo muy vergonzoso. Pero, sin duda, para pegarle a un miembro del parlamento él debe de tener una fortuna considerable.
—Tan sólo moderada, señora. Tiene una pequeña propiedad de moderado tamaño cerca de Woolhampton; y está cargado de deudas, según me han dicho. Mi primo Hammer le conoce bien.
—¿Y el capitán Aubrey es su único hijo?
—Sí, señora. Aunque, a propósito, ahora tiene una madrastra; el general se casó con una joven del pueblo hace algunos meses. Dicen que es una joven hermosa y llena de energía.
—¡Dios mío! ¡Qué terrible! —dijo la señora Williams—. Pero supongo que no habrá peligro. Supongo que el general tendrá ya cierta edad.
—No, señora —dijo el almirante—. No tendrá más de sesenta y cinco años. Si yo estuviera en el lugar del capitán Aubrey, estaría muy preocupado.
A la señora Williams se le iluminó el semblante.
—¡Pobre joven! —dijo apaciblemente—. Confieso que lo compadezco.
El mayordomo se llevó la bandeja del té, echó carbón al fuego y comenzó a encender las velas.
—¡Cómo se están acortando las tardes! —dijo la señora Williams—. Deje los candelabros de pared que están junto a la puerta. Tire de las cortinas con el cordón, John. Si se cogen por la tela se gastan mucho y no es bueno para las anillas. ¿Y bien, almirante, qué puede decirnos del otro caballero de Melbury Lodge, el íntimo amigo del capitán Aubrey?
—¡Ah, ese hombre! —dijo el almirante Haddock.— No sé mucho sobre él. Era el cirujano del capitán Aubrey en la corbeta. Y me parece haber oído que es el hijo natural de no sé quién. Su nombre es Maturin.
—Discúlpeme, señor —dijo Frances—, pero ¿qué es un hijo natural?
—Bueno… —dijo el almirante mirando a su alrededor.
—¿Es que son más naturales los hijos que las hijas?
—Silencio, querida —dijo la señora Williams.
—El señor Lever estuvo en Melbury —dijo Cecilia—. El capitán Aubrey se había ido a Londres —no hace más que ir a Londres, por lo visto— pero el señor Lever pudo ver al doctor Maturin y dice que es muy raro, que parece un caballero extranjero. El doctor estaba cortando en pedazos un caballo en el salón de invierno.
—¡Qué desagradable! —dijo la señora Williams—. Tendrán que usar agua fría para la sangre. El agua fría es lo único que hay para las manchas de sangre. ¿No le parece, almirante, que se les debería decir que deben usar agua fría para las manchas de sangre?